El Juez Inicuo

Enviado por Esteban Falcionelli en Sáb, 27/08/2011 - 10:51pm

De la iniquidad de los jueces habla repetidas veces el Antiguo Testamento. Es, por lo tanto, un tema remanido. Tópico o bien, lugar común que, por lo visto, atraviesa los siglos.

También Jesucristo dedica una parábola al juez inicuo, mas no para detenerse moralinamente en el aspecto ético de su injusticia ¡sino para compararse con ella!

Es evidente que las parábolas de Cristo desconciertan. Lo han notado tantísimos Padres de la Iglesia, muchos exégetas y grandes escritores (v.g. Chesterton) y, entre nosotros, nuestro formidable maestro Leonardo Castellani.

Los dichos de Jesús desencajan porque contienen o, más bien, SON las palabras absolutas de la Palabra Absoluta, que jamás pasará (Lc. 21, 33).

Si el Verbo se hace Carne, si la trascendencia infinita se vuelve inmanencia finita, si la eternidad se sumerge en el tiempo, entonces, inevitablemente, el universo cósmico y el universo humano se descoyuntan y ya las cosas no han de ser nunca más lo que antiguamente fueron. Una radical novedad las ha transido y penetrado, iluminando de un modo insólito todo su natural significado.

“Ut nos Unigeniti tui nova per carnem Nativitas liberet…” (que la nueva Natividad, según la carne, de tu Unigénito, nos libre…).

El Evangelio es un anuncio inmenso metido en una medida humana y, por ello, se canaliza en arroyos cristalinos de abundosas aguas que calman la sed y que la excitan. Fuentes surgentes de agua viva que fluyen del Corazón de Aquel que proclamó: “el que tiene sed que venga a Mí y beba (Jn. 7, 37-38) y de su pecho brotarán los manantiales de la vida eterna…” (Jn. 4, 14).

Así, pues, el juez inicuo viene a significar la resistencia divina que incita a la oración constante, suplicante, insistente, tenaz.

“Les propuso una parábola sobre la necesidad de que orasen siempre sin desalentarse. Había en una ciudad un juez que no temía a Dios y no hacía ningún caso de los hombres. Había también allí, en esta misma ciudad, una viuda, que iba a buscarlo y le decía: ‘hazme justicia, librándome de mi adversario’. Y por algún tiempo no quiso; mas después dijo para sí: ‘aunque no temo a Dios, ni respeto a hombre, sin embargo, porque esta viuda me importuna, le haré justicia, no sea que al fin venga y me arañe la cara’ y el Señor agregó: habéis oído el lenguaje de aquel juez inicuo. ¿Y Dios no habrá de vengar a sus elegidos, que claman a Él día y noche, y se mostraría tardío con respecto a ellos? Yo os digo que ejercerá la venganza de ellos prontamente. Pero el Hijo del Hombre, cuando vuelva, ¿hallará por ventura fe sobre la tierra?” (Lc. 18, 1-8).

En el contexto del humor divino de que hace gala Jesucristo, la paradoja de la comparación (parábola), reside en los dos elementos comparados: ¡un Dios inicuo! y la insistencia pertinaz de la viuda.

Reducir la parábola a una mera exhortación a la plegaria es, por un lado, oscurecer su sentido teológico y, por el otro, desconocer el género al que pertenece y del cual fue Jesús maestro genial e irrepetible (cf. “Las parábolas de Cristo”, L. Castellani).

Hay algo más hondo en esos pocos versículos que trae san Lucas y que, antes que volcados al papel, fueron objeto de la catequesis o didajé oral de los Apóstoles.

Dios mismo (más aún el Padre) asume el protagónico rol de un juez injusto, inquebrantable a la ley de Dios y de los hombres. Un juez que a nada teme, excepto a su propia comodidad y a la presión social del medio que hoy, más bien, sería la presión social de los Medios.

Un juez inicuo es, en rigor, algo tremendo que, sin embargo, no tiene por qué, de suyo, obstaculizar a la administración de la justicia, ya que esta virtud se consuma con dar objetivamente a cada uno lo suyo (res iusta), con independencia de las disposiciones interiores del administrador. (Así, en la “Ética a Nicómaco” de Aristóteles y en su ilustre glosador, Tomás de Aquino).

Empero, el juez de la parábola impresiona no tan sólo como injusto en la atribución sino como corrupto en el ejercicio de su cargo legal, “coimero” que decimos los argentinos, que acepta o propicia el soborno, cohecho en el lenguaje de los juristas.

Y es este aspecto el más llamativo de la divina analogía: ¡Dios es un juez “coimero” que se deja sobornar y que quiere que lo cohechen! Y el soborno que todo lo consigue es, ¡quién lo diría!, la oración impetuosa y, por lo mismo, eficaz.

Si desde toda la eternidad no se hubiese previsto la “iniquidad de los jueces” jamás hubiéramos conocido la eficacia contundente de la oración (al menos en este inusitado aspecto).

Del mismo modo que si no existiera el robo y el bandidaje, nunca hubiéramos escuchado aquellas estremecedoras palabras dirigidas a un Ladrón: “¡hoy estarás Conmigo en el paraíso!” (Lc. 23, 39-43).

La dimensión teologal de la parábola transcrita se advierte con claridad por el remate con que finaliza esta exhortación a la plegaria. Nada menos que la “venganza divina” en favor de lo elegidos “que claman día y noche”, en pasaje parejo al de Apocalipsis 6, 10, donde también los mártires claman a Dios por su sangre derramada a torrentes.

La vindicta es una de las partes potenciales de la justicia y, ejercida por los particulares, es inagotable fuente de discordia. Asumida por el Estado, con carácter exclusivo, conduce, si es, a la vez, proporcional y conmiserante, a la paz pública y a la promoción humana del bien común.

Mas aquí son los justos los que imploran de Dios la absoluta e infalible venganza que sólo brotará cuando, extinguido el tiempo, se hayan contenido los efluvios de la divina misericordia.

El juez inicuo se resiste a atender los reclamos de la viuda y es, de tal suerte, signo de Aquel que quiere dar a cada uno de sus hijos todas las cosas buenas, si se lo piden. Y si se lo piden con insistencia ya que, como han dicho los Santos, “la oración es la potencia del hombre y la debilidad de Dios”.

Como expresamente lo consigna la perícopa la viuda insistente es también la voz de los hijos que suplican ante el Adversario.

La dilación en el tiempo indica la necesidad de no precipitar el instante en que se haya completado el número de los elegidos previsto desde toda la eternidad (Ap. 6, 10-11).

Los “católicos modernos (*)” (que diría León Bloy) imaginan siempre una apocatástasis final de perdón universal que parangone a las víctimas con los victimarios en la final vocación escatológica.

No es éste, empero, el lenguaje bíblico. La hora penitencial, a la cual todos sin excepción, son llamados es la vida temporal, la historia concreta de cada alma. La redención universal de Jesucristo a todos alcanza, si cada quien se la aplica, en este indescifrable (para nosotros) misterio del libre albedrío toda vez que, como afirma san Agustín, “el que te creó sin ti no te salvará sin ti”.

Los justos claman, es decir, gritan. Pero, en esta hora de la espera, Dios calla.

“Tú no sabes hasta dónde puede llegar el silencio de Dios” (Gustave Thibon, epígrafe a “El silencio de Dios” de Rafael Gambra).

Los ahítos de los bienes de este mundo y, particularmente, la gran cofradía judicial de los lacayos estiman que ¡Dios es bueno! y, por consiguiente, y con perdón, “medio bol…”, olvidadizo de las lacras con que tan ilustres cofrades someten a los más débiles de sus hermanos.

Por esto no temen ni tiemblan (de terror) cuando ponen a Dios como testigos de sus nefandos juramentos. Para ellos la iniquidad no existe, sólo es por oxímoron el vacuo nombre de la “honestidad” de sus conciencias.

Jesús, ese misérrimo Dios colgado de una cruz por la omisión ominosa de un juez venal y pacato, no se arredró en compararse con la triste figura de un “juez inicuo” para mostrarnos que había que implorar sin fatiga su misericordia (ahora que es el tiempo propicio).

Al fin y al cabo, sin embargo, “¿quién me ha constituido juez entre vosotros?” (Lc. 12, 14).

En definitiva, quizás no existan los jueces inicuos y se trate de una maledicencia de los cristianos conformistas empeñados en desmentir al evangelio.

Sólo existen los jueces onerosos, o los intercambiables, o los veleidosos, impenetrables todos (son sordos) al griterío de todas las viudas imaginables.

En cambio, el analogado del juez inicuo en esta parábola cede ante la incansable insistencia de la viuda.

Se destaca la paciencia de la viuda y la impaciencia del juez. Los invertidos roles de la paciencia de Dios y la impaciencia del hombre.

El Padre se compara con un juez inicuo que se hace rogar: he aquí todo el plan salvífico develado en la hondura teológica de la parábola. Dios que “necesita” salvar y el hombre que necesita ser salvado. La oración como único camino para la salvación y la oración que arrebata los bienes que espera.

La viuda que obtiene al fin lo que busca y el ladrón que rapiña su botín y se convierte en el “buen Ladrón” (san Dimas).

“Jueces inicuos”, que siempre los habrá y “ladrones osados” que también los habrá, signos ambos de un entrañable amor que sólo busca ser alcanzado.

El final de la parabolita tiene un extraño estrambote (que quizás quedó “pegado” de algún otro recitado oral de Cristo) pero que enlaza formidablemente con este recurrente tema de la oración eficaz.

“Cuando vuelva el Hijo del Hombre ¿hallará fe sobre la tierra?” El ‘eclipse de Dios’ a que aludía Benedicto XVI en su reciente viaje pastoral a España.

Cuando Jesús retorne (parusía), dogma central de la Fe Católica, el “misterio de iniquidad” habrá consumado sus últimos alientos.

La iniquidad rebalsará la medida de su copa. Dios callará y las plegarias de sus elegidos no lograrán conmover los labios divinos. Entonces reinarán, ya no los jueces sino los maestros de la iniquidad. Pero la Roca no cederá y la oración infalible del Verbo en la noche de la agonía se extenderá como un escudo protector para todos aquellos a quienes Dios ama.

“Y si aquel tiempo no fuera abreviado ni los justos resistirían” (Jn. cap. 24), afirmación que sostiene la fe, la esperanza y la caridad de aquellos últimos resistentes… ¡ya que ellos resistirán!

Mas, el medio será la oración confiada que no podrá fallar.

Se aunarán en ese instante supremo las lágrimas de todos los dolores, las agonías de todos los abandonados, la sangre de todos los perseguidos por el nombre de Dios, las miserias de todos los pecadores y la penitencia de todos los convertidos.

La imagen es también del evangelio: los dolores del parto y la alegría sobrenatural y cósmica de la plenitud de la redención.

  •  “Afirmo rotundamente que el mundo católico moderno es un mundo réprobo, condenado, rechazado absolutamente, irremediablemente, un mundo infame del que el Señor Jesús está completamente harto, un espejo de ignominia en el que no puede mirarse sin tener miedo, como en Getsemaní” (León Bloy, 1903).

Ricardo Fraga