El viernes 29 de febrero de 2008 quizás se haya escrito el capítulo de apertura de otra historia en el catolicismo argentino de las últimas décadas.
Es difícil determinar de qué manera esta reacción puede afectar conductas futuras. Lo cierto es que se venció la presión de los medios, el temor a los rangos jerárquicos y, fundamentalmente, la enfermedad paralizante llamada clericalismo.
La narración de los hechos es elocuente: convocados por una simple idea, reparar la injuria hecha a Nuestro Señor durante la toma de la Catedral Metropolitana por parte de las Madres de Plaza de Mayo el 29 de enero, más de 1000 personas se reunieron en dicho templo, sin programa previo al cumplirse un mes del estrago.
Consta solamente que uno de los concurrentes, quien de hecho asumió el rol de director de los rezos, había previsto una serie de cánticos, oraciones y un desagravio formal utilizando un texto de Pío XI. Si alguien había pensado algo más, no lo ha manifestado. Ha sido un acto realmente espontáneo.
Entre 1000 y 1300 personas se reunieron, rezaron el Santo Rosario, cantaron un Paternóster y una Salve Regina (en latín, coreada por la mayoría). Cantaron el himno del Congreso Eucarístico de Buenos Aires, presidido en 1934 por Mons. Pacelli, luego Pío XII. Finalmente, se depositaron flores blancas sobre el altar mayor.
No había un solo miembro del clero. El sacerdote que acababa de celebrar la misa se retiró, -sin servir bebidas frescas ni ofrecer baños- fingiendo ignorar a la multitud como si fuese algo irrelevante (o habitual). Tampoco asistió ningún otro sacerdote, al menos que se haya identificado como tal.
Es decir, los fieles rezaron sin la guía, ni la presencia, al menos física, de ningún miembro del clero, alto, mediano o bajo.
Recuerdo que en la manifestación de reparación por la muestra blasfema de León Ferrari, en 2004, cuando hubo convocatoria, organización, y hasta un un involuntario estímulo oficial, un desliz cardenalicio (dijo “blasfemia”), se reunieron algo más de 2000 personas, un 8 de diciembre, con buen tiempo. La manifestación terminó frente a la Nunciatura Apostólica y los organizadores entregaron una declaración al secretario del Sr. Nuncio, el cual secretario salió a la puerta y saludó a la multitud, sonriente, con un gesto de visible aprobación. También había sacerdotes y religiosos entre los manifestantes.
El 29 de febrero de 2008, con un cielo plomizo que se derrumbaba, el día siguiente de copiosas tormentas e inundaciones en la ciudad, víspera de feriado, más de 1000 personas inundaron las naves catedralicias.
De nada sirvieron las negativas del vocero arzobispal, ni el artículo periodístico del diario Clarín, obviamente pensado para sembrar confusión y desanimar la asistencia. Los fieles fueron y desagraviaron del mejor modo que se les ocurrió, un modo muy adecuado, por cierto, pues no se invitó a ninguna oración ecuménica, ni se dieron discursos sobre la democracia y la libertad religiosa, no se batieron palmas ni hubo aplausos o abucheos. Simplemente se pidió perdón por las ofensas, se rezó con espíritu penitencial.
El desprestigio de gran parte del clero argentino es enorme. Su pérdida de autoridad, notoria. Ninguna figura eclesiástica se animó ni a aprobar ni a condenar. Ni a impedir el paso, ni a ponerse a la cabeza y dirigir el desagravio. Solo cuchichearon luego a los medios (ver La Nación del lunes), reiterando su desacuerdo con el acto de desagravio -ejemplar en todo sentido-. ¿Es posible desaprobar un acto de piedad, un acto nacido del deseo de practicar la virtud de religión? ¿Alguien lo puede entender?.
Desde el altiplano jujeño, el gran ausente hablaba ante una multitud de 5000 asistentes (creamos en los números) a no se sabe bien qué jornadas, sobre las “internas” de la Iglesia. ¿Alusión? Todo fue luego desmentido. “Se lo sacó de contexto”, dijo Mons. Palentini. “Los diarios malinterpretaron…” Las mentiras de siempre.
Stat veritas, decían los antiguos: “la verdad permanece” (de pie). Y la verdad es Dios. Y Dios está lejos de estos pastores. O, para decirlo mejor, ellos están lejos de Dios.
Lo más esperanzador es que el núcleo duro de los fieles, los más fieles, se han dado cuenta y comienzan a obrar en consecuencia. Confiamos en que en Roma estará pasando lo mismo. ¿Estará el núcleo duro del clero moviéndose en este sentido también? Dios lo quiera, porque dado que todos, fieles y clero, constituimos la Iglesia, si hay una feligresía piadosa tiene que haber, necesariamente, un clero santo.