El Hombre como Misterio

Enviado por Esteban Falcionelli en Vie, 19/12/2008 - 5:10pm
Observa san Agustín (conocedor, si los hay, de la naturaleza humana) que “no hay conocimiento verdadero que no sea al mismo tiempo amor, no hay amor humano que no sea también conocer”, extraordinario pensamiento que se condensa en la brillante fórmula del “res tantum cognoscitur, quantum diligitur” que podría entenderse en el sentido de que las cosas son tanto más amadas cuanto mejor conocidas y, naturalmente, más conocidas cuanto mejor amadas.

El amor es, por lo tanto, el nervio del conocimiento y todo conocimiento desligado de él no es sino una mera abstracción sin vida y sin calor y, por eso, añade el santo doctor que “mi peso es mi amor, por él soy llevado a donde quiera soy llevado”, o bien en la significativa síntesis latina: “dilectio dulce verbum sed dulcius factum” o, como dijo, un poeta local refiriéndose a Teresa de Jesús: “una mujer, la única que tiene / (sin hablar de María Inmaculada) / el peso del amor que la sostiene”.

El amor no es, sin embargo, pura “visión mental” sino vida de la mente y del hombre en su integridad; vida iluminada por y en la verdad y verdad vitalizada.

El torbellino de las pasiones humilla al hombre pero le da la conciencia de su propia miseria. La verdad está como dividida: por un lado, quiero aquello que querría no querer y, por el otro y al mismo tiempo, quiero lo que no llego a querer eficazmente; conflicto éste que paraliza a la libertad y del cual ésta se libra cuando alcanza su sometimiento amoroso a la misma verdad.

En el hombre histórico caído existe una pendiente que no es otra cosa que su inclinación al pecado, fruto inmediato del pecado de origen cometido por Adán. De ahí la necesidad insustituible de la gracia, es decir, de los auxilios sobrenaturales y meritorios que, al santificar al hombre, le permiten alcanzar su verdadera plenitud.

Todo esto se puede contemplar en la intuición fundamental de Pascal: “el ser humano existe en la nobleza y en la miseria, en la perseverancia y en el abandono”, esto es, la “grandeza” y la “miseria” no sólo se mezclan y se turban mutuamente, sino que se condicionan también recíprocamente. Como señala asimismo Pascal: “el hombre no es otra cosa que un sujeto lleno de error, natural e indeterminable sin la gracia. Nada le enseña la verdad. Todo lo engaña”. Este texto parecería luterano sino lo integráramos a la gigantesca visión del hombre pecador y redimido que se forja un agustiniense confeso como es Pascal y así dirá: “la grandeza del hombre es grande porque se sabe miserable; un árbol no conoce su miseria”, son las miserias “d´un roí dépossédé” (un rey destronado).

Hay en el hombre una duplicidad que ya sorprendió a los antiguos quienes juzgaron como muy significativo que el hombre fuera incapaz de tales y tan repentinas variedades entre una presunción desmedida y un abatimiento horrible del corazón, como bien nota en todo este análisis Romano Guardini. El hombre es, según Agustín y Pascal, “al mismo tiempo grande y mezquino, fuerte y miserable”.

Se sigue de aquí el tremendo dilema de la natura humana: elevarse sobre sí (con el auxilio de Dios, es decir, la gracia) o caer por debajo de sí (pecado). Sólo así se puede entender aquello de que “nuestras oraciones y nuestras virtudes son abominables ante Dios si no son las oraciones y las virtudes de Jesucristo. Y nuestros pecados jamás serán el objeto de la misericordia, sino de la justicia de Dios, si no se han convertido en los de Jesucristo” y por ello “sólo podemos conocer bien a Dios si conocemos nuestras iniquidades”.

El hombre de hoy que se juzga libre de toda culpa y aún inmaculado no puede, por ende, en este contexto agustiniano (que en definitiva es paulino) llegar a Dios.

San Agustín destaca la singularidad irreductible e indestructible de cada alma espiritual ya que el hombre se eleva o se pierde como persona individual. La verdadera ascesis es del hombre total: elevación de su alma toda y de su cuerpo todo o, como se dice en el “De Trinitate”, “in anima excellit”, esto es, el alma (mens) alcanza su preeminencia por medio del conocimiento (“intelligentia praeminet”).

San Agustín ha notado en la tripartición que del alma humana efectúa (memoria, inteligencia, voluntad) una “analogia trinitatis” que la escolástica franciscana ha recogido, aunque esto no le lleve a sostener una idea actualmente de moda que pretende mirar a la Trinidad como una imagen de la familia.

El hombre sobrevive como misterio y sólo conocemos, según acertadamente señala san Pablo, como “en un enigma y como en un espejo confusamente”, a la espera de “conocer como soy conocido” (I Cor. 13,12). El hombre es una unidad o síntesis: “cuerpo de su alma y alma de su cuerpo” y el hombre integral (“totus homo”) es espíritu (pneuma), alma (anima) y cuerpo (soma), esto es, una unidad sustancial (bien que Agustín no emplee esta formula escolástica).

Asimismo, advierte Michel F. Schiacca que, con base en Platón, san Agustín funda una “metafísica propia” en la cual, y por la contemplación plena del hombre, la “sensación” aparece como un acto interior (y no el puro sensismo del craso empirismo inglés) y la “corporeidad” emerge como una forma de espiritualidad (ya que el alma no es un gajo desconectado de todo lo real) y, a raíz de ello, “el cuerpo resulta expresión sensible de nuestra espiritualidad, imagen visible de la vida interior”. En “Religión y revelación” Romano Guardini considera con absoluta razón que “toda religiosidad –incluso la cristiana- se vuelve falsa tan pronto como pierde sus relaciones con el cuerpo y el mundo”.

En san Agustín, tal como en el bávaro Theodor Haecker (s. XX), se impone la triada: entender, sentir, querer. Es el hombre integral (ya se dijo: el “totus homo”) el que conoce, quiere y siente y, por lo tanto, ama. Su singularidad irreductible se expresa en la fórmula: “esta alma en este cuerpo” y la plenitud radica no en vivir el hombre en el tiempo sino “en hacer vivir el tiempo en él”, ya que (añade Guardini) “a través de mil caídas renueva la elección y el empeño de la fidelidad”.

Ya en “El fin de los tiempos modernos” había resaltado que cada ser humano es único, irremplazable, irrepresentable e inalienable, aspectos todos que marcan su origen e insustituible destino trascendente, pero también la necesidad imperiosa de actualizar, ya en este mundo, sus infinitas e intransferibles potencias (lo que nuestra, sólo en este plano, la condición aberrante de los abortos colectivos de nuestro generoso tiempo).

El alma humana es creada “animas carnem”, vale decir, que forma al cuerpo en cuanto este concreto cuerpo humano y esta tendencia natural hace que el estado de separación sea violento y, por ello mismo, la felicidad no será completa (aún en la bienaventuranza) sino con el estado de resurrección que predica el cristianismo (I Cor. 6, 14). Para el franciscanismo medieval a través del cuerpo humano se redime el cuerpo cósmico.

El núcleo cristiano radical es la encarnación del alma en su cuerpo, extremo principal del misterio humano según el mismo Pascal: “el hombre no puede concebir cómo un cuerpo puede estar unido con un espíritu; en ello residen sus mayores dificultades y, no obstante, es su propio ser”.

El hombre no puede mirar su propio misterio sino a la luz del misterio trinitario de Dios y a Dios no puede llegar sino por la Encarnación del Verbo que es el prototipo y el paradigma, como acaba de decirnos Pascal, de su propio ser, ya que Cristo-Hombre es el Primogénito de toda creatura (Col. 1, 15).

Aquello que los hombres de hoy no pueden entender (y, por ello, nuestra época no es tan sólo de decadencia espiritual sino, principalmente, de verdadero desprecio del cuerpo, por paradójico que pueda parecer) lo intuyeron los grandes artistas. Así, v.g., Michelangelo según el expresivo comentario de G. Papini “es preciso recordar que para un apasionado plástico como Buonaroti, el cuerpo humano es principio y modelo de la belleza acabada, de la suprema potencia del arte”.

¿Y estas palabras no son acaso eco del “De Trinitate” de san Agustín cuando exclama que “no es locura amar la hermosura corporal para gloria del Creador, de manera que gozando del mismo Creador se sea verdaderamente dichoso” (“nan non est alienari, in laudem creatoris amare speciem corporalem, ut ipso creatore fruens quisque vere beatus sit”).

(Los “piercings”, sin ir más lejos, son de inspiración diabólica porque sólo Satanás es capaz de transmitir semejante odio degradador a la síntesis más perfecta de la visible Creación).

El hombre se ha convertido en un “producto” más (en frase de Benedicto XVI) de este gigantesco “mercado de consumo”, pero su misterio profundo permanece oculto en su corazón. Es preciso penetrar en él.

En la locución agustiniana de Teresa de Jesús: “no ha menester alas para buscar a Dios, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí”.

Escribe Ricardo Fraga

Nota de Argentinidad: Lo marcado en negritas ha sido agregado por mi.