En 1726 Jonathan Swift publicó en forma anónima sus después famosos “Viajes de Gulliver”. Al estilo de los relatos de viajeros tan de moda en esos siglos (XVII-XVIII) la ficción se adentra, en rigor, en la crítica de las costumbres y, con mordacidad, ironía y sarcasmo las diversas narraciones van desnudando las habituales medianías de la humanidad.
Desde sus incursiones por Liliput (el país de la gente menuda), pasando por Brodingnag (el continente de los gigantes), hasta llegar a la región de los Houyhnhnms (comarca donde los equinos son los seres racionales y los “yahoo” aparecen como equivalentes al hombre pero en estado de degradación), el autor describe unas sugestivas paradojas en los extraños individuos que se suceden a lo largo de sus (muchas veces) grotescos relatos.
En particular resulta llamativo su extenso viaje al reino de Laputa gobernado por un rey absoluto desde una isla flotante y cuyos extensos dominios terrestres están sometidos al influjo de sabios y academias promotores del progreso y (diríamos ahora) las más sofisticadas tecnologías. En este plano Swift ha incursionado (sin proponérselo) en el ámbito de la ciencia-ficción, pero dentro de unas contenidas coordenadas filosóficas.
Es en Lagado (capital de Laputa) donde Gulliver (el viajero) apunta la existencia de las tales academias “de proyectistas”, sorprendentes sujetos empeñados en la “construcción” de un universo “progresista” absolutamente desconectado del tiempo, del sentido y de la experiencia.
No me resisto (en este bochornoso verano que transcurrimos) a transcribir para los lectores de “El Cóndor” este sabrosísimo fragmento sobre la condición y actividades de dichos “iluminados”:
“Hacía unos cuarenta años subieron a Laputa para resolver negocios, o simplemente por diversión, ciertas personas que, después de cinco meses de permanencia, volvieron con un conocimiento muy superficial de matemáticas, pero con la cabeza llena de volátiles visiones adquiridas en aquella aérea región. Estas personas, a su regreso empezaron a mirar con disgusto el gobierno de todas las cosas de abajo y dieron en la ocurrencia de transformarlo todo: artes, ciencias, idiomas y oficios. A este fin se procuraron una patente real para erigir una Academia de proyectistas en Lagado; y de tal modo se extendió la fantasía entre el pueblo, que no hay en el reino ciudad alguna de importancia que no cuente con una de esas academias. En estos colegios los profesores discurren nuevos métodos y reglas… con ellos responden de que un hombre podrá hacer la tarea de diez, un palacio ser construido en una semana… y todo fruto de la tierra llegar a madurez en la estación que nos interese elegir y producir cien veces más que en el presente… El único inconveniente consiste en que todavía no se ha llevado ninguno de estos proyectos a la perfección; y, mientras tanto, los campos están asolados, las casas en ruinas y la gente sin alimentos y sin vestido. Todo esto, en lugar de desalentarlos, los lleva con cincuenta veces más violencia a persistir en sus proyectos… (En cambio mi guía) se había dado por contento con seguir los antiguos usos, vivir en las casas que sus antecesores habían edificado y proceder como siempre se procedió… sin innovación alguna. Algunas otras personas de calidad y principales habían hecho lo mismo; pero se las miraba con ojos de desprecio y malevolencia, como enemigos del arte, ignorantes y perjudiciales a la república, que ponen su comodidad y pereza por encima del progreso general de su país…”.
Hasta aquí el texto de Gulliver (o de Swift).
Brillante y sugestiva página que podemos aplicar en nuestra isla Agatáurica (L. Castellani) a muy diversas circunstancias humanas, desde las religiosas y litúrgicas (que son las primeras en mis modestos planos analógicos), hasta las políticas y económicas que fueron las que, antes que nada, imaginó el escritor.
Son evidentes las coincidencias entre Laputa y nuestra siempre utópica realidad nacional.
Las relecturas de verano no tienen por qué ser indigeribles “best sellers” de ocasión.
Los clásicos ofrecen muchas veces la palabra oportuna.
Ricardo Fraga