“Gobernar es poblar”, la famosísima frase de Juan Bautista Alberdi está contenida en sus “Bases y puntos de partida para la organización nacional”, obra que, en gran medida, marcó la orientación del texto constitucional argentino de 1853.
Vale la pena recordar que el libro en cuestión no es sino un panfleto propagandístico encargado por Justo José de Urquiza (y patrocinado por la plutocracia comercial británica de Santiago de Chile donde, a la sazón, lo compuso Alberdi) con la manifiesta intención de promover en el Río de la Plata los postulados centrales del liberalismo económico.
No se puede negar el éxito alcanzado, ya que sesenta años de colonización en nuestro suelo (1880-1943) dieron como resultado elocuente la mentalización de las clases dirigentes, sometidas y dirigidas desde la “city” de Londres en una época que aún algunos nostálgicos añoran y que, de hecho, tuvo, junto con estas sombras, algunas luces esplendentes.
De aquel predominio o, más bien, cuasi monopolio económico británico en nuestro suelo, se han forjado diversos mitos que, como suele pasar cuando los recoge la cultura mediática, se incrustan en el imaginario colectivo de manera prácticamente indestructible:
1°) Que los ferrocarriles los construyeron los ingleses (todas las primeras empresas ferrocarrileras lo fueron de capitales privados argentinos);
2°) Que el libre comercio permitió la inclusión argentina en los mercados internacionales (el, prácticamente, único mercado fue el Reino Unido y para la recepción de materias primas: trigo y carne, el mentado “granero del mundo”);
3°) Que las manufacturas extranjeras eran mejores que las nacionales (la división internacional de capital y trabajo produjo la desaparición de las artesanías o manufacturas del Interior, con su consiguiente despoblamiento que dura hasta nuestros días; por lo demás, el país se industrializó a los tumbos y “a pesar” de los ingleses y sus abogados nativos: primero con Carlos Pellegrini en la década del ´90, siglo XIX, y después, al conjuro de las interrupciones comerciales de la Gran Guerra, en la primera presidencia de Hipólito Yrigoyen, siglo XX);
4°) La inferior calidad de la mano de obra local respecto de la importada (tema recurrente de las “Bases” y falsísimo, ya que la pericia e ingeniosidad del criollo original fue luego robustecida por el talento ahorrativo y constructor de tanto inmigrante italiano, español, polaco, etc.), y tantos otros lugares comunes que el poco espacio me impide mencionar y que fueran cuidadosamente analizados por autores de la talla de Scalabrini Ortiz, Ramón Doll o Leonardo Castellani y recogidos con ese “sense of humour” (valga la ironía) tan especial en el “Manual de zonceras argentinas” de Arturo Jauretche (de paso porrazo: estos intelectualoides de “Kpadocia” que retoman la moda de las “zonceras” no advierten que son ellos mismos los primeros a quienes hubiera ridiculizado el pobre don Jauretche).
Y volvamos a las “Bases” de Alberdi y a su eslogan de “gobernar es poblar”. En rigor la máxima apuntaba a “despoblar” (la población hispanocriollaindígenamestiza original cuyo eje de unión era -y es- la lengua de Castilla y la Fe católica) y “poblar” con anglosajones altos, rubios y de ojos celestes (el “maquinista inglés” con que Alberdi soñaba).
Pero salió el tiro por la culata ya que a nuestras ubérrimas playas llegó una multitud variopinta de hombres de “buena voluntad” (como recita el Preámbulo), pero con muy pocos de la “pérfida Albión” (como decían nuestros antepasados y que, en rigor no es pérfida sino en su “ruling class”, como también lo fue buena parte de la dirigencia rioplatense) y éstos que llegaron conformaron el famoso crisol de razas con un resultado de tan fuerte sentido nacional que heroicamente dio soldados de todas las ascendencias en la guerra por nuestras irredentas Islas australes.
Con todo, Alberdi era un agudo observador de la realidad y furibundo antimitrista (lo cual, de suyo, lo torna simpático) y en la obra en cuestión (que todos citan y enaltecen, pero nadie lee) asienta con firmeza que un territorio amplísimo casi despoblado exigiría, para su potenciación internacional, ya para ese momento (1852) una población de 50 000 000 millones de personas.
Hay que reconocer los grandes esfuerzos poblacionales (básicamente inmigratorios) de la Generación del ’80 y, en parte al menos, su tozuda conquista e incorporación de territorios vacíos o inexplotados (verdaderas “res nullius” para el derecho internacional público, pese a su condición puramente nominal de pertenecientes al Estado nacional) y esto, debe recordarse, contra la manifiesta imprudencia (o verdadera gansada) de Sarmiento para quien “el mal que aqueja a la Argentina es la extensión”, v. cap. I de su “Facundo” (bien lo definió el poeta Carlos Obligado: “grande escritor y bárbaro absoluto”).
(En ese mismo momento, segunda mitad del siglo XIX, los EEUU iniciaban su desenfrenada conquista del Oeste -despojando a México- que les permitiría dominar América del Norte desde el Atlántico al Pacífico, intento virreinal rioplatense desvanecido por las guerras de “emancipación”).
Asi pues, el país necesitaba en 1852 cien millones de brazos, esto es, la mitad de habitantes. ¡Aún ahora no hemos alcanzado los 40.000.000!
Este es uno de los motivos principlísimos por el cual la República no puede ingresar en el ámbito de las grandes potencias como, de hecho, lo es en Sudamérica el Brasil con sus 200.000.000 millones de almas y sus 9.000.000 de km cuadrados ganados todos ellos contra las prescripciones de los Tratados de Tordesillas.
La mismísima China advierte con su larga política del “hijo único” un envejecimiento progresivo de su población que podría generar severas secuelas en lo económico. La nota de “La Nación”, 29/4/11, habla de “crisis demográfica en ciernes”. ¿Qué destino de sumisión nos espera a nosotros?
La Argentina desarrolló, sin duda, a lo largo del siglo XX una excelente capacitación profesional (mano de obra calificada y profesionales de primer nivel), una discreta vida universitaria (lamentablemente despojada de una sólida base humanística), un adecuado e inclusivo sistema educativo y un desarrollo social centrado en la constitución de una amplia clase media, con conciencia de serlo, así como unas clases populares que, un tanto lentamente, también fueron progresivamente incorporadas a los beneficios del sistema (aspectos estos dos últimos impulsados, desde lo político, por el radicalismo originario de cuño federal y, desde lo social, por el peronismo justicialista en sus primeras décadas).
Mas se estancó, lamentablemente, el desarrollo demográfico. Al vigoroso impulso del siglo XIX le siguió el predominio de una cultura maltusiana (básicamente egoísta y restrictiva) y después francas políticas antinatalistas que ahora llegan a su clímax con la promoción de toda clase de métodos contracepcionales y abortivos (base misma de la nefasta y falsa “educación” sexual en las escuelas que no es otra cosa que el fomento de la disociación del sexo y el amor, con las terroríficas secuelas psicológicas que ello entraña).
Todo ello sumado a la pavorosa distorsión en la distribución poblacional que arrebaña multitudes en el Gran Buenos Aires y algunos pocos focos del Interior y deja prácticamente vacías regiones enteras de importante significación económica y geopolítica (v.g. el NOA y la Patagonia).
Ya no rigen las políticas económicas del Imperio (británico) al cual el crecimiento demográfico dotaba, al menos, de nuevos consumidores. Ahora se imponen los úkases de los organismos políticos y financieros globales, francamente contrarios al desarrollo integral de los pueblos (Pablo VI), dictámenes que la falsa progresía local acata entusiastamente porque, en rigor, nunca tuvo en sus cabezas más que globos de aire, siempre furgón de cola de los intereses antihispanoamericanistas.
“Gobernar es poblar”, dijo Alberdi (que no tuvo hijos) y los políticos argentinos de hoy se empeñan en dejar deshabitada esta tierra, que antaño se llamaba “de promisión”, y que ha devenido en la cueva de Alibabá.
Ricardo Fraga
Nota de Argentinidad: El autor: Ricardo Fraga, es actualmente Juez, Historiador, Hispanista y amigo.
El tipejo de la foto cabeza abajo -a propósito, claro- es el infame J.B. Alberdi.