El Chekista y las víboras de nuestra vida. Parte III

Enviado por Esteban Falcionelli en Jue, 18/12/2008 - 9:11pm

Eslabones todos de una misma cadena

MAO TSÉ TUNG:

Pero aquí está, estaba, si se prefiere, Mao Tsë Tung, “gran poeta”, además de grande, en todas sus actividades humanas, incluidas la gimnasia y la natación, siendo la primera su preocupación juvenil, y la segunda la hazaña de su senectud.

Con ese “gran poeta”, el último, cronológicamente, en nuestro elenco de superchekistas, nos entenderemos un poco más. Pues, por estar más cerca de nosotros –en el tiempo, entendámonos- los retrata bastante claramente a todos.

Arthur Waley, uno de los escasos sinólogos serios que se pasean todavía libremente por este valle de abrojos llamado “mundo libre”, define la poesía de Mao como “menos mala que la pintura de Hitler, más no tan buena como la de Churchill”. Esta es una definición que solamente un inglés es capaz de extender, como si el asunto no le importara, con esa ferocidad demoledora que se disimula tras el velo de la apacible conversación entre clubmen.

Poeta fracasado, por consiguiente, como el hermano Robespierre, estudiante perezoso y frustrado como Stalin e Hitler, pero político tan triunfalista como Lenin, que murió en su cama como este, y como Napoleón que también tuvo esta suerte, pero lejos de casa…

Hay entre todos estos hombres de sangre un punto de partida común, una frustración intelectual o estética que los impulsa a levantarse contra su sociedad y contra la misma humanidad.

A propósito de intelectuales frustrados, la buena de Erica Jong escribe lo siguiente: “No hay nada más feroz que un artista fracasado. Su energía siempre está presente, pero como no encuentra exutorio estalla en un gran pedo negro de rabia que ahuma todas las ventanas interiores del alma”. Como se ve, al avanzar en años, estas solteras no cuidan mayormente su lenguaje, aún cuando se hayan ilustrado como escritoras de calidad. Y por algo será…

Más cuidadoso –la vieille politesse française-, mi maestro Jaques Bainville, bastante antes de la última guerra y fuera de toda referencia a Mao Tsë- tun, había escrito algo análogo, que cito de memoria por no tener el texto a mano: “Si usted se topa con un artista frustrado, con un autor teatral silbado, con un novelista sin lectores, huya de él como de la peste. Es capaz de todo. Si logra meterse en política, este ser despechado considera el poder como un medio para vengarse de los hombres que no quisieron entender su genialidad”.

Que este tipo de individuos sea capaz de todo, téngalo por seguro. En menos de tres años y con medios técnicos limitados, Robespierre se apuntó de dos a tres millones de cadáveres; Napoleón, de siete a ocho, y me quedo corto, porque quedan unos cuantos millones de muertos sin sepultura; entre Lenin y Stalin, no estamos lejos de los cien; y un cálculo “optimista” realizado por especialistas serios de la ciencia demográfica, atribuye a Mao algo así como doscientos millones de chinos devueltos de mala manera al seno de Confucio entre 1946 y 1976: 3 + 8 + 100 + 200: 311 millones, entre 1783 y 1976. No está del todo mal, que digamos. Y faltan los muertos de las dos guerras mundiales, y de las guerritas, coloniales o no, llevadas a cabo mientras tanto, esto es, de 1815 en adelante. Sumando y restando, nos acercamos a los 450 millones. La cosa sigue no estando del todo mal, Admítanlo, para reducir el impacto de la explosión demográfica. ¡Y pensar que si hubieran logrado vender sus versos, sus tratados, sus novelas juveniles, no figurarían siquiera en la más acogedora de las enciclopedias literarias!

Ahora bien ¿quién era Mao, en realidad?

Según Edgar Snow, el intransitable hagiógrafo de Red Star over China, que no sabía una palabra de chino, Mao se le definió a sí mismo en una frase lapidaria, que el intérprete –comunista chino- tradujo del modo siguiente: “Soy un monje solitario que camina bajo la lluvia con un paraguas agujereado”. El intérprete, como era su función, edulcoró los dichos del Maestro que no siempre eran para uso externo. Pues bien, según aclara el sinólogo francés Simón Leys, por homofonía wu-fa wu-t´en no significa “monje con un paraguas”, sino: “no tengo ni fe ni ley”. El idioma chino presta a semejantes juegos de palabras, en francés, se llaman “contrèpeteries”, expresión que, en castellano, se rinde aproximadamente, si queremos ser más educados que la Srta. Jong, por retruécano.

Este confesarse “sin fe ni ley” ante un admirador babeante como fue el pobre Edgar Snow, al que Mao utilizaba como agente de propaganda en Occidente, es marca de cinismo mayor, y no es señal de hipocresía menor que se le substituya una versión deliberadamente falseada.

Se lo confirma con lo que dijo del mismo Mao la norteamericana Agnes Smedley, periodista y miembro altamente colocado del espionaje soviético de Extremo Oriente –fue la primera instructora de Sorge en la práctica del oficio-, que supo perforar el bloqueo nacionalista para llegar a Yenan en 1942, y ella sí que sabía chino y a la perfección: “…sus manos eran largas y sensibles como las de una mujer (…) Fuera lo que fuere bajo otros aspectos, era seguramente un esteta. De hecho, había en el algo feminoide que provocó mi repulsión. Me sentí invadida por una hostilidad instintiva, y tuve que esforzarme tanto para dominarla que apenas logré entender una palabra de lo que siguió (…) Posteriormente, mese de preciosa amistad vinieron a la vez a confirmar y a contradecir esta impresión de impenetrabilidad. El elemento siniestro que había percibido tan fuertemente en él la primera vez, resultó ser una forma de aislamiento espiritual (…) Nada tenía de la humildad de un Chu Teh. Y, a pesar de su carácter femenino, era testarudo como una mula y presa de un orgullo y una determinación tan inflexible como una barra de acero…”. Y Agnes Smedley no extendió estas impresiones tras una ruptura con Mao. Por el contrario, hasta su muerte, siguió permanentemente fiel a su ideología y admiradora ferviente de la Revolución China y de sus “logros”. Pues tales son los gajes del oficio toda vez que se ha pasado a revistar en los Organismos. La “necesidad” revolucionaria disuelve la conciencia moral al hacer aparecer por enteramente normales las situaciones más antinaturales.

Volvamos ahora a Simon Leys en su apreciación, si se quiere, espiritual del poder maoísta: “cosa extraña en un conductor de hombres de semejante envergadura, Mao era por naturaleza desprovisto de ese magnetismo que levanta las muchedumbres. Orador mediocre, tenía una voz atiplada y hablaba con entonación monótona, y su acento huanés muy pronunciado del que nunca logró deshacerse no concurría en absoluto a mejorar las cosas (…) Una propaganda sabiamente orquestada logró imponer su imagen al pueblo bajo los rasgos de un dios solar. Una tradición imperial de mas de dos mil años había creado en la conciencia colectiva la necesidad constante de una figura rectora única, suprema y casi mística; el frágil y breve intermedio republicano no puede engendrar una fórmula convincente de recambio.

“Y también Mao, con su sagacidad, comprendió todo el provecho que podía sacar del manipuleo de esa antigua herencia. Que él mismo haya sido el instigador de su propio culto no puede ponerse en duda; justificó cínicamente su necesidad al hacer notar a Edgar Snow: Jrushchov no quiso un culto de su personalidad: ¡Vea usted como ha terminado!”.

En efecto. Pero, con o sin culto de la personalidad, y hablando en términos relativos ¿son menos despoblados los cementerios de Jrushchov y de Brezhnev, que los de Mao Tsë-tung, menos numerosos sus campamentos de trabajos forzados, menos crueles sus métodos de condicionamiento? No lo creo; ni nadie lo cree seriamente, aún el lacrimógeno clan pro-progresista. Lean La tentation totalitaire, de Jean François Revel, y lo entenderán.

LOS FRUSTRADOS EN OCCIDENTE:

Trátase de Robespierre y de Napoleón, de Lenin, de Hitler y de Mao, todos artistas, estetas o escritores frustrados en su vocación juvenil, completamente valederas son estas líneas que Ernst Jünger escribió, tras haber escuchado en la radio un discurso de Hitler: “Ha aprendido algo, escuchándolo hablar así durante dos horas corridas, pues expresaba con toda evidencia el monstruoso poder del nihilismo. Esos hombres no entienden más que una melodía, pero singularmente insistente. Son como máquinas de hierro que prosiguen su camino hasta que se las despedace.

“Es curioso oír a semejantes espíritus cuando hablan de la ciencia, de la biología, por ejemplo. Utilizan todo eso como hubieran hecho hombres de la edad de piedra: para ellos es solamente un medio para matar a los demás.

“La alegría de esos individuos, hoy, no se debe al hecho de que tienen una idea. Ideas tenían ya muchas. Lo que desean con ardor es ocupar bastiones desde los que puedan dispara sobre grandes masa de hombres y sembrar el terror. Cuando lo logran, suspenden todo trabajo cerebral, cualesquiera hayan sido sus teorías en el curso de su ascensión. Se entregan entonces al gusto e matar; y era ello, ese instinto de la matanza en masa, lo que, desde el comienzo, los empujaba hacia delante, de modo tenebroso y confuso.

“En las épocas en las que se podía someter aún a la creencia a la prueba, semejantes naturalezas se identifican pronto. Hoy en día, van adelante bajo el capuchón de las ideas. En cuanto a éstas son lo que se quiera. Para comprobarlo basta ver cómo tiran esos harapos apenas han alcanzado su objetivo…”.

Antes de llegar al caso de los artistas frustrados pasados a estadistas en Europa y en América -pongámonos de acuerdo: de aquellos que con métodos más subrepticios pero con idéntica decisión, han logrado destruir los fundamentos tradicionales de nuestras sociedades-, señalemos que este caso suyo no es más complicado que el de los anteriores. Seguramente, sería absurdo acusarlos de crueldad, cuando menos de crueldad deliberada y planificada desde el comienzo de su acción política, como la del abogado de Arras o del artillero Ajaccio (9). Tampoco los identificaremos con Lenin, Hitler y Mao Tsë-tung. Estos tienen en común una clara vocación por el genocidio como factor principal de su temperamento psicológico, que la frustración intelectual libera, y causas subsidiarias más no por ello menos determinantes. Robespierre era impotente; Fabre d´ Eglantine, sex maniac; Saint-Just, homosexual; Napoleón, troglodita del sentimiento, se empeñaba en la conquista de mujeres, que lo traicionaban de inmediato en razón de su frialdad impermeable, si no queremos entrar en detalles fisiológicos; en cuanto a Lenin, esta comprobado que contrajo una “enfermedad especifica” antes de cumplir los 20 años, lo que acabó por causarle lo que los especialistas llaman “gomas de cerebro” que lo llevaron al mausoleo a los 54 años, después de tres años de licuefacción. El tipo feminoide de Mao puede explicar muchas cosas -aún sus cuatro matrimonios- en la filigrana de su crueldad nunca desmentida. De la vida amatoria de Hitler, se ha dicho y escrito mucho sin que nada resulte debidamente comprobado, aún en lo que hace a su relación con Eva Braun (Ultísima revelación: un periodista español descubrió que hubo proyecto de matrimonio entre la Srta. Pilar Primo de Rivera e Hitler, lo que no pudo realizarse porque, a consecuencia de una herida de guerra, el Führer era impotente. Con solo recordar que la hermana de José Antonio es católica ferviente, se comprobará el alcance del infundio. El hallazgo es de 1976).

Sin preocuparnos ya tanto por estas exploraciones dignas del finado Dr. Magnus Hirshfeld, podemos sostener –en la óptica del creyente, claro está- que todos, cuando empezaron en él, acabaron en el satanismo más feroz. Marx se había limitado a sentenciar que la “religión es el opio del pueblo”, formula demasiado inocua, en verdad, para conmover al hombre de fe y aún para despertar el interés del agnóstico para el que el problema religioso es indiferente. Pero Lenin, tras haber proclamado que “la religión es un fenómeno más nauseabundo que la relación sexual con in cadáver”, lo que revela una mente espantosamente sucia, dictaminó a su vez: “De suponer que Dios existe, eso sería para los comunistas un motivo suplementario para combatirlo” (no para negarlo, para combatirlo, lo cual es el reconocimiento tácito de su existencia). Martirizó, pues, a sangre y fuego la Iglesia Ortodoxa y, al pasar, a los budistas y a los musulmanes. Stalin siguió en la lanzada mas descubrió pronto que resultaba más conducente esclavizarla. Jrushchov y Brezhnev han seguido sometiéndola a su antojo y persiguiendo a los creyentes, por el momento com “enfermos mentales”. Hitler no pronunciaba un discurso sin referirse a la Providencia, pero redujo a la servidumbre ideológica grandes sectores de la iglesia luterana y, entre sus varias “soluciones finales”, figuraba la eliminación física de la Iglesia Católica y de sus ministros. Satanismo al estado puro, y no es indispensable ir a Misa para entenderlo.

Los intelectuales frustrados de occidente a los que limitaremos nuestro análisis se llaman Thomas Woodrow Wilson, Winston Churchill y Charles De Gaulle, y sus pensamientos y sus actos no nos alejan más que de modo indirecto del chekista del que hablaba al empezar.

A primera vista, son bastante distintos unos de otros, pero podemos preguntarnos si esta diferencia es tan real como parece cuando nos enfrentamos con las consecuencias prácticas de sus actos políticos y nos preguntaremos también cuál es la diferencia, que no sea de forma, existente entre su propósito y el de Lenin y de Stalin. La crueldad -sea directa y proclamada como en éstos, disimulada e hipócrita como en aquéllos, constante en los segundos, reducida a sus términos bélicos en los primeros- siempre es diabólica por su impacto en las almas de sus víctimas. Pues, sea cual fuere su camino, finalmente llega allí donde Lucifer espera: un mundo vaciado de aquellos que, de una u otra manera, ponen su esperanza en el reino de Dios aún cuando sea trastabillando en las tinieblas en busca de la luz. Pues si el cristiano y el hebreo tienen esta certidumbre, el pagano y el increyente son páginas en blanco para que Dios inscriba en a ellas Su Verdad, tarde o temprano. Volvamos, pues, a nuestros personajes consulares…

Continuará

Alberto Falcionelli