Eslabones todos de una misma cadena.
Hace mucho tiempo, algo tuve que ver con un tipo del NKVD. Nada grave, entiéndase, pues nuestra relación se redujo a lo siguiente: le mostré mi pase, lo examinó, me miró, volvió a examinarlo y, tras haberme escudriñado cuidadosamente de arriba abajo, me ladró con notable indignación: “¡Projoditie!”, o sea: “¡Adelante!”.
Como extranjero residente temporario en la URSS, mi situación era indudablemente regular, desde el punto de vista soviético por supuesto. Pues, desde el mío, aunque se debiera a un desempeño profesional, no por ello me resultaba placentera porque la vida en Moscú se me tornaba día tras día más insufrible. Esa era la época de las Grandes Purgas; y se sabía ya que los rusos, no sólo los viejos bolcheviques enjaulados por Stalin y enviados al matadero por Vishinskiy, sino sobre todo decenas de miles pobres inocentes sufrían pasión y muerte en manos de dicho NKVD. En ciertos límites, yo tenía derecho a circular y, con sólo mostrar mi pase oficial, se me entreabrían las puertas de la Oficina de Prensa Extranjera y, a veces, las del Comisariado de Asuntos Exteriores, en mi condición de corresponsal “admitido” bajo control. Sin embargo, al chekista de marras, uniformado, armado hasta los dientes, con pistola a la vista y, de seguro con una bomba en cada bolsillo, le resultaba visiblemente inadmisible que un capitalista –yo tenía entonces veintisiete años- caminase tranquilo por las calles de la capital del paraíso proletario y se atreviese a entrar con tanto desparpajo en una repartición estatal cuya entrada él estaba encargado de filtrar.
No es que se extrañara por la circunstancia de que un extranjero, espía fascista obviamente, viviese por propia elección en un país cuyos indígenas solamente ansiaban emigrar en masa. No, simplemente me odiaba por no poder encerrarme en algún calabozo de su universo carcelario, aunque sólo fuera durante cuatro o cinco horas. Leí en sus ojos que, para compensarse por esta imposibilidad, lo único que hubiera deseado en aquel momento era golpearme por cualquier pretexto. Y me odiaba todavía más porque sabía que no podía hacerme nada, ni siquiera una cosa tan sencilla y corriente para él, cada vez que se topaba con un rusa del montón, como darme un puntapié o un puñetazo. La suya era una mirada de reptil, de esos reptiles aterradores que, hasta la fecha, para mí, no habían existido más que en las novelas de Salgari, y con esto digo poco. Pues, aún cuantos años hayan transcurrido y Salgari únicamente me cause recuerdos felices, sigo sintiendo escalofríos cuando evoco esa mirada. Y, entonces, tuve ganas de matarlo.
Ese chekista era un matón por oficio y por vocación, un cazador de presas humanas, amaestrado para esa tarea, y que recibía una prima, además de su sueldo habitual, por cada cabeza entregada por él al verdugo. Un ser indigno de existir. Por tanto tiempo que yo haya vivido desde entonces y por lo poco que me quede, este rostro está impreso en mi alma de modo imborrable, con toda su humanidad calculada. Nunca podré olvidar sus ojos helados y grisáceos, opacos, de coleccionista de carne fresca y desesperada.
Lo odié de inmediato –odio por odio- y, a los cuarenta años, sigo odiándolo como entonces, y quizás más a consecuencia de todo lo que he ido aprendiendo luego acerca de las hazañas de sus cofrades. Puedo jurar que él es el único ser viviente –hombre o animal- al que he odiado jamás. Y vaya que sobran los mastines que me han perseguido cruelmente. Pero, a éstos, algo humano les quedaba. A él, nada. Era una bestia que pertenecía, por todas las fibras de su ser, al reino infernal. Lo único que lamento es no haber tenido la inconciencia, o el valor, de demolerlo allí mismo, a hachazos, pues, en la pared, frente a mí, colgaba uno de esos utensilios para caso de incendio.
Cierto es que él no era más que el engranaje minúsculo de una máquina poderosa y bien aceitada, pero, sin este engranaje en estado óptimo de funcionamiento, la máquina quizá se hubiese detenido, aunque más no fuere durante un segundo, tiempo suficiente en la Unión Soviética para que se salvaran algunos seres que tenían que vivir, y a los que mi falta de coraje, el sentido de mi impotencia concurrieron a destruir. Pues, trátese del engranaje más mimio o del eje central, la máquina es la que debe ser aniquilada y siempre hay que empezar por algo, por lo que venga en la primera oportunidad porque, en realidad, no hay pieza más importante que otra. En ese conjunto de criminales, todos dependen unos de otros, y no existe diferencia entre quienes matan y quien manda a matar porque, allá, la promoción depende únicamente del rendimiento “en el servicio de la Causa”.
“No cabe la menor duda -escribe Ernst Jünger- de que existen individuos a los que se debe tener por responsables de la sangre de millones de seres. Y estos individuos son ávidos de sangre derramada, como los tigres. Independientemente de sus bajos instintos, hay en ellos una voluntad satánica, un goce frío de ver perecer a los hombres, y quizá aún a la humanidad. Parecen presa de un profundo sufrimiento, de un despecho rugiente, cuando sospechan que una fuerza cualquiera podrá impedirles devorar a tantos seres como su avidez reclama. Así, se los ve alentar igualmente la matanza en casos en que parecía que por ello va en contra de su propia seguridad (…) Stavróguin. Su asco por el poder; ningún poder lo tienta en un estado de cosas corrompido. En el polo opuesto, Stepan (Piotr) Stepanovich, que comprende muy bien que es en estas circunstancias que el poder se le tornará asequible. Paralelamente, el hombre de corazón vil se alegra al ver reducida a la deshonra a la mujer soberbia a la que desea, pues éste es el único medio para él de tenerla a su merced. Esto aparece también muy claramente, post factum, en el régimen político. Se notará, bajo el reinado de la canalla, que ésta lleva el ejercicio de la infamia mucho más allá de lo necesario, a lo opuesto mismo de las reglas de toda política. Se celebra la infamia como una misa, porque revela en su trasfondo el misterio del poder abyecto…” (1). En semejante rito infernal, todos son “sacerdotes-sacrificadores”, diría yo.
Con Jünger, que pensaba en Hitler y sus secuaces más encumbrados, nos encontramos bastante lejos, aparentemente, de mi chekista anónimo. Aparentemente…
Esto del “chekismo” y del “gestapismo” c’est la meme chose, siendo el primero matriz ejemplar del segundo y distinto tan solo por causas cronológicas, -en ningún caso por desniveles psicopáticos- es un fenómeno que no ha dejado de atormentarme desde hace más de cuarenta años. Hé reflexionado mucho acerca de él, y cada vez más ansiosamente a medida que recibía mayor información a su respecto. Y no he logrado descubrirle motivaciones claramente aprehensibles en el plano racional. Sin embargo, debe de haber una explicación lógica, y de seguro que la hay. Por mi parte, y no soy el único ni el primero en pensarlo, la veo en el asalto perpetuo del Mal contra el Bien, pero no alcanzo a expresarla en términos precisos. Aquí, la sociología y la psicología, aún la psicología profunda, no sirven de nada con sus ecuaciones presuntuosamente científicas, y la historia misma poco nos ayuda.
La explicación anida en lo que algunos llaman metahistoria. La cual metahistoria nos lleva forzosamente a la aceptación de la presencia de Lucifer en el mundo y de su imperio por expansión a partir del pecado original. Aquí, por consiguiente, habría que dejar la palabra a los teólogos. Con todo, y desgraciadamente, esta palabra poco es lo que aclara, salvo para el creyente; el cual, a la par que se convence, no logra salir de su desconsuelo.
No porque desconfíe de la teología, o no encuentre en sus lecciones instrumentos eficaces de defensa espiritual para sí mismo. Sino porque lo constriñe a comprobar más agudamente aún la potencia y la efectividad de la acción del Mal en el mundo –la crueldad helada de los guerrilleros concurre a confirmarlo- y porque no lo ayuda a encontrar los medios capaces de combatirlas con seguridad más allá de sí mismo. Pues, a partir de un cierto momento, tiene que admitir que la salvación de los demás es tan necesaria como la propia y que, para ello, es indispensable una reforma general de los espíritus, una re-creación del hombre cristiano. Y ésta no se obtendrá con atenerse a los medios –legítimos por cierto, pero insuficientes- de represión y de vigilancia. La reforma del Estado es improrrogable, nadie lo duda, pero tanto como ella lo es la reconstrucción de la sociedad a partir del hombre aprehendido como portador de un alma inmortal. Mas ¿por dónde empezar y cómo?.
Quizá la clave –una clave- esté en lo que Jünger dice de Piotr Stepanovich Verjovenskiy, el que actúa “viniendo desde abajo”.
Allí, en efecto, para Dostoievskiy, estaba el núcleo del problema. “Desde abajo”, el hombre de sangre necesita del “Príncipe Ivan” que lo acepte y lo cubra “desde arriba”, y la dominación del que está arriba necesita para cumplirse que, “desde abajo”, se lo empuje y arrastre, despertándole y obligándolo a someterse a su propia sed de poder. Dostoievskiy se fundaba en hechos reales, cuya solución por vía judicial, intuía, sólo era postergación del problema central pues, por debajo de ésta postergación, percibía la presencia de un inmenso nido de víboras a la espera de otra oportunidad, es decir, de la existencia del que, “desde arriba”, no se negaría este vez a abrir las compuertas a la sed de sangre de los “de abajo” (1).
(1) Los Demonios fueron publicados en 1871-1872 en la revista Russkiy Viestmik, en la lanzada de los hechos horripilantes por la conspiración de Necháiev y de su “Sociedad del Hacha”.
Así pues, en el comienzo, al de abajo le falló el de arriba que se negó a cumplir la función que el otro le exigía de él, porque no creía en nada, ni siquiera en sí mismo pues, a fuerza de despreciar a los demás hombres, acabó anulándose hasta ahorcarse como para mostrar más cumplidamente se desprecio de la humanidad, su esclavo-maestro Verjovenskiy incluido.
Dotado de todos los dones del cuerpo y del intelecto, no había sido el agente pasivo del Mal y, tras haber corrompido todo lo que se le había acercado, se había destruido en un acto supremo de desafío, tanto al Maligno como a Dios, para dejar a sus secuaces librados a sus propios demonios. Que tal era su misión que, entonces, Lucifer le había asignado como primera etapa de su voluntad de conquista de la tierra y del alma rusa.
Con el tiempo -y Dostoievskiy lo entendió-, surgiría el “de arriba” que supiera contestar al llamado de los “de abajo”. Aquí es donde alcanzamos el fondo del problema, que explica el caso de mi chekista de 1937 y de todos los chekistas actuantes en el mundo desde bastante antes del golpe Bolchevique más, desde entonces, con entera lucidez y completa sumisión a la voluntad satánica. En efecto, el ciclo se ha cumplido. Los de arriba y los de abajo están firmemente atados unos a otros y forman un círculo en el que encierran, para matarlas si no aceptan dejarse esclavizar, a cantidades siempre mayores de seres humanos entregados, sin defensa, a su sed de dominación y de sangre.
Continuará
Alberto Falcionelli