Un Fallo que Falla

Enviado por Esteban Falcionelli en Mié, 28/03/2012 - 10:37pm

Los diversos constructivismos a la moda, al negar la existencia de todo orden natural creado, engendran inevitables consecuencias en el ámbito de la política (me refiero a la política en su acepción más lata de (“vida ciudadana”) en punto, básicamente, a la novedosa significación que, entonces, adquiere la dimensión legislativa y jurídica del Estado: vacua ratificación legal de ciertos usos sociales (ordinariamente invertidos según la fórmula gramscista), sin vinculación alguna con la justicia, relegada como queda a la estratosfera de los conceptos metafísicos inalcanzables y carentes de todo contenido verificable.

El constructivismo (o los constructivismos) constituye más que una escuela o tendencia filosófica, una “ideología” que, consecuente con el racionalismo precursor, reduce el mundo de lo real a las meras “construcciones culturales humanas”, disociando -tal como en Hegel- “cultura” y “naturaleza” y colocando al hombre como un sujeto sin relación, único demiurgo de sus propias estructuras sociales y políticas, desvinculándose éstas de toda “traba” predeterminada por cualquier modo de objetividad.

El “todo es cultura, nada es natura” hegeliano expresado hasta los extremos más conflictivos de su postulación idealista (separación de la realidad “nacida” -naturaleza- por un quehacer humano antojadizo que nada debe a una trascendencia creadora ajena al hombre mismo).

Como se ve, el constructivismo sitúa al hombre en el plano de una pura artificialidad y lo desliga, por lo tanto, ya no sólo de todo nexo con el pasado, con la historia o con la tradición, sino también con cualquier potencialidad generadora de expectativas reales a futuro, esto es, de todo contacto con los casos concretos que, de algún modo, lo religuen (al menos en situación de nostalgia) a aquello que las corrientes intelectuales de todos los siglos, al menos en Occidente, han denominado “ser”: el ser de las cosas reales.

En este clima enrarecido de subjetivismo constructivista, donde únicamente es válido el hacer inmanente de cada tiempo, con positiva repulsa a toda jerarquía axiológica recibida, heredada o meramente conocida, en esta atmósfera -digo- ha de colocarse el reciente fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación acerca de la interpretación del art. 86 inc. 2° del Código Penal de la Nación.

Va de suyo, por ello, que no se trata de una sólita exégesis técnica de carácter “constitucional”, encerrada en el derecho positivo (ley vigente).

De ninguna manera. Estos jueces que unánimemente se expidieron en un sentido unívoco con referencia al tema en cuestión, han sido “formados” en derroteros del pensamiento en los cuales no tienen cabida ni la naturaleza analógica del fenómeno jurídico plasmado por Roma, ni la objetividad de la cosa justa (“res iusta”) que Roma recibió (y sistematizó) cuidadosamente de los griegos (“to dikaion”).

Estos jueces habrán estudiado (o no) derecho romano, pero no son romanistas. Habrán incursionado (algunos escribieron tratados) en el derecho civil, pero no son civilistas. Habrán revolucionado el derecho penal, pero no a la medida de un Francesco Carrara, o de un Giuseppe Maggiore, ambos significados iusnaturalistas.

¿Qué falta para esto? Nada menos que el conocimiento jurídico como contemplación de la realidad dada y la praxis jurídica como actividad específicamente humana, es decir, ordenada a la ejecución de un orden, valga decirlo así, objetivamente justo y al discernimiento de “lo justo” en cada asunto determinado, al cual accede la labor “indicadora” (“iudex”) del juez.

Éste ha sido por siglos el mester de los juristas: descubrir en el caso concreto bajo análisis la conexión con el orden natural, contemplado por la inteligencia y canalizado en la jurisprudencia positiva.

Claro que, para ellos, jurisprudencia no era un conjunto más o menos esclerótico de fallos judiciales inconexos y caprichosos, sino la sana e imprescindible “iuris prudentia”, o prudente ciencia del derecho.

Poco importan aquí las infinitas variables que el derecho natural haya ofrecido en el curso de la historia, que van desde el mínimo imprescindible “don de la naturaleza” (propio del derecho romano clásico), al catálogo preceptivo del iusnaturalismo racionalista del siglo XVIII.

Tampoco interesa mucho abordar ahora qué es derecho romano clásico, ya que la compilación justinianea cosificó, de algún modo, todos los extremos legislativos y jurisprudenciales sobre los cuales han trabajado después los romanistas posteriores.

Aquello que sí resulta destacable es que jamás se había arribado al extremo de convertir el “derecho” en una simple codificación de las “manías” transitorias de un ciclo histórico, juzgado por sus fautores como el paradigma de toda organización social.

En este contexto los tales jueces han demostrado, sin duda, ser hijos legítimos de su momento, al que no me atrevo a llamar “histórico”, dado el furor inconciliable de todo constructivismo con la misma historia como continuidad sucesiva y cualificada del pasado, que cristaliza en el presente y se proyecta fecundamente hacia el porvenir.

Para fallar como fallaron debieron incluso renunciar a caros principios dogmáticos del derecho constitucional argentino, entre ellos aquellos que sostienen que la Corte sentencia sobre el “caso concreto” y no se expide sobre una cuestión devenida abstracta, por desaparición del objeto litigioso.

Aquí la Corte, en asunto asaz espinoso y complejo, ha formulado una “doctrina legal” (por denominarla de alguna manera) que, más que interpretación del precepto normativo, semeja una “cuasi labor legisferente”, ajena por completo a la función judicante que le atribuye la Constitución Nacional.

Las sentencias de la Corte Suprema de Justicia fijan, ciertamente, un criterio de orientación para los tribunales inferiores, obligatorias en la medida en que se expiden, v.g., sobre la constitucionalidad de una norma concreta, si se tiene  en cuenta que en nuestro sistema instrumental, no es viable una declaración genérica, abstracta o apriorística acerca de la constitucionalidad de la ley (en su acepción más amplia), supuesto que la Corte no opera (como en algunos regímenes del derecho comparado) a modo de tribunal constitucional expreso, sino que, en rigor, actúa como contralor indirecto del precepto específico sometido a su consideración.

Precisamente, en el precedente que comento, la Corte, contra toda lógica constitucional se pronuncia sobre un tema ya fenecido en su dinámica jurídica (el aborto ya se consumó), pretendiendo vincular a toda la estructura jurisdiccional del país, con protocolos y directivas subsecuentes de carácter administrativo, en franca oposición con sus propios criterios anteriores (en la actual, o con otras integraciones, ya que la estabilidad del Órgano es una exigencia esencial de la Constitución del Estado) y (ya lo podemos advertir) en franca, también, resistencia de algunas provincias que han incorporado restricciones a las pautas interpretativas fijadas por la Corte nacional (Salta, Corrientes, La Pampa, etc.).

“En la duda, a favor de la parte más débil”, es un aforismo devenido un tópico de toda disciplina jurídica, como fundado que está en la naturaleza misma de las cosas que el constructivismo efectivamente (como antes lo vimos) niega.

En la especie, la Corte ni tan siquiera se ha dignado dirigir su atención (“una dulce mirada de misericordia”) al “nasciturus”, es decir, a la persona por nacer, no obstante cuente ésta con un derecho positivo a su favor, reconocido por el texto constitucional por recepción de los tratados internacionales, tal como la Convención Americana sobre Derechos Humanos incorporada según arts. 75 incs. 22 y 23 de la Constitución nacional con la cláusula de reserva que establece el art. 2° de la ley 23849: “se entiende por niño todo ser humano desde el momento de la concepción…”, eco y glosa actualizada de los arts. 63 y 70 del Código Civil que fijan la existencia de las personas físicas desde el instante mismo de su concepción en el seno materno.

Esta persona (art. 30 del Código Civil) no merece para la Corte ni un tangencial párrafo de consideración, pese a que, por la sencilla razón de existir, no tan sólo adquiere derechos para sí, sino que también los genera a favor de terceros (art. 64 C.C.).

La implicancia jurídica civil (digamos así) no interesa en absoluto, obnubilado el Alto Tribunal por las secuelas psicologicistas de una temática abortiva controvertida, que no es, por lo demás, objeto alguno de análisis, quedando todo subordinado a las eventuales consecuencias, para la mujer, de una gestación no querida.

Con una declaración jurada se satisface la esencialidad procesal de una acción cuya única y evidente razón de ser es la celeridad para finiquitar con la vida nacida y en desarrollo que, protegida por la teoría constitucional, es sometida a otras prevalencias que, por muy atendibles, razonables y dolorosas que sean, no pueden en modo alguno primar sobre la más alta razón de la existencia.

La Corte, asimismo, resuelve de un plumazo la vieja polémica respecto de si el inc. 2° del art. 86 alcanzaba a toda mujer gestante o tan sólo a la mujer “idiota o demente”, sexualmente ultrajada.

La tesis eugenésica (restringida), de tan claro sabor discriminante (y racista) es ahora extendida a cualquier clase de abuso sexual (no necesariamente comprobado).

Se erigen los jueces supremos en una instancia superior al mismo desenvolvimiento del proceso penal, sustituido por exclusivas manifestaciones de voluntad, sin contralor ni del Ministerio Público Fiscal, ni de órgano jurisdiccional alguno ni, y es verdaderamente un entuerto o desafuero contrario a todo derecho y sentido común, a la participación eventual del genitor masculino, descalificado sin producción de pruebas.

Todavía más: la Corte modifica de hecho la figura legal del art. 86, adentrándose en las funciones exclusivas del Congreso de la Nación y ello así porque, con su osada interpretación, desconoce las excusas absolutorias que en el aludido precepto se contienen, debiéndose notar que el aborto, practicado por los sujetos activos allí mencionados (médicos diplomados), según la mayor parte de la doctrina anterior a la reforma constitucional del 94’, era impunible pero típico, es decir, operaba a favor de aquéllos una suspensión de la pena, por motivos (bastante discutibles) de política criminal, pero no modificaba, alteraba ni, mucho menos, derogaba el tipo penal protector de la vida en gestación.

Digo anterior a la reforma del 94’ ya que, como antes noté, la inclusión de Tratados internacionales que ponen el inicio de la personalidad en la concepción, neutralizaron toda ulterior discusión sobre los alcances del art. 86, en cualquiera de sus dos incisos.

Con todo, una vez más se advierte la fragilidad de jugarse todas las fichas a la defensa del niño por nacer tan sólo en normas positivas movedizas que hoy están y mañana no y que, incluso cuando están, son descaradamente desconocidas por los intérpretes. (De hecho, las proyectadas reformas al Código Civil ponen en crisis el estatus jurídico de los embriones y amenazan, en general, con subvertir todo el régimen legal de la familia).

No quiero decir con ello que la batalla por la dignidad integral de la persona humana dependa únicamente del derecho natural y que importe poco el derecho positivo. Todo lo contrario, en rigor, quiero valorar la norma positiva en su verdadera y posible proyección, esto es, en el marco de una “paideia” que se funde en la natura humana tal como ésta se nos manifiesta objetivamente y tal como ha sido conocida y reconocida por los juristas de todas las épocas, y aún por cualquier sujeto no afectado por prejuicios o estereotipos dialécticos de dudoso origen intelectual: “sicut recta ratio diffusa in omnes”: “según una recta razón difundida en todos”. (Digesto).

El derecho (y el interés) superior del niño (Convención de los Derechos del Niño) es violentado a favor de una situación subjetiva de la madre, con cuya mera deposición testifical alcanza para suprimir la vida ya engendrada y no nacida.

En fin, la Corte falla. Nunca mejor dicho, FALLA.

Ricardo Fraga