Herencia

Enviado por Esteban Falcionelli en Mié, 24/08/2011 - 10:23pm

Cuando hablamos de una herencia la primer cosa que se nos aparece a la imaginación es la de un conjunto de bienes sin otra significación que su valor económico. Para hacer de ellos los que nos da la gana.

Ni siquiera desde el punto de vista económico esto era así no hace muchos años. Un patrimonio era un algo dinámico que se trasmitía y que implicaba una forma de organizar y administrar esos bienes. Implicaba no solo una adquisición, sino también una carga, la carga de respetar “el modo” de vida que la adquisición de los bienes suponía. No voy a considerar en este trabajo los cambios producidos por las leyes sucesorias impuestas en el Código de Napoleón por considerarlos por todos conocidos, y tampoco creo necesario apuntar que las modificaciones legales llevaban el para nada velado objetivo de destruir con esta forma de sucesión, la posibilidad del mantenimiento o surgimiento de una clase noble, clase que había sido prolijamente guillotinada no sin la necesaria parte de culpa que ella misma había conseguido en su proceso de decrepitud, fruto de la vida cortesana, el lujo y la consiguiente necesidad de poder deshacerse de la carga que la herencia implicaba para poder convertir los bienes en cosas intra comercio, y hacerse del efectivo para la obtención de los placeres que la sociedad moderna ponía a su alcance. Tampoco quiero abundar en el papel primordial que le tocó a la mujer en este proceso, al salir de su situación de ama de la casa y competir en las cortes con las vanidades propias de su sexo.

Apenas si señalaremos le enorme pérdida social que significa la destrucción de cada emprendimiento que no puede traspasar la generación que lo produce y corta la dinámica económica. Aún desde esta perspectiva solamente económica, el sistema sucesorio aniquila siquiera la posibilidad de la formación de una oligarquía estable, que por proceso natural va a implicar un mejoramiento cultural, ya que las nuevas generaciones herederas de fortunas, mejor adaptados al uso del dinero y ya con sus tiempos mas holgados, sin duda se irán volcando hacia los valores “agradables” de la buena vida, relantizando la urgencia de ganancias y rentabilidad que en la acumulación del capital ya no precisa altos porcentajes, y de esta manera mejorando la relación social. Los capitales se sucederán en el mejor de los casos como “rentas” de empresas administradas por profesionales, nueva categoría que entra al ruedo como verdaderos corsarios de la economía.

Volviendo a lo conceptual, una herencia implica un modo de hacer las cosas y un modo de ser. Quienes esto no reciben con ella, son simplemente unos desheredados que se han sacado la lotería con la muerte del viejo pariente. Y quienes la reciben, tienen mucho más de lo que creen.

Resulta natural en el hombre proyectarse desde temprano para la formación de un patrimonio que va a dejar; material, espiritual, cultural, profesional o simplemente su oficio con algunas herramientas.

La modernidad provoca en el hombre una clara advertencia de que esto no va a ocurrir, de que esto va a ser impedido y retuerce al hombre en su tendencia natural que ya en ninguno de estos campos acumula, conciente y desesperado, porque es completamente inútil. A lo sumo preveremos un seguro o un fondo fiduciario para el legado de unos pesos que cause a los descendientes una pequeña satisfacción para el recuerdo efímero. Con esto quiero concluir que como hombres modernos, hemos dejado de construir herencias y hemos perdido el valor que estas implican, llegando en el mayor de los casos, a considerar que con ello hacemos más mal que bien. Y es así en el plano material y como producto de la legislación revolucionaria. Una herencia no será otra cosa que un campo de batalla donde nuestros descendientes lucharán como perros por su parte una vez asegurado el “beneficio de inventario”.

Dentro de esta natural tendencia a construir algo para nuestra posteridad, no menor, sino primordial, resulta la elección de nuestro cónyuge. Podemos afirmar que en la profundidad del proceso se encuentra como motor la selección sexual y el amor sexual. Antes de todo cálculo y de todo refinamiento cultural, el hombre como el animal busca por instinto aparearse para la propagación, no sólo para su conservación como especie, sino también como superación de la misma. En el mundo animal, si la hembra tiene posibilidades, elige el macho que mejor encarna las características de la especie. En el hombre esta actitud cobra un enaltecimiento anímico y una tendencia teleológica que describe Max Scheler como “sustentada por su propia conciencia, por el pudor reticente, economizador y conservador. -de realizar en la generación siguiente los mejores y más adecuados valores hereditarios. En este tipo de amor, una imagen ideal de generación futura es proyectada diríamos , por el alma -sin que el alma lo sepa y tenga conciencia-  para que la realidad de la procreación y del nacimiento pueda hallar en esta imagen, en esta poderosa tentativa del alma un libre campo de desarrollo”.

Veremos como el hombre antiguo elige su cónyuge a partir de este concepto de herencia, ya sea dentro de un pueblo, de una raza, de un oficio, de una clase, siendo la fortuna y el placer sexual aditamentos que ocasionalmente pueden adornar la elección pero que están lejos de determinarla.

Volviendo a Scheler “Sólo cuando la atracción del mero placer sensual o cuando la atracción igualmente vulgar del dinero y de la fortuna se imponen al amor, a este amor disciplinado protegido por el pudor y por todos esos instintos preciosos, el tipo de generaciones siguientes pierde en su calidad de valores, aún cuando, por otra parte, como por ejemplo en la Europa de la era capitalista, en lo que Goldscheid llama el “hombre de pacotilla” o lo que Schopenhauer llama “artículo de fábrica de la naturaleza”, su cantidad aumenta rápidamente como la elefantiasis”.

Sin embargo, no debemos llamarnos a engaño en el proceso causal, es probable que el hombre se vea obnubilado por el placer o la ambición y esto rompa el proceso de selección en vistas a la herencia. Pero no menor resulta, como venimos viendo, que la desesperanza en la posibilidad de una continuidad y en la formación de un patrimonio firme (como ya dijimos, material o espiritual) produzca en el hombre el abandono de esas tendencias naturales y busque en el otro sólo la complacencia de las tendencias vulgares de su aceptada decadencia. No espera otra cosa que esa decadencia y en ella se solaza.

Nosotros, como hombres modernos, hemos abandonado la tendencia a la formación de una herencia, que en lo material se nos demuestra como absurda y negativa (producto de la perversa legislación) llevando este desánimo a lo espiritual, que en el fárrago de las ideologías propagadas por las modernas instituciones de enseñanza que suplen al hogar y a la parroquia, hacen que en breve las conversaciones de nuestra mesa no sea otra cosa que un volcán de indigestiones provocadas por las diferencias irreconciliables. Resulta al fin saludable el pensar sólo para nosotros mismos.

En ese primer paso y como fatal comienzo, una tendencia decadente nos lleva a elegir la unión sexual como una solución para nuestra corta existencia -y ahora último, acotada  por etapas- y abandonar el sentido teleológico de nuestra elección.

Concluyendo este primer punto debemos resaltar que es sobre la unión marital que se recibe y se construye una herencia. Que una herencia implica el tener recibido y solucionado gran parte del problema de la vida, tanto en su aspecto material, como espiritual, al estar determinado por el ánimo para afrontar la vida.

Sin embargo, y aunque la Fe sería un punto esencial de esa herencia, es una experiencia hodierna el que los sectores religiosos están pariendo generaciones de un desánimo alarmante (no con esto quiero decir que no suceda en todos lados, sino que pretendo marcar una contradicción en cuanto coexiste la Fe con la falta de vitalidad). Como animales heridos por una enfermedad extraña (¿espiritual?) las nuevas camadas han perdido ese núcleo vital de entusiasmo que toda especie tiene como dato instintivo hacia la procreación y transmisión de los mejores valores hacia la siguiente generación. Un enorme pesimismo tiñe las almas que se vuelcan hacia lo religioso donde justifican su quietismo, su escepticismo vital y en el peor de los casos, un cinismo brutal. Es decir que el mal les viene de la casa, ese lugar cuyo sentido más profundo y esencial es legar los valores vitales del amor humano, se ha transformado en una usina de tristeza y una escuela de fracaso. Los padres “han sufrido” la vida hasta tal punto que la han hecho indeseable y la gran causa de este fracaso está en las uniones maritales, que como hemos visto, son la fuerza misma de la herencia. El matrimonio ha sido vivido como una fuente de limitaciones que se agrava con la prole y donde los hombres han claudicado sus mejores intentos para resignarse a una vida chata y oscura. El sacrificio se comunica desde su perspectiva más impotente, el dolerse en la pérdida y no en el dolerse para la ganancia. (Cristo no sufre para ver su obra fracasada, sufre para la redención y la Iglesia estalla en campanadas la noche del Sábado Santo).

La unión sexual para la transmisión de la vida ha dejado de ser una fuente de alegría vital en sí misma, una tarea que llena de orgullo y de proyectos a los progenitores con respecto a esa prole. El hombre sólo ve las miles de posibilidades que ha dejado en el camino para una realización personal. Y eso es porque no tiene “linaje”, porque no tiene una herencia de “valores” heredados que considera urgente e imprescindible conservar y trasmitir. Porque se ha quedado sin nada. Y si eso no existe, resulta bastante incómodo el mantener una parva de hijos cuya razón de ser no pasa de una serie de realizaciones personales que en la mayoría de los casos, ni vamos a ver, ni vamos a tener mucho que ver en ellas.

La Fe, desde esta perspectiva de la herencia, cobra el sentido vital de la transmisión hacia el futuro y es en sí misma una razón para vivir y procrearse y para mantener la alegría de esta tarea. Es una razón para que la unión sexual tenga un código de elección y un sentido teleológico. Me uno para trasmitir la Fe, no sólo para estos que he procreado, sino para diez generaciones, para un pueblo. Es toda una empresa cuyo desafío es mantenerse en el tiempo por siempre. Es una experiencia bastante frecuente el ver comunidades de inmigrantes que luchan por mantener el cultivo de sus costumbres originarias dentro de un pueblo extraño, y vemos en ellas un entusiasmo vital que las impulsa y que logra cosas grandes, más allá de que con el tiempo y al entremezclarse, se va perdiendo.

El hogar no es el lugar donde se intenta la realización personal de cada uno de los componentes, esta tarea es esencialmente de cada uno en su actividad responsable; el hogar es el lugar donde se conserva y trasmite un patrimonio generacional, más allá de los avatares de cada vida que lo compone y donde todos, los más hábiles y los más débiles, cobran un sentido y logran una aprobación.

El entender que la tarea de los padres es lograr el éxito de los hijos, es proponerse una tarea ingrata que la más de las veces verá un enorme fracaso. En el hogar, los valores que se defienden son los valores que pueden ser objeto de transmisión generacional. Una propiedad, un oficio, un conocimiento, una raza, unas costumbres, un pueblo, una Fe. Y la fuerza de ese hogar depende de si tiene adquiridos o no esos valores y de si los mismos se han transformado en una razón de su existencia. La gran clave está en la coincidencia de ambos fundadores en la unión sexual, siempre teniendo en cuenta que el varón hará mejor defensa de los valores en su condición general y la mujer atenderá con mayor premura al fortalecimiento de la condición personal.

Volviendo al tema religioso, la Fe no resulta suficiente para fundamentar un hogar si ella no está concebida como una empresa de transmisión generacional y por el contrario, se piensa en ella como en una especie de tabla de salvación personal. No es el hogar un refugio de reforzamiento de los individualismos, sino un foco de expansión de los valores vitales. Se trata de un esfuerzo para mantener viva la vida, mantener vivo un patrimonio, una raza, una nación, una Fe. Dentro de él los valores, reitero, son vitales, vienen de una tradición pero no para ser cultivada en la nostalgia, sino para ser mantenida en la vigencia, propalada y aumentada. Es en sí mismo una tarea que debería bastar para justificar toda una vida y la única tarea en la que los padres pueden, en todos los casos, erigirse como modelos válidos de imitación. Si existe para el hogar una tarea que lo define y si los padres la han cumplido, todas sus falencias personales quedan relegadas en la consideración de lo principal y mal que mal, los hijos verán en el padre al modelo que los marca. De nos ser así, ya depende de las condiciones personales, que la más de las veces son magras, y los padres pasan a ser modelos al revés, es decir “contrafiguras”, a las que los hijos toman como modelo de “lo que no hay que hacer”, de lo que fue un camino errado, y a partir de ello intentan novedades inexploradas.

Terminando este tema, no hay mayor bien que haber recibido una herencia y tener como objetivo el conservarla y trasmitirla. Esto da sentido a todas nuestras decisiones y conforma un núcleo de realización personal válido e imitable, Establece un nexo generacional de mutua valoración enalteciendo las relaciones de amor.

Si no se la tiene, hay que construirla con ese objetivo y para ello es fundamental coincidir en él con el cónyuge. Ese objetivo debe condicionar la elección del cónyuge.

En esta faena se nos hace imprescindible la vida. Necesitamos vida para llevarla a cabo. Esto es lo que llamamos “valor vital”, y sobre este debemos escalar. Por supuesto que necesitamos una salud, y un patrimonio adecuado que formar para el sustento. Y necesitamos un cierto “goce” de la vida, una alegría. Y un lugar físico. Y luego un oficio. Y luego un entorno. Y luego una política. Y luego una ciencia. ¡Pero en este orden! Un primer motor que nos impulsa en un esfuerzo generacional (la Fe es el más egregio y más perdurable, pero a falta de pan …) y establece una escala de valores para las elecciones; y luego las condiciones vitales para sustentar la tarea.

Los jóvenes son lanzados a las consecuciones ulteriores sin haber transcurrido las adquisiciones previas y necesarias. No encuentro nada más estúpido que un joven azuzado a hacer política cuando ni siquiera sabe procurarse su propio sustento. Sin haber transcurrido los compromisos en los que madura lo que debe procurar. Sin tener su cuño de tierra que defender. Sin haber experimentado la paternidad. Sin haber demostrado su valía y puesto a prueba su coraje y temperamento. Sin haber logrado adquirir una ciencia. Sin haber sufrido para ganar, sin haber sufrido para adquirir.

Me toca sufrir en carne propia estas estúpidas conductas en las que “viejos” fracasados en su elán vital, pretenden inculcar en los jóvenes una acción política que es por definición el resultado de la madurez. Que es la tarea del que está “sobrado” de lo anterior. Ellos deben construir hogares (y en el caso de los agraciados por la vocación religiosa, pues no es muy distinto el camino aunque en analogías superiores) y en la medida que esta tarea se les facilita, aportar a la política y a la ciencia. No es la política quien va a arreglar nuestros hogares deshechos ni nuestro desánimo existencial, sino todo lo contrario. Al final… decía un personaje de Pérez Reverte que moría en una lejana guerra… la Patria es una mujer, y una casa. Recuerdo así mismo aquella novela de Junger, en la que la nada iba invadiendo un  pueblo y todos escapaban hacia el puerto: en la puerta de su Iglesia, el viejo cura aguardaba tocando las campanas.

No es un héroe quien se ve arrastrado por la fuerza de los hechos a la batalla. El héroe va porque le “sobra” y juega dentro de ella con la soltura del protagonista.

Como hemos dicho, todo atenta hoy contra esta posibilidad de construir una herencia. El enemigo sabe la fuerza vital que se comprime en la fórmula sexual del hogar y su esfuerzo por la transmisión de lo vital. El enemigo es muerte y es nada. Es desánimo. Es acción apresurada para el fracaso. Es dolor del abandono.

Poco queda por conservar y trasmitir en un mundo revolucionado. Quizá sólo la Fe, pero la Fe que reclama toda la fuerza vital de la existencia para su sostenimiento hasta el fin de los tiempos y que nos hace construir hogares y capillas en medio de las ruinas. La Fe que queremos trasmitir intacta a los nuestros por venir y que heredamos de los antiguos. Las que nos da una razón para vivir y no una religiosidad pesimista en la que matamos nuestra vitalidad para morir sólo mirando el cielo.

Quien quiera ser alguien y para que le crea, primero deberá mostrarme su casa. Recoge tu pequeño rebaño. “He conservado todos los que me diste”.

La Institución es la Herencia, y su sostenedor es el Padre de Familia,  Modelo de vida en la entrega a una empresa generacional. Luego nos toca ver la Tradición  (no hablamos aquí de tradición religiosa) cuyo sostenedor es el Héroe, padre de pueblos, y por último la Fe, cuyo sostén es el Santo, padre de almas. Todos ellos analogados del Cristo, pero diferentes y con sus propias categorías.

Dardo Juan Calderón