Los despreciados por la muerte

Enviado por Esteban Falcionelli en Vie, 26/09/2008 - 5:42pm

Van varios siglos en los que -salvo raras excepciones- han dejado de existir causas que muestren una claridad de cruzada a las que se pueda entregar el cuerpo y el alma en la confianza de estar en el bando correcto; gestas que rodean la muerte de gloria y que hacen de los sobrevivientes héroes ejemplares. Que hacen inmortales los nombres de sus capitanes. No es necesario entre nosotros aclarar que esto ocurre solamente cuando Cristo es la Causa, pero de cierta manera y por carácter transitivo, aunque con diferencia de grado, también ocurre en las causas justas en defensa de intereses reales… mis pocas cosas… una mujer… un amigo… y hasta la Patria, y esta última siempre en la medida que exista y exista dentro de un equilibrio cristiano sin ser una deformación de la soberbia política o ya solamente una manipulación retórica.

Sin embargo durante esos siglos plagados de guerras, muchísimos hombres debieron necesariamente participar en luchas de oscuras y veladas intenciones -nunca seguros de estar en el bando correcto y nunca seguros de que dicho bando existiera- y desde esa terrible perspectiva moral afrontar el cumplimiento del deber como un asunto de protección de los escasos intereses de una vida pensada en singular; o -ya casi en el límite de la cordura- hacer del asunto un tema de camaradería o de dignidad personal, ajeno y extrañado del sentido general del hecho histórico que se esconde en los entresijos de un complot universal cuya sola mención nos hace acreedores del paredón o del manicomio. Péguy, Saint Exúpery, Junger y muchos otros han dado su testimonio. En todos los casos el soldado combatiente queda divorciado del mando, que al no participar del riesgo y el sufrimiento carece de toda posible justificación moral, produciéndose una fractura incurable que acaba con la institución.

“Felices los que han muerto…” decía Péguy. No son ya felices los que sobrevivieron -como en las viejas guerras- para ver crecer a sus nietos llenos de orgullo al recibir un apellido con gloria. En estos modernos asuntos sin duda morir es la única salida elegante. Un tiro en la cabeza mientras rezas el Rosario en un campo de remolachas te evita las explicaciones. Sin embargo la muerte que acude presta a buscar al “amado de los dioses” suele dejarte en la terrible coyuntura de haber sobrevivido a una de estas rabietas de la historia, a unos de estos “procesos digestivos” que en el mejor de los casos son malignos -o sólo torpes- y entonces te queda enfrentar por el resto de tu vida la desdicha de haber sido despreciado por la muerte y ver con el tiempo aparecer a flote, como en una sentina, los sólidos y hediondos motivos que manipularon tu suerte. De los tres autores citados estoy seguro que sólo con el último caben al lector ciertos reproches. Porque vivió.

Sin duda… felices los que han muerto. Para los que la muerte desprecia, el resto de sus vidas transcurre en la tortura de lo que pudo ser. Más allá del odio del enemigo, recibiendo la crítica permanente de los bien intencionados e imparciales que un rato después saben exactamente cómo se tuvo que haber hecho; los tipos que dictaminan bajo qué cánones morales debían ejecutarse las decisiones una vez que ellas han salido de la urgencia de aquella coyuntura histórica. Pero hay algo todavía peor… el no saber si has ganado o has perdido, y probablemente encontrarte con que ganó tu bando pero tu has perdido. El tomar conocimiento que tu bando no era el tuyo y que ya no tienes ninguno.

No me caben dudas que sólo es héroe quien en medio de las más confusas circunstancias sabe ver y elegir el bien del orden. Aquel a quien las oscuras maquinaciones del engaño no le tapan la visión y con la fuerza de su virtud disipa la niebla pestilente del fraude para señalar la vía correcta tanto en tiempos bélicos como en las solapadas marismas de callada violencia en que ejercen su usura los infames aleves llamándola PAZ… tiempo de oculto contubernio en confortables cuevas urbanas -calefaccionadas por dulzones pedos de demonios contables- donde se sisan las vidas y bienes de las pobres gentes sembrando en ellos el espíritu fatal del resentimiento que anuncia la revancha homicida irracional (inseguridad le dicen ahora).

Pero hoy nos toca, no hablar de héroes, sino de soldados. De quienes tuvieron que enfrentar la circunstancia malhadada de su tiempo desde el puesto que la providencia les asignó en su condición de hombre común de bien, y a los que la muerte no dio el alivio de serenar su conciencia con un solo acto de arrojo para el que estaban tranquilamente preparados por oficio, por talante y condición.

Resulta necesario, sin caer en el reproche, señalar que el peor pecado que puede cometerse en una lid que carece de sentido sagrado es la derrota. Esta nos da en su dictamen inapelable la medida de la imprudencia. Sólo Cristo puede ganar al perder, y sólo en Cristo se puede ganar al perder. Para el resto de las humanas cuestiones, “no emprendas empresas inútiles” decía el aquinate. Y es virtud primaria en el soldado la obstinación en la victoria y la tenacidad en el sostenimiento de sus resultados.

Yendo directamente al caso de la guerra contrarrevolucionaria librada contra la guerrilla castrista en la argentina de los setenta, como en todas las guerras similares que se libraron durante la guerra fría en distintos países, no se estuvo lejos del drama aquí descripto. Con aristas de cruzada en lo tocante a la defensa de los valores cristianos que claramente atacaba el enemigo marxista y que podían ser concretos intereses en algunos de los implicados (exclusivos en los mejores), no dejaba sin embargo de ser la defensa de un mundo burgués al que estos valores ya le importaba un higo y que azuzaba desde su astuto panzismo al espíritu quijotesco para mandar a otros a realizar una tarea ingrata mientras se llenaban el bolsillo (o simplemente cumplían su vocación de boludos a sueldo), asegurándose desde el vamos la traición al final del recorrido. (Mi padre dice que los masones aprendieron la lección con Napoleón y desde aquel momento, cada vez que llaman a un milico para salir del apuro, se aseguran antes la forma en que lo llevarán al abismo).

Ni hablar de la traición sufrida por los combatientes del campo revolucionario, infame como pocas. Sus jefes, agitadores e instigadores los mandaron al suicidio para terminar ellos negociando sus salidas contentados con “las sobras del banquete sucio”. Peor que burgueses; mandatarios y corredores infieles de burgueses, incapaces de producir con el trabajo, sirven al capitalista en la coima de la misma manera que lo sirven con desprecio sus rameras; ora alcahuetes ora fallutos y siempre amparados por la falsa excusa gramsciana del entrismo.

En esta nefasta suerte final se comparan los dos bandos; en el haber trabajado para burgueses. Pero no resultan comparables en el sentido de su sacrificio; el timo hacia los muertos de la izquierda fue total. Daban la vida por lejanos “ideales” concebidos en una ideología llena de odio que buscaba una demolición irracional para luego no construir nada fuera de las sucias negociaciones de un poder extranjero, tiránico y vacuo; donde el espíritu de sus soldados en medio de la refriega, jinetes voluntarios de un Apocalipsis, se contentaba con -y se conformaba a- dar ese primer paso cruel -la demolición- quedando de ellos la admiración del coraje, la fiereza y el desinterés, como se alaba de un tigre y no de un hombre. Cuando los militares -aún igualmente timados y traicionados- pueden encontrar el sentido de su faena en el concreto interés social de detener una loca destrucción; desde lo minúsculo hasta lo más grande, y con ello haber sido útiles en el mejor sentido del término. Pero como dijimos más arriba, el sentido ya no viene de la causa, lo da la persona en la profundidad o superficialidad de su espíritu, porque la causa ya no es común. No es ni siquiera reconocible. Y ambos bandos, producto de ese mimetismo que se establece entre el cazador y su presa tienen en lo concreto de la batalla, como único motivo visceral y palpable, la suerte del camarada; y como única metodología de acción el mutuo asesinato en los fondos sin luz de una sociedad que no quiere heroísmo. Quiere dinero. Una camaradería basada en el desgraciado destino común, pero que finalmente es lo más rescatable de la hora. Dar la vida por los amigos termina siendo siempre un asunto respetable.

Resulta reiterativo pero no inútil recordar que cuando uno realiza la manda de un burgués, no debe esperar agradecimiento, eso era con los reyes, y ese agradecimiento constituía el Honor. Enriquecerse reclama y exige la ingratitud; no se puede amontonar una pila de dinero si tienes conciencia de una deuda infinita con Dios, de otra impagable con la sociedad y de una concreta con tu prójimo. Cuando no te queda otra y trabajas para ellos debes asegurarte la paga porque nunca tendrás honor (todavía los abogados hablamos de honorarios)… y la más de las veces tendrás que ir a cobrar con un revolver al cinto (sin entrar en juicios, entiendo a los que de ambos bandos reclamaron el botín y admiro a los que no lo hicieron). No olviden que esos tipos inventaron los derechos humanos, ese asunto de mirar la política partiendo de mis intereses personales establecidos como nuevas tablas de la ley de la salvación humana. Y también inventaron el socialismo: una buena manera de sacarse de encima a quienes los sirvieron bien y entregarlos a la previsión social debidamente saqueada y malamente administrada por sociólogos de izquierda. Cuando lograron terminar con una ciudad fundada sobre las virtudes se encargaron de impedir que cuaje una fundada sobre las pasiones. Su fundamento debe ser el vicio.

El mundo burgués está para acumular y conservar sus bienes materiales. Es capaz de entregar su religión, su ejército, su nación, la educación de sus hijos y muchas otras cosas indecibles sin que nada impida el ritmo de sus vidas con vacaciones en la playa; pero resulta heroico en la defensa de sus porcentuales de rentabilidad. Allí sacan a pasear la Virgen, asaltan la Bastilla, adornan su pecho con escarapelas y entonando himnos patrióticos hasta son capaces de aumentar el sueldo de sus custodios.

Todo este cuento es para poder, en medio de la confusión, ser certero y no ser ingrato con aquellos generales con los que no estuve ni quise estar cuando tenían el poder pero con los que quiero estar en esta su peor hora en que la chusma izquierdosa los está linchando (ya sea por alimentar su odio connatural o en su caso, por lamer -a cambio de un salario- las nalgas de un poder corrupto que ha tomado el asunto como cortina de sus desmanes económicos). Agradecerles que los semáforos siguieron andando, que tuve una universidad, que no olvido que de no ser por ellos y a disposición de una policía revolucionaria a cargo de algún Gorriarán Merlo, seguro mi viejo… y quizá yo también, estaríamos en una mazmorra o dos metros bajo tierra. Que con mis hijos -que probablemente ni hubieran nacido- la estaríamos pasando bastante peor y que lo mismo hubiera pasado con casi todos los que amo. Para agradecer sin recordar ni juzgar, porque sin engaños, los grandes valores ya se estaban negociando en otras esferas más poderosas y más abyectas, de las cuales luego todos seríamos actores secundarios y creo que, de no ser por la promesa del “no prevalecerán”, estaban irremediablemente perdidos antes que ellos enfrentaran un asunto que les superaba con mucho la talla. Los “macro” resultados (como gustan decir los economistas) saliera pato o gallareta serían muy parecidos, salvo en lo personal para aquellos a quiénes les tocó durante la sucia jugada ser carne de cañón; que de eso fui salvado. Con o sin ellos hubiéramos desembocado en una parecida y fundida democracia de mierda.

Quiero agradecerle también a los simiescos y rastreros verdugos de hoy el haber atacado por lo bueno y no por lo malo, y con ello redimido muchos errores y permitido gestos que engrandecen más allá de la voluntad de los actores, ya que el sufrir un daño injusto, aún siendo siempre nosotros culpables, convoca al Divino Sufriente. Agradecerles porque de no ser por su saña y su bajeza nada se habría salvado de la ignominia. Quedará sin embargo el dolor, paradoja del misterio cristiano.

Como no me educaron como un burgués, quiero reconocer esa deuda impaga; y como me educaron como un cristiano no quiero dejar de ver en cada hecho la perspectiva esperanzada de Aquel que todo lo eleva.

Escribe Dardo Juan Calderón
 
Nota aclaratoria: El presente artículo se vuelve a publicar, habida cuanta que dasapareció ... a causa de un desperfecto técnico, y apareció gracias al buen amigo El Carlista.