A raíz de que en febrero de 2007 Benedicto XVI se refiriera a la existencia en el ámbito público de unos “valores no negociables”, en algunas mentes comenzó a fraguarse el concepto, la consigna, de los “cuatro valores (o principios, según los casos) no negociables” como eje de la acción política de los católicos.
La fórmula ha tenido una rápida implantación en determinados medios, medios en los que la sola mención a los cuatro valores supone ahora un mojón inconmovible que marca toda actividad pública cristiana. Dejemos para otra ocasión la interesante reflexión de cómo este reclamo ha calado de inmediato en gran parte de los “católicos preocupados por la cosa pública”. Por ahora bastará una consideración sobre la entidad del alegato de los “cuatro valores”.
Tengo amigos y conocidos pertenecientes a no menos de tres diferentes siglas políticas autodenominadas católicas (pero hay más) que han adoptado como criterio discriminador de la licitud de una opción política su adhesión a los “cuatro principios no negociables”. Un amigo muy querido se dolía tras los resultados del 22-m diciendo que “a los españoles les importan un bledo los principios no negociables”, al constatar la “epsiloniana” cantidad de votos que había cosechado su partido, cuya campaña había consistido en embozarse gallardamente en la bandera de los “cuatro valores”. El caso es que para muchos es ya una “obviedad” que la política católica o la acción política de los católicos está guiada por el “cuatrivalor”. Sin embargo, y bien mirado, el programa de los cuatro valores es más problemático y equívoco que lo que sus partidarios advierten.
Primer problema: ¿Cuatro?
De un modo inconsciente, sin embargo, la calificación de “no negociables” opera como un refuerzo psicológico, lo que, de un modo implícito y sumado a la equivoca determinación del número (“los cuatro”), alimenta la errónea idea de que “sólo estos cuatro valores son no negociables en política” y la correspondiente idea de que “luego hay otros que sí lo son y sobre los que no debemos insistir en nuestra participación política como católicos”. Pero no, no existen los valores negociables.
Ahora bien, el hecho de que, considerados en sí mismos, cada uno de eso cuatro “valores”, aun enunciados de forma demasiado esquemática, sean verdaderos, no impide que al agruparlos taxativamente en un conjunto cerrado resulten un despropósito. Esto lo olvidan los “pseudo-Benedictos” que hacen circular estos principios a modo de programa. ¿En qué consiste el desatino? En que el todo no es la mera suma de las partes, menos todavía en el orden práctico. No basta con que considerados por separado cada uno de los elementos sea bueno. Desde el momento en que se los presenta como un conjunto, lo principal pasa a ser la razón ordenadora, determinante, de ese conjunto. Si no se aporta ninguna razón de discriminación, enumerar tres principios o valores relativos a un orden particular (protección de la vida humana, del matrimonio natural y de la libertad de educación) junto con la mención al bien común, supone implícitamente asignar la misma razón de particularidad al bien común. Vemos, pues, que lo que aisladamente considerado -insisto en su peligroso esquematismo- no plantea demasiados problemas, presentado en conjunto supone necesariamente un principio hermenéutico que, por un lado limita los valores “no negociables” a esos cuatro y que, por el otro, los pone en pie de igualdad entre sí. Hoy pocos recuerdan la grave polémica sobre el bien común que sacudió el mundo católico desde la década de los cuarenta del siglo pasado. Lo recuerdan pocos porque la visión personalista del bien común (que lo subordina a la satisfacción de los fines particulares de los individuos) se ha impuesto como una neo-vulgata. Digamos tan sólo que bien común es un concepto que admite elucidaciones analógicas, pero que no es de ningún modo equívoco, por lo que el uso personalista del término bien común es, sencillamente, la negación de la condición “común” de ese bien, su desligación (des-radicación) de la naturaleza humana y su reducción a mera instancia agente de satisfacción de fines particulares y aun contrapuestos. Crear un conjunto con tres elementos de un orden a los que se suma un cuarto de otro que subsume a los otros tres es un absurdo lógico comparable a la suma de peras y manzanas, tan desaconsejada por mis infantiles maestros.
La vieja doctrina tomista sobre la comunidad política se cimienta sobre la existencia cierta, en todos los hombres, de un apetito natural que los empuja a agruparse para ayudarse mutuamente pero, sobre todo, para dar satisfacción al bien humano más perfecto, el bien de la convivencia virtuosa que realiza y finaliza la naturaleza común humana. Ese apetito recto y rectificado por la razón es el quicio y la regla de la vida política, cuyo fin es el bien común, bien que materialmente está integrado de forma subalterna por todos los bienes materiales, pero también por todos los bienes espirituales parciales. El bien común ni es instrumento (aunque de él se deriven naturalmente los bienes particulares) ni se identifica con las condiciones necesarias para que los particulares satisfagan sus fines privados. Es de naturaleza distinta a la suma de bienes particulares, también a la suma de bienes espirituales parciales. Se quiere por sí mismo y, paradójicamente, como sucede hoy y como sucedió en la mayor parte de los tiempos primitivos, puede no alcanzarse, poniendo en entredicho hasta los fines privados de los hombres.
Que de hecho se dé o no, incluso que de hecho no se den siquiera las condiciones mínimas para cooperar a la restitución de la justicia legal seguramente nos debe llevar a jugosas conclusiones prácticas. Pero de ningún modo la constatación de la dinamitación de la vida política, de su transformación en di-sociedad, puede justificar el olvido de ese apetito natural tan insofocable como nuestra naturaleza, inclinación que sigue siendo medida de nuestro obrar también en una situación tan anómala como la de hoy.
En definitiva, con la bienintencionada fórmula de los cuatro valores se propone una concepción de la política negativa, o de sustitución. Como ya no se concibe posible el bien común propiamente dicho -puede que ya ni se conciba como deseable- la propuesta es meramente defensiva respecto de las agresiones procedentes de la di-sociedad: defendámonos del aborto, de los nuevos modelos de familia, de la educación dirigida, del estatismo. El problema es que eso, precisamente eso, supone la admisión tácita de que la naturaleza política y por ende la política misma ya no son posibles. Pero las naturalezas no mudan en función de las encuestas. Y el hombre sigue siendo un ser político que necesita cauces sociales de realización: no es que se haya convertido en un ser privado que se dota de fines y que unas veces decide entrar en sociedad y otras defenderse de ella cuando ésta, como hoy, parece más fuente de daño que de bien.
Lo que antecede no es sino un esbozo, lo cual quiere decir que requiere más desarrollos, pero no que no evidencie la verdad... sobre una falsedad.