A partir de Maquiavelo la política abandona su situación epistemológica en las ciencias prácticas -en el sentido propuesto por el pensamiento clásico y tradicional- y se convierte en una suerte de técnica cuyo propósito fundamental es lograr, conservar y explicar el poder en el sentido político del término. Por poco que hayamos meditado en la naturaleza de la ideología habremos comprendido que la orientación del espíritu moderno tiende inevitablemente a una construcción intelectual de esa especie en cuanto se dedica a pensar seriamente sobre el Estado.
¿Tuvo Maquiavelo una idea más o menos clara de lo que podía llegar a ser la ideología? Si buscamos en sus escritos la palabra o el desarrollo elaborado de una propuesta ideológica, no descubriremos nada; pero si observamos con alguna atención la idea del hombre propuesta por el sagaz secretario de la República de Florencia notaremos dos cosas que, a su debido tiempo, ingresarán como elementos necesarios en la realización de un plan ideológico. En primer lugar, una reducción de la naturaleza humana a sus motivaciones más simples y genéricas; en segundo lugar, un empleo sistemático del terror como recurso indispensable para que esa reducción se produzca de manera efectiva.
No podemos olvidar que Maquiavelo escribía para un príncipe, o para quien se sentía en condiciones de llegar a serlo, como probablemente le sucedía a él mismo. Hobbes, a su debido tiempo, construyó una explicación del universo con todos los atractivos de una ideología, porque a través de ella buscaba un adecuado modelo de gobierno que, trabajando sobre el temor y la inseguridad, fuera capaz de producir en los miembros de la nación inglesa la cohesión necesaria para evitar las duras contingencias de la guerra civil.
Tanto el florentino como el inglés ignoraban la necesidad de presentar esas ideas a las masas para que ellas participaran activamente en su realización. Vivían en sendos pueblos tradicionales, donde el poder era ejercido por los notables, y sólo en situaciones muy particulares intervenía el común de los ciudadanos libres. En verdad, la primera expresión relativamente extensa de la ideología -el liberalismo- más que a las masas tuvo por destinatario al librepensador, al burgués liberado, al hombre de cabeza fuerte capaz de labrar su destino fuera de los marcos comunitarios de la sociedad tradicional.
Si admitimos la connivencia y, aun más, la concurrencia sinérgica del poder y la ideología, descubriremos que el primer paso de su colaboración vital está dirigido a la destrucción de esos cuadros orgánicos tradicionales, para poder trabajar a sus anchas con un hombre totalmente liberado de las defensas creadas en una sociedad por una larga convivencia histórica: familias, corporaciones, regiones, nobleza, monarquía e Iglesia. En ese primer encuentro de la revolución ideológica contra el Antiguo Régimen, los hombres que se sentían liberados de todas esas presiones sociales buscaron con denuedo liberar también a los otros, con el deseo aparente de hacerles gozar los beneficios de esa libertad tan duramente conquistada. En el fondo del corazón sabían perfectamente que de este modo los entregaban desarmados en manos de aquellos que, para explotarlos, sabrían aprovechar sin escrúpulos la ausencia de organizaciones protectoras.
Se ha dicho hasta la saciedad, pero nunca es totalmente superfluo volver a repetirlo, que los esquemas explicativos suelen ser enemigos acérrimos de una buena comprensión de la realidad en su vasta complejidad fenoménica. Terminan por imponerse a la atención del estudioso, y desde ese preciso momento este último busca en la realidad lo que confirma su esquema, desdeñando todo cuanto puede oponérsele. Es una forma cómoda de entender, que acaricia la veta racionalista de nuestro entendimiento y nos ahorra el fatigoso camino de las dudas. De cualquier manera explicar es siempre usar un esquema, y por mucho que advirtamos las dificultades de los problemas históricos, no podremos evitar una cierta simplificación en cuanto emprendemos la faena de interpretarlos. Tantas veces como hemos tratado de dar cuenta y razón de la formación de la mentalidad moderna ha salido a nuestro encuentro algo que se nos impone con la fuerza de una causa principal. Esto es, la imposición de una preferencia valorativa en la conducción de los asuntos humanos debida a la acción predominante de ese hombre al que, por comodidad y para seguir la corriente de la tipificación, hemos llamado el burgués, cargando el acento en su índole economicista.
Sin entrar en las dificultades -largamente debatidas- con respecto al origen del espíritu capitalista y conociendo, sin pretensiones de especialista, que en materia de finanzas y contabilidad los florentinos dieron sus primeras lecciones a todo el mundo occidental, sabemos también que la reforma protestante vino como anillo al dedo para provocar la existencia de estos hombres fuertes, individualistas y desligados de toda imposición o atadura social. Estas sólidas cabezas, que solamente hanno perduto il ben dell’intelletto, confirmaron sus condiciones en el ejercicio solitario de la dura faena de hacer fortuna. En estos menesteres descubrieron también los inconvenientes de esos poderes personales constituidos por la nobleza y las monarquías, que mantenían al frente de los reinos una política de tradiciones, pactos familiares y liberalidad cortesana, en oposición a los principios de la economía lucrativa, mucho más interesada en producir riquezas que honores. Este nuevo hombre, en cuanto vio la posibilidad de alcanzar el poder político, tuvo que verla en términos liberales. Es decir, en términos que excluyeran como deficiencias obsoletas el sistema de los pactos personales fundados en la fidelidad y la lealtad, cambiándolo por otro basado en el equilibrio de los intereses económicos.
El burgués liberal es un individualista, y todo aquello que tiende -por naturaleza- a controlar y limitar su libertad de expansión económica es visto como una cortapisa y un impedimento para el desarrollo de los bienes materiales. Aspira a un dominio de la naturaleza que junto con el enriquecimiento traiga prosperidad y bienestar para todos. Aunque esta segunda parte del plan quedara un poco postergada por las deficiencias inherentes al poco ánimo de la gente en general, se debía luchar contra la inercia de costumbres anacrónicas pensadas en el contexto de otra sociedad: había que terminar con la ética del Calvario, propuesta para una finalidad salvífica de la vida humana que no tenía nada que ver con la conquista de la tierra.
La ideología -en este primer momento de su formación- responde inevitablemente a las exigencias temperamentales de un burgués individualista y fuerte, que reclama el plato del león en el banquete de la vida. Desgraciadamente cuando se vio en la necesidad de lanzar las masa contra las murallas y casamatas del Antiguo Régimen tuvo que prometerles, en términos de bienestar y “confort” individuales, posibilidades que no era fácil conseguir para todos. Por esa razón, al final de sus operaciones revolucionarias nace en las masas proletarias la sensación de no haber sido satisfechas en sus aspiraciones y de haber quedado definitivamente postergadas en las dulces francachelas prometidas. Mirabeau, que conocía muy bien el tenor de las promesas hechas a las “patotas”, reconoció que se había prometido más de lo que se podía dar.
Conviene reflexionar también que las llamadas masas proletarias son, efectivamente, masas, porque fueron previamente despojadas de sus cuadros y protecciones tradicionales y quedaron reducidas al ejercicio de una libertad que resultó, más que difícil, ilusoria.
La noción tradicional de pueblo, en el caso de nuestra civilización es imposible entenderla sin el adjetivo cristiano, que señala precisamente el vínculo sagrado que da fundamento espiritual y valor al orden social. El término pueblo adquiere, en el sistema interpretativo del liberalismo burgués, un nuevo contenido significativo. Ya no se tratadel pueblo cristiano sino de aquel grupo de personas que contribuyen a la organización política de un país mediante el pago de impuestos.
Si se trata de usar a los no contribuyentes para que colaboren en el ataque a las torres, se puede ejercer un cierto control sobre ellos manejando con prudencia a los agitadores profesionales y apelando, en circunstancias más difíciles, al soborno y al garrote. Este último medio de persuasión resulta peligroso por dos razones: porque crea un resentimiento, que puede llegar al estallido, o porque forja la posibilidad de una nueva clase dirigente que comienza a medir sus aptitudes de acuerdo a un nuevo patrón, distinto al de la sociedad burguesa. Cuando el estallido es contenido por los convencionales medios policiales y represivos, la burguesía puede seguir su camino con toda felicidad, pero si nace una generación que se siente convocada a organizar la vida del Estado por encima de los intereses del dinero, nos encontramos frente a la tentación que las costumbres semánticas de nuestro tiempo han llamado fascista.
Medido con la vara del sistema burgués el socialismo marxista constituye una variedad particularmente poco exitosa de su propia concepción del mundo, mientras el fascismo -con sus marcadas diferencias nacionales- es el enemigo por antonomasia, aquel que contraría en su raíz el hedonismo fundamental de la burguesía y sueña con devolver al hombre algunas de aquellas solidaridades naturales que la revolución destruyó.
El papel de la ideología es formar al hombre masa, dotándolo con una explicación del universo que favorezca el desborde de sus apetencias genéricas: hambre, sexo, poder, ostentación y, al mismo tiempo, búsqueda de la seguridad. Todo esto tiene que crecer en un ámbito de apariencia libre, pero efectivamente controlado por aquellos medios técnicos que sirven para condicionar las mentes y movilizar los impulsos.
Los que observan las desventuras del pueblo ruso sometido al manejo discrecional del Partido Comunista ven su marcado contraste con la sociedad que ellos denominan libre. Sería absurdo negar la existencia de una contradicción fundamental entre una y otra forma de gobierno, pero si se examina el fondo de la espiritualidad que ha dado nacimiento a ambas sociedades, se advertirá la presencia de principios ideológicos comunes y de una intención de dominio por parte de la minoría dirigente, que es mucho más parecida de lo que uno quiere creer.
Cuando Bertrand de Jouvenel escribió sobre la dialéctica del poder vio a este como una suerte de entelequia que crecía en detrimento de las asociaciones intermedias, pero como si estuviera movido por una fuerza autónoma, propia, muy difícil de señalar ante los ojos del observador, y que se comportaba, en todo instante, como un ente de razón al margen de cualquier control o influencia con nombre y apellido determinado. Acepto muchas de las conclusiones de este agudo observador de los hechos históricos, pero considero que para comprender el ejercicio del poder político y su crecimiento desmesurado a partir de la edad moderna, se debe buscar la explicación en los criterios espirituales de los hombres que han prefijado su crecimiento hipertrófico. ¿La dialéctica del poder? Magnífico, pero ¿a quien favoreció esa dialéctica y quienes estuvieron interesados en hacerla funcionar a expensas de toda esa delicada red de comunidades?
Es probable que el propósito consciente de la burguesía, en la medida en que asumió la dirección del orden público, no fue cargar sobre sus hombros un poder que con el correr del tiempo terminaría pesando sobre sus propios negocios. Pero como debilitó la Iglesia, destruyó la monarquía, convirtió a la nobleza en un lujo insoportable y absurdo, destruyó los organismos defensivos de las clases populares, no tuvo más remedio que aumentar las prerrogativas del Estado para conservar en la sociedad un orden que favoreciera los negocios y diera al comercio internacional el apoyo de sus fuerzas militares y financieras.
Este poder es siempre una amenaza por la fuerza, la coherencia y la extensión de sus intromisiones. La ideología, tanto en su faz liberal y democrática como en su faz socialista y totalitaria, enseña su condición instrumental y procura usarlo para sus fines propios y evitar que ciertas formas jerárquicas de esa organización -como el ejército- impongan al resto de la sociedad un orden noble. Las democracias libres mantienen sus ejércitos, pero al mismo tiempo sostienen una propaganda anti-militar para desacreditar sus fuerzas y reducirlo a los límites de una suerte de policía internacional. Es fácil advertir el rasgo casi suicida de esta política. EE.UU., luego de algunos fracasos sonoros en los campos de batalla, ha vuelto sobre la necesidad de cultivar virtudes heroicas a pesar de los peligros que esto puede entrañar para la sobrevivencia del régimen democrático. Es un mundo lleno de contradicciones en donde la ideología y el poder se prestan mutuo apoyo y al mismo tiempo se niegan recíprocamente, por lo que hay en uno y otro de contradictorio.
La sociedad norteamericana procura que las fuerzas sociales se distribuyan en distintas asociaciones de influencia, para formar con ellas otros tantos puntos de presión para ejercer control social fuera del Estado, pero en concurso con él. En Rusia la concentración estatal fue tan absoluta que las promesas ilusorias de la ideología se hacían cada día más lejanas y utópicas.
Esquema ideológico y visión de la historia
Muchas de las nociones que usa el hombre de la calle para exponer sus ideas sobre el tiempo histórico pertenecen al arsenal de las consignas ideológicas. Con eso queremos afirmar que no son ni religiosas, ni filosóficas, ni científicas, porque si bien la ideología incurre en estos tres campos del espíritu, difiere esencialmente de ellos por su naturaleza y por su finalidad.
La religión -institución creada por Dios para que el hombre lo conozca, lo ame y lo goce en la beatitud eterna- admite que el tiempo histórico tiene una ambivalencia fundamental: es tiempo para salvarse y tiempo para perderse. Fuera de esta opción religiosa carece de valor, porque en buena ley teológica el tiempo de los papanatas, imbéciles y distraídos es tiempo perdido. De manera que la carga negativa o positiva del tiempo depende de las respuestas que dé el hombre a la solicitud del Espíritu Santo, cualquiera sea la condición en que se encontrare. Los indiferentes, los necios y los incrédulos quizá se encuentren en el Limbo, pero así como no pesan en la historia, muy poco significan en la economía de la salvación.
La filosofía poco puede decir del acontecer histórico, y resultan bastante vanos los esfuerzos hechos por la razón para encontrar un sentido a ese diagrama que dibuja el hombre en el tiempo. Puede, no obstante, detenerse ante el ente histórico y señalar a la indagación las causas que lo constituyen: eficiencia, materia y formalidad, porque tanto el fin de la historia como su origen escapan a un conocimiento puramente racional.
La historia, como ente, es una cualidad de los actos humanos, y como tal carece de realidad sustantiva como para ser sujeto de una finalidad distinta a la del acto que califica. En otras palabras: hablar de un fin de la historia atribuyéndole propósitos y objetivos independientes de las inteligencias y voluntades particulares, es un abuso de lenguaje cuando no un modo que tiene la ideología de eludir la responsabilidad de ciertos actos, dejándola sobre los hombros de esa entelequia mística que recibe el nombre de Historia. La mayúscula es un recurso tipográfico que sirve a los ideólogos para señalar su inflación.
La ciencia histórica tiene su campo propio en los hechos del pasado y tal vez en algunos vaticinios prospectivos que se suponen fundados en tales hechos. No obstante, conviene recordar que la buena observación de los acontecimientos pretéritos no autoriza al historiador a tales incursiones en el futuro, y si lo hace, se sale de los límites de una verificación científica. La posibilidad de un porvenir mejor o peor se diluye en una opción temperamental, pero no es una conclusión científica.
Podemos admitir que en el curso del tiempo ciertas actividades humanas progresan como una consecuencia lógica de la acumulación de esfuerzos y experiencias entre una generación y otra, pero no se puede negar que existen también retrocesos, y éstos son tan evidentes como aquéllos, aunque no entren como ingredientes explicativos en la idea de un progreso indefinido.
Bien examinada la idea del progreso -en el sentido en que la usó el iluminismo- puede ser una idea de origen religioso, pero el alimento que sustenta y mantiene su vigencia es extraído de la biología o por lo menos de aquellas especulaciones que los prejuicios ideológicos han sugerido a los biólogos. No es una novedad para nadie que las experiencias realizadas en el terreno de las alteraciones de una especie son, en la mayoría de los casos, degenerativas. Pero los ideólogos, como los revolucionarios, no aceptan jamás la lección de los hechos, y pareciera que sus utopías se robustecen en la misma medida en que la realidad se empeña en negarlas. La voz de orden de la ideología es mantener la ficción de un movimiento biológico progresivo, que explique el paso del animal al hombre y luego del hombre antiguo al moderno, por una serie sucesiva de saltos cualitativos capaces de confirmar nuestro orgullo en el valor perfectivo de nuestras organizaciones sociales.
Con la idea de progreso como centro, la ideología ha presentado un esquema de la evolución histórica que favorece sus planes de dominación mundial y presenta sus triunfos como los momentos de un proceso ascensional que, partiendo de los abismos de la animalidad, culmina en los paraísos socialistas o en la sociedad organizada para el consumo masivo. De cualquier manera se trata de un esquema sin fundamento religioso, ni filosófico, ni científico, pero que sirve para que el hombre forjado en su sistema eluda el encuentro con Dios, con la realidad del verdadero mundo y consigo mismo, y reduzca así su ámbito existencial a un manojo de exigencias hábilmente motivadas por la propaganda.
En esta perspectiva las diferentes formas políticas conocidas por la historia son presentadas como las fases de un movimiento de liberación en el que las masas, cada día más conscientes de sus derechos, son convocadas a participar progresivamente en el gobierno. Como la ideología dispone de los medios de comunicación masiva, los verdaderos conocimientos históricos no llegan al público, que se forma bajo la influencia de esta sistemática deformación del pasado.
A partir de la Revolución Francesa el esquema progresista toma el impulso de una incontenible fuerza espiritual, cuya consecuencia más inmediata e importante es apartar al hombre de aquellos fines para los que fue hecho por su Creador. Por su acción cada día más dominante en los programas educativos de los gobiernos revolucionarios, forja la mente del ciudadano común con tanta violencia, que se requiere algo más que la posesión de una mente común para poder romper los grilletes del sistema y respirar el aire de la verdad, tan hábil y tenazmente camuflada. Felizmente esas inteligencias todavía existen, y llega un momento en que descubren con asombro el carácter deformador de una visión histórica elaborada para engañar y reducir. Pensamos en Augusto Comte, en Taine y en Renan, para no designar nada más que a tres representantes del positivismo científico que un día descubrieron que todo cuanto había sido dicho del antiguo régimen francés reposaba en un mito y en una falsa noción de libertad que no podía ocultar, ante los ojos de quien quisiera verlo, sus propósitos tiránicos.
Los hombres formados en la tradición religiosa, y capaces de pensar los hechos históricos a la luz de la verdad revelada, nunca se engañaron sobre el carácter satánico de la revolución ni sobre la falacia de sus postulados. Las obras de De Maistre, de De Bonald, de Donoso Cortés o de Vázquez de Mella señalan con meridiana claridad esta trayectoria de decadencia que abre, ante sus ojos, ese reinado de la mentira y la negación que la visión profética de San Juan llama el reino del Anti-Cristo.
Proveniente de un mundo y de una formación intelectual muy distinta a la nuestra, René Guénon no era menos formal ni terminante en su diagnóstico del tiempo moderno cuando en un libro destinado a destacar su crisis escribía:
“Parece que un detenimiento a la mitad del camino no es posible y que, de acuerdo con todas las indicaciones provistas por las doctrinas tradicionales, hemos entrado efectivamente en la fase final del «Kali Yuga», en el período más sombrío de esta época oscura, de este estado de disolución del que no es posible salir sino por un cataclismo” (Guénon, R. “La Crise du Monde Moderne”; Gallimard, París 1946, p. 32).
Es curioso observar de qué manera los grandes ingenios coinciden en sus juicios sobre nuestro tiempo, aunque partan de diferentes puntos de mira y aprecien la situación de un modo diametralmente opuesto. A nadie se le ocurriría pensar que una aproximación entre Augusto Comte y Guénon fuera intelectualmente fructífera. No obstante, si observamos el esquema histórico que propone Comte para apreciar la evolución de las ciencias, veremos que es exactamente el mismo de Guénon, pero con una valoración contraria. Donde Comte ve un progreso: el paso del estado teológico al positivo por la mediación de una fase metafísica, Guénon observa un decidido retroceso, como si el abandono de los principios tradicionales en la constitución de la ciencia fuera una caída fatal en la observación de detalles sin ninguna importancia sapiencial a pesar de su interés práctico.
Cuando Comte se propuso valorar la evolución histórica de las ciencias y se detuvo en eso que llamó “el estado teológico del saber”, estaba tan poseído por el esquema progresista que no tuvo ninguna vacilación en calificarlo como un período infantil de la conciencia humana. Guénon diría que Augusto Comte estaba totalmente dominado por el punto de mira profano “que no es otra cosa que el punto de mira de la ignorancia” (Ibid., p. 87).
Sin la pretensión de terciar en este diálogo imposible diré, para ubicar mi propio punto de mira, que Comte hizo un esquema del conocimiento científico que coincidía exactamente con el de los prejuicios ideológicos de su tiempo, y si su sistema no fue apreciado con el mismo calor con que lo fueron otros de menor valor, es porque sentía por las ciencias positivas y sus respectivos métodos una estima demasiado grande y pretendía extraer de ellas enseñanzas y conclusiones que contrariaban el principio democrático de la ideología. Sus verdaderos continuadores son hoy los que militan en los laboratorios de la biosociología y fundan en la herencia genética los presupuestos de las desigualdades sociales.
Abandonemos por el momento a estos dos pensadores y observemos un instante ese problema de la “liberación” que emerge como un desideratum del esquema ideológico y que, sin lugar a dudas, fue considerado por la sabiduría tradicional bajo la luz teológica del misterio de la salvación. En buena teología la salvación es un asunto que afecta personalmente al hombre en su relación con Dios. Será siempre el resultado de una respuesta fecunda que da cada hombre a las instigaciones de la gracia santificante. La tradición nunca lo pensó en términos colectivos ni enseñó que los hombres podían salvarse por diócesis o colegios parroquiales, lo cual no quería decir que, en su última instancia, la salvación fuera una cuestión a resolver por la conciencia aislada.
No. Esa fue la conclusión protestante de inspiración individualista y burguesa. El misterio de la salvación estaba ligado a la Iglesia Católica y a la transmisión de una doctrina teórico-práctica que pasaba, necesariamente, por la aceptación de un magisterio espiritual y de una experiencia sacramental necesariamente comunitaria. Al romper el carácter social del sistema religioso el protestantismo, bajo el pretexto de salvar la libertad del individuo, la desligó de sus raíces sobrenaturales y la redujo a un aislamiento religioso infecundo que traería, como necesaria consecuencia, una laicización cada día más fuerte y decidida de su vocación existencial.
Es indudable que una auténtica liberación se da en pocas personas, y en un mundo sojuzgado por la propaganda se hace cada día más difícil escapar a las solicitudes publicitarias y crear las bases de una personalidad intelectual autónoma. Cuando se examina con cierto cuidado el problema de la relación entre ideología, historia y sociedad de masas, aparecen dos aspectos de la cuestión, claramente discernibles: la existencia de una minoría subrepticia, oculta, que dirige el proceso entre las bambalinas de gobiernos anónimos, y la multitud formada por la propaganda y los medios masivos de comunicación social. Esta muchedumbre ha dejado de ser pueblo en el sentido tradicional del término y se ha convertido en una masa con todas las estratificaciones inherentes a la mayor o menor posesión de medios para consumir.
Algo hemos dicho de la diferencia entre pueblo y masa, pero nunca resulta excesivo un análisis cuando permite ver los numerosos matices de diversificación que entran en la apreciación de una y otra entidad. El pueblo, a diferencia del público de masas, es un todo orgánico formado en un proceso histórico natural en el que se constituyen sus minorías dirigentes en las distintas actividades del espíritu. Estas minorías son reconocidas en sus funciones por las mayorías, que reciben de ellas directivas y orientaciones para participar, jerárquicamente, en los beneficios de la cultura.
En este sentido, el más alto de los saberes -como es la teología- puede ser al mismo tiempo divinamente axiomático y popular. El contenido de sus principios es el mismo en el teólogo egregio como en el simple creyente, aunque la hondura reflexiva entre uno y otro sea muy distinta. Por supuesto que las exigencias religiosas también son las mismas e idénticas las obligaciones morales fundamentales.
El público masivo no tiene jerarquías, y por esta razón el conocimiento elaborado para su consumo no pasa por los coladores de una recepción inteligente. Aderezados para el alimento común, entran directamente al torrente circulatorio del público, que asume la responsabilidad de esa pseudo ciencia sin conocer la existencia de mejores intérpretes. Junto con su formación ha recibido de sus dirigentes anónimos la seguridad absoluta de que es él, el hombre masa, el único destinatario del conocimiento y el llamado a una promoción, cada día más luminosa, de la conciencia humana.
Observemos nuevamente este fenómeno y tratemos de comprenderlo sin los prejuicios que una visión deformada de la realidad puedan arrojar sobre él. En un pueblo histórico la gente común tiene su sabiduría: puede hallarse en los refranes, en las sentencias y hasta en los modismos del habla popular. Esta sabiduría tiene su origen en cabales experiencias de la vida, y ha llegado hasta los más modestos en las sucesivas decantaciones que suponen el sacerdote, el vate o el simple cantor de romerías. El campesino corriente, por mucho que confíe en su propia sagacidad, sabe que existen en la sociedad hombres que conocen ciertos asuntos mejor que él, y que pueden ser sus mentores y sus guías en todos los casos que precisan un asesoramiento superior. En una palabra: aunque no puede decirlo de un modo muy preciso, tiene la impresión que el progreso de la conciencia es una cuestión de capacidad, de cultivo personal, de virtud egregia, y no algo que es dado al común como resultado de una premonición colectiva.
No soy partidario de usar a troche y moche ciertos términos que pertenecen al vocabulario teológico, y que la gente suele interpretar sin grandes miramientos. Decir que la ideología es satánica puede parecer una frase de sermón dominical y no un juicio deliberadamente escogido para señalar con toda precisión una catadura. Pero si algo significa esa disonancia fundamental que la Tradición atribuye al Príncipe de este Mundo, es su indudable ingenio para la deformación, la caricatura y el pastiche grotesco. Si estas características no estuvieran escritas con todas sus letras en la naturaleza misma de esa mentira que es la ideología, la frase sería simplemente una locución homilética. El carácter satánico de la ideología reside en esa doble falsedad que supone una deformación sapiencial, dirigida a un hombre previamente desnaturalizado por la publicidad. La ideología es el opio de las masas, de ese hombre convencido de que no hay nada por encima de él, de su tremenda insignificancia. Por lo tanto, el saber que se puede tener sobre la realidad y la realidad misma tendrán que ajustarse al modelo ideológico y abandonar todo cuanto no entre en los límites de sus fronteras artificiales.
Publicidad y política
Sería un poco necio suponer que, tanto el fenómeno de las masas como el de los medios para promover su ascenso, son invenciones que han surgido totalmente armadas de la cabeza de los agentes comerciales y sin ningún antecedente en épocas anteriores. Lo que es nuevo es el carácter insidioso, constante y deformador de estas preferencias. Las antiguas prioridades tenían su boato, su ostentación, para mantener prestigios y aparecer ante la gente rodeados de una majestad que no siempre respondía a las condiciones personales del representante de la autoridad. Pero estas manifestaciones eran reclamadas por el pueblo y nadie se engañaba con respecto al efectivo valor de tales apariencias. El pueblo gustaba ver a sus reyes en trajes espléndidos, sin creer por ello que estaban sustraídos al destino común o eximidos de las consecuencias del pecado original. La corona, el cetro y otros símbolos con que la tradición investía a la realeza daban a la persona del monarca un carácter sagrado y esto, ante la mente del hombre moderno, puede parecer una exageración inaudita de la potestad regia por dos razones fundamentales: porque ha perdido el sentido de lo sagrado, y porque no tiene la menor idea de las estupideces que ha inventado para reemplazarlo.
Es verdad que si el monarca recibía de la Iglesia una unción sacramental, su persona participaba de un carisma sacerdotal. Era -de acuerdo con la expresión atribuida a Constantino el Grande- un obispo de afuera, y esta investidura sagrada, que lo ponía por encima de los creyentes comunes, lo llenaba de obligaciones en el ejercicio de una función por la que debía responder ante la Iglesia de Dios.
La Iglesia era el pueblo creyente, y cuando esta Asamblea de fieles fue reemplazada por la noción de pueblo soberano, al laicizarla no se la devolvió a una dimensión de quicios naturales y comunes, como hubiera podido ser la sociedad civil con sus autoridades históricas: se la convirtió en una nebulosa mítica que disponía de la soberanía nominal, para entregarla a quien quisiera, erigiéndolo en su representante absoluto. Se le atribuía una voluntad como si fuera una persona, y sus delegados participaban del sesgo omnipotente de esa voluntad ficticia.
El gobierno monárquico, con sus defectos y limitaciones demasiado humanas, era un gobierno sagrado sin estridencias ni falsedades -exactamente como lo es un obispo o un sacerdote- pero era al mismo tiempo una forma natural de gobierno, que obedecía en su organización a la estructura de la vida familiar.
Los gobiernos fundados sobre la ideología no nacen de las condiciones espontáneas y orgánicas del crecimiento histórico: se imponen por el sufragio o por la violencia revolucionaria y tienen, desde su nacimiento, el propósito de transformar el orden social de acuerdo con un modelo que responde a la finalidad perseguida por sus programadores.
Para que ese modelo se convierta en una suerte de ideal colectivo se pone en movimiento la propaganda y se lo presenta, ante los ojos del público, como una situación que colmará los apetitos más comunes de una masa. Si se trata de una mayoría individualista, apegada a sus libertades personales y a su pequeña comodidad familiar, los ofrecimientos políticos acariciarán esta veta sensible de la disposición habitual e insistirán en las prerrogativas que hacen a la paz y a la seguridad de su público.
Si se trata de un vulgo sometido a una indiscreta expoliación por parte de una minoría ávida y aprovechadora, la publicidad insistirá con preferencia en un modelo social que suponga un cambio significativo y favorable a las instigaciones del resentimiento y la envidia.
Los pensadores clásicos insisten en que el propósito natural del orden político es el bien común. Si se examina esta noción con el ojo de un moderno promotor de publicidad política se advertirá que la noción tradicional de bien común encierra un aspecto sacrificial que resulta inaceptable en una propaganda masiva. No es posible entusiasmar a las masas, congregadas por consignas publicitarias, para que acepten un sacrificio heroico. Si se les exige el enfrentamiento de una situación en la que haya peligro de muerte, conviene previamente asustarlas y poner en movimiento los instintos más primarios del animal hombre, para que sigan dócilmente las exigencias de la lucha.
El bien común -en la enseñanza tradicional- está impregnado de sacralidad y no se lo puede laicizar sin destruir el valor religioso de sus efectos. Siempre ha supuesto un ordenamiento social de hombres distintos y desiguales y, por supuesto, la aceptación de principios que fundan suficientemente la jerarquía de esas prioridades. No puede nunca ser igualitario, porque la misma naturaleza exige la concurrencia fecunda de todas esas distinciones -que hacen a los diferentes talantes individuales y familiares- en su desarrollo histórico.
La masa no aspira al bien común, en el sentido egregio y fundamental del término. Constituida por individuos atomizados y desprovistos de sus solidaridades orgánicas, buscan la satisfacción del bienestar de cada uno, o en su defecto la participación en una ilusión colectiva que remedie las frustraciones particulares con el espejismo de un futuro desquite a su nivel de masa.
La naturaleza no puede ser totalmente burlada, y por mucho que los ingenieros sociales sueñen con un cambio radical de la condición humana, permanece un resto de realidad que resiste la coacción del ideólogo y permite, si el daño no es muy grande, la recomposición del orden burlado. Admito que, por muy de masas que sea una política y por mucho que abuse de las consignas ideológicas, no puede evitar una cierta promoción de auténtico bien común. Las negaciones, como las privaciones, se nutren de realidad, y para poder instalar su precaria presencia, necesitan apoyarse en un ser que existe y resiste. No habría ninguna clase de sociedad si algo de bien común no perdurara en ella y no pudiéramos percibir en sus deformaciones algo de la perfección negada. Cuando digo que el objetivo de la acción política ideológica no es el bien común quiero decir, con mayor precisión, que realiza una modalidad deformada y trunca del bien común, como es deformada y trunca la visión ideológica del hombre.
La faena política no es ni puede ser un fin en sí misma, como no es el fin del hombre la mera constitución de una buena convivencia. Todavía lo es mucho menos cuando la política aparece subordinada a los intereses de grupos económicos que tienden a convertirla en gestionadora de consumo o en un servicio de gendarmería a la orden de los beati possidentis. Estas conclusiones nos inducen a pensar que, tanto la ideología como su hija bastarda la política masiva, no son propiamente política: constituyen una suerte de acción tautológica que refluye en la faena de pacificación como propósito y al mismo tiempo sujeto de su propio acto. Si bien se observa, es una especie de ídolo grotesco que se alimenta, como el Catoblepas, de su substancia.
En un orden de relaciones normales, el hombre es causa eficiente del orden social y al mismo tiempo, materia para su ordenamiento. Pero la eficiencia social es un fenómeno de autoridad, profundamente anti-igualitario y diversificado, porque la autoridad propiamente dicha supone un conocimiento egregio, que viene de la divinidad, y su acción modeladora tiene a Dios como meta y paradigma.
Una autoridad que no sustenta su saber en Dios ¿en qué otro venero superior al hombre se alimenta? Si sabemos distinguir la autoridad del capricho, del antojo o de la voluntad particular, tendremos la vía expedita para comprender su origen divino, así se exprese como un mandato de Dios o como una exigencia inscrita en ese sacramento natural que es el orden del mundo.
La masa no conoce ya la autoridad, y por esa razón su causa eficiente no es ya el hombre como portavoz de sus movimientos específicos sino el agente publicitario como gestionador abusivo de las motivaciones genéricas. Cuando se pierde el sonido de la voz de Dios en el mundo, se oye apenas el eco que resuena en las cavernas de su animalidad.
La acción política cumple una faena arquitectónica, y su propósito esencial es la proyección de las virtudes morales a un ámbito de relaciones que supone la congregación de los grupos familiares, profesionales y comunitarios en el espacio de la sociedad civil.
La masa tiene reflejos, no virtudes. Posee condicionamientos que responden a incentivos capaces de despertar un deseo, un apetito sensible. La educación masiva tiende a provocar ese deseo, a gestionarlo y luego satisfacerlo mediante una oferta adecuada.
El orden social se logra formalmente cuando la conducta de cada uno de sus miembros se integra, con prudente coherencia, al bien común del grupo. En este sentido muy preciso la participación activa de cada uno supone la libre asunción de sus deberes cívicos y de sus obligaciones morales. En la sociedad de masas el orden es, ante todo, una cuestión policial y no moral. Se alcanza por la doble coacción de un perfecto sistema represivo y los inconvenientes que surgen como consecuencia de no responder a las exigencias del modelo ideológico.
La sociedad propiamente política o pueblo -en el sentido orgánico del término- es el resultado histórico de una acción inteligente y voluntaria, llevada a buen término por los mejores representantes de una nación: sus caudillos, sus héroes, sus santos, sus poetas, sus imagineros. No hay pueblo sin aristocracia del espíritu y, por supuesto, no hay una verdadera aristocracia que no lo sea por el carácter egregio y ejemplar de su autoridad.
La masa es consecuencia de una conmoción del bajo psiquismo e instintivamente odia todo aquello que, por su distinción innata y adquirida, se separa de ella y se distingue. Mientras un pueblo no está echado a perder por la convocación masiva e indisciplinada de sus instintos, reconoce con absoluta naturalidad a todos sus notables y, lo que es mejor, sus hijos más excelentes se sienten ligados a su pueblo como el árbol a su terruño. La masa es aristofóbica, y como sus malos pastores se dedican a adular sus pasiones, sienten un inmenso fastidio por todos aquellos que cuestionan su fácil abandono y pretenden hacerle remontar la pendiente de su naturaleza caída. Por eso busca al igualitarismo democrático, donde se alimentan todas las excusas, se reconcilian las torpezas y se nivelan las ambiciones. Un movimiento de masas no tendrá nunca como dirigentes a un plantel de hombres superiores o presentados como tales: al hombre de la masa le gusta percibir en sus conductores su propia inconsistencia espiritual.
La sociedad de masas es, en definitiva, una antisociedad, una disociación, un desorden en el sentido pleno y cabal del término. He creído advertir la causa principal de esta disonancia en el ascenso al poder del hombre económico, desprovisto de toda cualificación distinguida y que tiene su inteligencia y su voluntad puesta en la promoción de bienes materiales.
Ideología y revolución
En algunas oportunidades he dicho -y en tal afirmación me sentía respaldado por las opiniones de Comte y de Marx- que la revolución fue hecha por la burguesía y consistió, desde un punto de mira espiritual, en el cambio de perspectiva axiológica que supone una disposición preferencial economicista. Esta visión, que comienza a imponerse a fines de la Edad Media, no sólo modificó la posición del hombre frente a la realidad cósmica, sino también el sentido de todas las actividades del espíritu. Las empobreció, las redujo a sus formas más menguadas y utilitarias, y para explicar, justificar y consolidar esta faena mutiladora, creó la ideología.
Como la ideología nació en un ambiente espiritual saturado de verdades teológicas y filosóficas, el proceso de su configuración fue relativamente lento y complicado. Supuso una larga decantación para desprenderse de todos los elementos residuales que provenían de las antiguas querellas teológicas y filosóficas y alcanzar la simplicidad de un plan adecuado a las exigencias estratégicas de la acción revolucionaria. De Descartes a Marx, sin hablar de la escolástica decadente, se desarrolla el sistema de pensamiento que viene a sustituir los principios de la tradición espiritual que vivían en la doctrina católica.
Convirtió la sabiduría en astucia calculadora, redujo las ciencias de la naturaleza a un grupo de saberes sometidos a la voluntad de dominio, pudrió las raíces religiosas del arte separándolo de Dios, hizo del poder político un mero poder policial al servicio de la clase dominante y convirtió la economía en un agresivo despilfarro de riquezas, cuando no en una actividad al servicio de la presión y el sometimiento. Este hombre separado de la fuente divina forjó su espíritu a la altura de sus deseos, y su inteligencia se hizo ciega para todo cuanto trascendiera el nivel de los intereses materiales. Hubo un primer momento en que la relación del hombre con la materia tenía todavía un carácter señorial: fue la época del capitalismo dominador, de las fuertes empresas que tenían a su cabeza una persona con nombre y apellido. Poco a poco el capitalismo cambiará su fisonomía y tenderá a diluir las responsabilidades en organizaciones oligopólicas que confunden sus fuerzas con aquellas de un Estado.
Era perfectamente lógico que con la destrucción de las aristocracias naturales se disolvieran las formas de la sociabilidad orgánica: las familias, las órdenes del servicio y del honor, las corporaciones de oficios, la nobleza, los notables, el sacerdocio y la servidumbre. Todas estas realidades sociales, que diversifican y jerarquizan los entre cambios y las comunicaciones, son disueltas. En su lugar sólo se reconoce a las desigualdades cuantitativas: la posesión del dinero o de las funciones que dan poder, éxito o prestigio. Esta sustitución, que apenas oculta su miseria, debía ser presentada como una conquista o como un proceso de liberación. Los cuadros tradicionales del orden social fueron vistos como sendas prerrogativas de tipo cuantitativo y se ocultó, o no se vio, el valor de las obligaciones sociales que implicaban.
Disueltas las comunidades orgánicas, la libertad individual aparecía reforzada y consolidada en su autonomía, pero como ésta no puede sostenerse sin el apoyo social que supla sus deficiencias esenciales, a las agrupaciones naturales provistas por la historia se las reemplazó con artificios seudocomunitarios provistos por las exigencias de la organización revolucionaria, hasta que el nuevo Estado -convertido en Iglesia, juez, familia y providencia- sustituya con sus artilugios administrativos y publicitarios el natural pluralismo de la vida social.
La visión ideológica del mundo supone una reducción de la realidad para ser acogida por un hombre que ha perdido el ámbito sobrenatural de su experiencia religiosa, el horizonte natural de sus conocimientos y el ordenamiento metafísico de su conducta. Sin lugar a dudas estas pérdidas fueron paulatinas, y se pueden apreciar las etapas del movimiento con sólo echar una ojeada a la historia de eso que se ha dado en llamar filosofía moderna. Cualquiera que haya tenido un contacto no demasiado trivial con el desarrollo del pensamiento clásico podrá apreciar el vigor de la decadencia comparando lo que va de Hegel a Marx. Ambos son ideólogos de la burguesía, pero mientras el primero se mueve en una atmósfera saturada de helenismo y teología cristiana, el segundo ha tirado por la borda las inútiles cuestiones metafísicas y se ha dedicado exclusivamente a forjar un arma para uso de la inteligencia revolucionaria.
La existencia de Dios -limitada por Lutero al mundo de la fe subjetiva- fue reducida por Hegel a un ente de razón que resumía con necesidad puramente lógica el proceso dialéctico de la historia, para concluir con Marx en el basural del tiempo superado. Los ideólogos de la sociedad de consumo, mucho más alertas a las exigencias del apetito humano, lo han convertido en un producto de la oferta masiva, que puede o no adquirirse, pero que de ninguna manera cuenta en la organización de la vida política ni en la ordenación de la conducta económica. Como un modesto barbitúrico, puede ser administrado en pequeñas dosis dominicales y considerado un gasto más en el presupuesto del hombre común. También puede ser eliminado de la existencia diaria sin que su presencia o su ausencia comprometan ninguno de los movimientos fundamentales de la vida.
Un mundo sin Dios o con un Dios reducido a un discreto consumo individual no es el mundo del hombre: falta el fundamento de la realidad, el bien de nuestra inteligencia, lo que da sentido al dolor, al sacrificio y al amor humano. Sin Dios, la esperanza se disuelve en la expectativa ilusoria de un porvenir que se aleja, como un espejismo, en la medida que nos acercamos a él.
Lo grave con Dios es que efectivamente existe, y que a través de Cristo Nuestro Señor y de la Una, Santa, Católica y Apostólica Iglesia ha hecho conocer su voluntad y las condiciones sacramentales de un contrato para que el hombre obre según la voluntad divina y se salve. El Dios que otorga la sociedad de consumo tiene la precaria consistencia de una ilusión personal que no obliga a casi nada y se diluye en el vacío de los sermones dominicales, que ni siquiera hablan de Dios sino del amor humano, del sexo, de la necesidad de ayudar al prójimo y de la justicia distributiva.
Desaparecido el tribunal de Dios y las verdades por Él reveladas, desaparece nuestra sabiduría y con ella nuestra orientación en el universo. No sabemos más quiénes somos, de dónde venimos ni hacia adónde vamos. La oscuridad nos rodea por todas partes, y cuando perdemos el impulso de nuestros deseos y se apagan los fuegos fatuos de una juventud precaria y pasajera, permanecemos como una frustración que nadie sabe dónde meter y que los programas televisivos, reforzados con aquéllos sugeridos por las cajas jubilatorias, se encargan inútilmente de entretener.
La ideología puede, lo que dura el tiempo de las ilusiones revolucionarias, mantener en sus creyentes la violencia de sus ideales subversivos. Asentada en el gobierno, estancada en el conformismo de la sociedad establecida, languidece en la hartura de los felices poseedores o se consume en la pacotilla de los que no lograron su “boom”.
La Iglesia Católica fue una roca en medio del mar revolucionario. El testigo desdeñado pero siempre presente de las verdades eternas, de los principios inmutables que sostenían su magisterio y su culto. La revolución parecía haber pasado sobre ella sin perturbar la solidez de su recinto. El modernismo y el americanismo fueron los intentos más peligrosos para penetrar en su enseñanza, pero la tenaz resistencia opuesta por el más santo de los papas modernos, Pío X, logró detener, por unos cuantos años todavía, el avance de esta doctrina.
Rubén Calderón Bouchet