Los rostros oficiales -más cómodos en lombrosianos prontuarios que en la iconografía de los hombres decentes- atiborran los medios proclamando la inocencia del primer mandatario.
Revista Cabildo: Alguien tiene que decir la verdad
Y los medios, según el grado de obsecuencia o cobardía, devuelven la pirueta marcando inverosímiles fronteras entre los zarpazos privados y los públicos. El sólo hecho de que la putrefacción política acuse recibo recién cuando se descubren suculentas coimas, revela hasta qué punto la idea misma de la podredura ha sufrido menoscabo. Queremos decir, y decirlo pronto, que no era ni es necesario esperar el estallido de este turbio caso para probar que estamos ante un gobierno corrupto, y que la descubierta cuanto previsible condición de coimeros de sus altos funcionarios, es apenas un agregado adjetivo a la cuestión sustantiva que los define como depravados. ¿Qué es entonces, en substancia, lo que hace de Kirchner un corrupto? Tres respuestas daremos hoy, a la luz de la filosofía perenne.
Por lo pronto, el odio al bien común, que es el fin de la política. No se quiere una patria concorde en la que sus ciudadanos vivan virtuosamente en conformidad con la naturaleza humana. El logro contrario por el que se brega con enfermiza insistencia, es una factoría dividida y convulsa, en la que los antiguos criminales de guerra mantienen encendida la dialéctica y la persecución; una factoría crispada por el rencor de los protervos, en la que se ha vuelto directiva oficial atacar la Fe Católica, promover la contranatura, falsificar el pasado, envilecer las costumbres, torcer la justicia o asesinar inocentes. Ni la sociedad es instituida en la tranquilidad en el orden, ni es orientada al buen obrar, ni recibe el modelo virtuoso de sus conductores. Ausentes sendos requisitos, bien dirá Santo Tomás, que nace la tiranía; como nace por lo mismo el derecho a resistirla sistemáticamente.
Escamoteado el fin de la política, se ha estragado también el obrar, que es su segundo pilar. Y ello en razón de que no es la prudencia la que rige, como debiera, el capital terreno de lo agible o de la praxis, sino la habilidad más inmoral y más burda para conservar el poder, consumando e incrementando con él la degeneración omniabarcadora que hoy se enseñorea en todos los ámbitos. No es la autoridad como oblación y servicio la que se ejerce y cultiva. No la prudentia iuris que celebraban los romanos, sino la astucia y la tramoya, el despliegue escandaloso de deslealtades recíprocas, sucesivas, múltiples; los pequeños acomodos de piezas intercambiables, por los que una mujeruca puede ocuparse de la defensa nacional, un hebreo marxista de la educación, un tripucho abortero de la salud, un equipo de usureros de la economía, una célula de terroristas de los derechos humanos, un manfloro de la Suprema Corte, y un par de alcahuetes descerebrados de representar la voz del Estado.
Junto al fin traicionado y el obrar sin quicio, Kirchner representa y encarna una tercera corrupción de la política, cual es la de la tópica, o pensamiento que argumenta y resuelve, según certera definición del maestro Montejano. En lugar de las respuestas fundadas, razonantes y sólidas, que pudieran ofrecerse como soluciones justas al llagado cuerpo social, el presidente hace de cada discurso suyo un intestinal esputo; un atropello a la lógica, la ética, la verdad, la gramática y el decoro. Sus recientes alusiones al atentado que habría sufrido, a las penurias de su madre, a su ofrecimiento de la otra mejilla o a su ausencia de miedos, lo han abajado hasta una ridiculez atroz, mezcla informe de arrabalero llorón, mistico acuariano y taita de lupanar. Es que el error argumentativo, amén del seso corto o la malicia larga, suele y puede tener una raíz moral, y es éste el caso que todos los factores combina.
Estamos saliendo del infierno, suele ilusionarnos el corrupto. Virgilio y Dante se le ríen, pero Nuestro Señor Jesucristo le ofrece respuesta más comprometedora: “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino, y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él” (1 Jn, 3,15). Joánico texto del que se vale el Catecismo para definir, precisamente, a los merecedores del infierno.
A quienes peleamos por el cielo, y aspiramos a tomarlo alguna vez por asalto, no nos amedrentan estos módicos energúmenos del Régimen. Ni él ni los suyos humillarán la patria nuestra para siempre. Tarde o temprano se impondrá la honradez contra la corrupción. Y si morimos intentándolo, sin ver los frutos abajo, nos llevaremos la serenidad del deber cumplido.
Porque nosotros, claro, somos mortales. Pero ellos, son biodegradables.