El Motu Proprio “Summorum Pontificum”, que reconoció que la Misa tridentina jamás había sido abolida, presenta ciertas cuestiones en lo que concierne al futuro de las relaciones de la Fraternidad San Pío X con Roma.
Muchas personas, sea en los medios conservadores e incluso en Roma, han dicho que habiendo hecho el Sumo Pontífice un acto de tanta generosidad, y habiendo dado -por eso mismo- un signo manifiesto de buena voluntad a nuestro respecto, a la Fraternidad ya no le queda sino hacer una sola cosa: “firmar un acuerdo con Roma”.
Algunos de nuestros amigos, por desgracia, se han prestado a este juego de ilusiones. Queremos aprovechar la ocasión de esta carta, publicada durante el tiempo pascual, para recordar una vez más los principios que presiden nuestra acción en estos tiempos problemáticos y señalar algunos acontecimientos recientes, que indican muy claramente que, en el fondo, fuera de la apertura litúrgica advenida con el Motu Proprio, verdaderamente nada ha cambiado, extrayendo así las conclusiones que se siguen.
El principio fundamental que dirige nuestra acción es la conservación de la fe, sin la cual -como dice el Concilio Vaticano I- nadie puede salvarse, nadie puede recibir la gracia, nadie puede ser agradable a Dios. La cuestión litúrgica no está en primer plano; no aparece sino como consecuencia de una alteración de la fe y, correlativamente, del culto debido a Dios.
En el Concilio Vaticano II tuvo lugar un notable cambio de orientación respecto a la visión de la Iglesia, sobre todo en relación al mundo, a las otras religiones, a los estados, pero también en cuanto a sí misma. Todos reconocen estos cambios; sin embargo, no son justipreciados de la misma manera por todos.
Fueron presentados hasta ahora como muy profundos, revolucionarios; uno de los Cardenales del Concilio pudo decir: “la revolución de 1789 en la Iglesia”.
Cuando aún era Cardenal, Benedicto XVI presentaba la cuestión de la siguiente manera: “El problema de los años ‘60 consistía en incorporar los mejores valores de dos siglos de cultura «liberal». De hecho, son valores que, aún si han nacido fuera de la Iglesia, pueden encontrar un lugar -purificados y corregidos- en su visión del mundo. Esto es lo que ha sido hecho” (mensual “Jesús”, noviembre de 1984, pág. 72).
Se impuso una nueva visión del mundo y de sus elementos en nombre de esta asimilación: una visión fundamentalmente positiva, que decretó no sólo un nuevo rito litúrgico sino también un nuevo modo de presencia de la Iglesia en el mundo, mucho más horizontal, más presente ante los problemas y humanos que sobrenaturales y eternos.
Contemporáneamente se transformaba la relación con las otras religiones. Desde el Vaticano II, Roma evita todo juicio negativo o depreciador de las otras religiones. Por ejemplo, la denominación clásica de “religiones falsas” desapareció completamente del vocabulario eclesiástico. También han desaparecido los términos “herejes” y “cismáticos”, que calificaban las religiones más cercanas a la religión católica; son eventualmente utilizados -sobre todo el de “cismáticos”- con referencia a nosotros. Y lo mismo sucede con la voz “excomunión”. El nuevo enfoque se califica como ecumenismo, y contrariamente a lo que todos creían, no se trata de un retorno a la unidad católica sino de la creación de un tipo de unidad que ya no requiere la conversión.
Respecto a las confesiones cristianas se estableció una nueva perspectiva, y ella es tanto más clara en relación a los ortodoxos: en el acuerdo de Balamand, la Iglesia Católica se compromete oficialmente a no convertir a los ortodoxos y a colaborar con ellos. El dogma “fuera de la Iglesia no hay salvación” al que alude el documento “Dominus Iesus” fue objeto de una necesaria reinterpretación a la luz de la nueva visión de las cosas: no pudo mantenerse este dogma sin expandir los límites de la Iglesia, lo cual tuvo lugar con la nueva definición de la Iglesia dada en “Lumen Gentium”. La Iglesia de Cristo ya no es la Iglesia Católica; ésta subsiste en aquélla. Podrá decirse que una subsiste en la otra; sin embargo, se alega también una acción del Espíritu Santo y de esta “Iglesia de Cristo” fuera de la Iglesia Católica… Las otras religiones no están destituidas de elementos de salvación… Las “iglesias ortodoxas” se convierten en verdaderas iglesias particulares sobre las cuales se edifica la “Iglesia de Cristo”.
Estas nuevas perspectivas han revolucionado evidentemente las relaciones con las demás religiones. No se puede hablar de un cambio superficial; es claramente una nueva y profunda alteración que se pretende imponer a la Iglesia de nuestro Señor Jesucristo, y lo que permitió que Juan Pablo II haya podido hablar de una “nueva eclesiología”, reconociendo un cambio esencial en esta esfera de la teología que se refiere a la Iglesia. No entendemos en modo alguno -según podría pretenderse- que esta nueva comprensión de la Iglesia estaría aún en armonía con la definición tradicional de la Iglesia: es nueva, es radicalmente otra, y obliga al católico a un comportamiento totalmente diferente con los herejes y cismáticos que, desgraciadamente, han abandonado la Iglesia y traicionado la fe de su bautismo. En lo sucesivo ya no son “hermanos separados” sino hermanos que “no están en plena comunión”… y están “profundamente unidos” a nosotros por el bautismo en Cristo, y gracias a una unión indestructible… El último documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el subsistit in es muy esclarecedor a este propósito. Afirmando netamente que la Iglesia no puede enseñar novedades confirma la novedad introducida durante el Concilio…
Otro tanto sucede en la evangelización: se afirma en principio el sagrado deber de todo cristiano de responder al llamado de Nuestro Señor Jesucristo, “Id por el mundo, predicad el evangelio a toda creatura. Aquel que crea y se bautice, se salvará; el que no crea, se condenará” (San Marcos, 16, 15-16). Pero acto seguido se afirma que esta evangelización no concierne sino a los paganos, y por ende, no apunta ni a los cristianos ni a los judíos… Recientemente, a propósito de la controversia acerca de la nueva oración por los judíos, los Cardenales Kasper y Bertone señalaron que la Iglesia no los convertiría.
Agreguemos a todo ello las declaraciones papales en punto a la libertad religiosa; podemos concluir claramente que el combate de la fe no ha cambiado en nada en los últimos años. El Motu Proprio, que importaba una esperanza de cambio en el buen sentido a nivel litúrgico, no es acompañado de las medidas lógicamente correlativas en otros campos de la vida de la Iglesia. Todos los cambios introducidos durante el Concilio y en las reformas post-conciliares, los cuales denunciamos porque la Iglesia los ha condenado ya precisamente, son confirmados; aunque con esta diferencia: de ahora en más se afirma al mismo tiempo que la Iglesia no cambia… lo que implica decir que estos cambios se situarían perfectamente en la línea de la Tradición católica.
El enredo a nivel de las palabras unido a la afirmación de que la Iglesia debe permanecer fiel a su Tradición pueden confundir a más de uno. Pero mientras los hechos no corroboren las afirmaciones hechas, hay que concluir que nada ha cambiado en la voluntad de Roma en cuanto a proseguir con las orientaciones conciliares, sea lo que fuese de los cuarenta años de crisis, de conventos despoblados, de iglesias abandonadas, de templos vacíos. Las universidades católicas persisten en sus divagaciones, la enseñanza del catecismo sigue siendo algo desconocido, al tiempo que la escuela católica ya no existe como específicamente católica: se ha convertido en una especie extinguida…
He aquí por qué la Fraternidad San Pío X no puede “firmar un acuerdo”. Nos alegramos francamente de la voluntad papal de reintroducir el antiguo y venerable rito de la Santa Misa, pero observa también la resistencia -feroz en ocasiones- de episcopados enteros. Sin desesperar, sin impaciencia, comprobamos que el momento de un acuerdo no ha llegado. Esto no nos impide seguir esperando, continuar con el camino fijado desde el año 2000. Seguimos pidiendo al Santo Padre la anulación del decreto de excomunión de 1988, persuadidos como estamos que hará un grandísimo bien a la Iglesia; los alentamos a rezar para que se produzca. Con todo, sería muy imprudente y precipitado embarcarse precipitadamente en la concreción de un acuerdo práctico que no se fundaría sobre los principios fundamentales de la Iglesia, especialmente sobre la fe.
La nueva cruzada del Rosario a la cual los llamamos para que la Iglesia vuelva a encontrar y retomar su Tradición bimilenaria exige también algunas precisiones. La concebimos de esta manera: que cada uno se comprometa a rezar el rosario a una hora bastante precisa del día. Teniendo presente el número de fieles y su distribución en el mundo entero, podemos estar seguros de que a todas las horas del día y de la noche habrán voces orantes y vigilantes, voces que desean el triunfo de su celestial Madre, el advenimiento del reino de Nuestro Señor “así en la tierra como en los cielos”.
+ Bernard Fellay.
Menzingen, 14 de abril de 2008
Tomado de Radio Cristiandad