Don Dardo se ha tomado el trabajo de opinar seriamente.Yo voy a animarme a hacer lo propio.
La cuestión estriba en la analogía entre el Bien Común Político y el Bien Común Sobrenatural, en lo que opino yerra el querido contrapuntista.
Veamos:
El poder político es algo bueno, ya que es la causa formal del orden civil; nada menos.
El poder está necesariamente orientado a un fin como a su última causa. De la verdad o bondad de dicho fin depende la legitimidad de su ejercicio. Si el bien perseguido es real (y no aparente), la legitimidad del ejercicio del poder se inscribe en el orden querido por nuestra naturaleza gregaria y, ende, también por Dios.
La primera verdad de la política es, por tanto, la verdad acerca del fin del Estado, que es también la verdad acerca de la legitimidad y bondad del ejercicio del poder.
El fin del Estado es el bien común temporal, causa de justificación del orden político, de la ley e incluso de la moral natural, considerada desde la perspectiva del aquende la muerte (para usar una expresión del maestro Soaje).
Ahora bien, los términos bueno, perfecto y amable son de algún modo convertibles[1]. Pero lo perfecto en sí mismo (secundum se) puede decirse de dos modos: absolutamente -referido sólo a Dios- o respecto de un género determinado -aquello que no admite en su género nada más excelente-[2].
Por esta nota de perfección el bien es no sólo amable sino también perfectivo y gratificante.
Lo bueno, porque perfecto, es difusivo de sí mismo, principalmente como causa fin. Esta capacidad perfectiva crece en intensidad y extensión proporcionalmente al rango de la perfección del bien dentro de un orden jerárquico de perfecciones cuyo ápice es el Absoluto.
Pero si hablamos de un bien real y no aparente, el orden de bondad será necesariamente uno solo, en las distintas proporciones que lo dignifican y que dignifican al todo y a sus partes.
El bien común, como perfección última de un todo, puede ser inmanente o trascendente respecto del mismo; aunque, en rigor, sólo Dios puede decirse que sea el Bien Común Trascendente. Todos los demás bienes comunes lo son por participación en una medida (intensiva) finita. De ahí la analogicidad no sólo de la noción de bien en general (al igual que los demás trascendentales del ente) sino, en especial, la del bien común, según la intensidad mayor o menor de la participación constitutiva; analogicidad que también surge del hecho de la diversidad de los planos o géneros perfectivos de los entes que componen las diversas totalidades.
Tenemos pues, que el bien común puede definirse como el bien o la perfección de un todo integrado por partes subjetivas y, en tanto tal, participable de éstas.
En bien común político, si es un bien real y no aparente, no solo no entra en colisión ni contrariedad con el bien común sobrenatural, sino que se trata de un mismo bien, en los distintos planos de perfección y perfectivos que le corresponden. Como no hay contrariedad entre el bien particular y el bien común, no puede haberla entre el bien político y el bien religioso, si ambos son, en el ámbito de sus respectivas competencias, el mismo bien que perfecciona la naturaleza humana como una “totalidad real” (al decir de C. Fabro).
El Bien Común, en cualquier orden que sea, es el mejor bien propio de la persona, y como tal debe ser amado y poseído[3]. El Bien Común prevalece sobre el particular como el todo sobre la parte[4] y como lo perfecto sobre lo imperfecto[5]; por eso, el bien del individuo está ordenado al bien de la especie[6], el bien del hombre, en cuanto parte de un grupo social y político, al bien común respectivo, el bien de la creatura al bien inmanente del universo, en tanto su orden manifiesta la grandeza de Dios y la glorifica; y por eso, finalmente, el bien de todo lo creado está ordenado a Dios, Bien Común Trascendente, principio y fin de todo cuanto existe.
El Bien Común político es aquel al cual está ordenada la comunidad política y es el más excelente de los bienes humanos[7]. Es aquel que Aristóteles identifica con la felicidad objetiva común[8].
La naturaleza humana, al señalar los fines de la vida íntegra del hombre, señala a la vez, por inclusión, los fines del Estado; vale decir, el contenido del bien común. Aristóteles distinguía tres formas típicas del vivir humano: la vida sensible, la vida práctica y la vida especulativa[9], cuyo fin es la sabiduría, bien tan excelente que “no parece humano sino divino”[10]. Aún así, a estas tres formas hay que añadirle una cuarta: la vida religiosa (que es a la vez especulativa y práctica).
Estas cuatro formas de vida son, en rigor, dimensiones formales del vivir de todo hombre, incluidas y exigidas por la propia naturaleza humana.
Esto que se dice de la vida humana en general, puede aplicarse mutatis mutandis a la vida política, es decir, al Estado (según la acepción del término griego polis -ciudad-). Y claro, si bien la vida política se adscribe a una de estas cuatro formas (a saber, la vida práctica), en tanto está ordenada al fin último del hombre natural (inmediatamente) y sobrenaturalmente (mediatamente) considerado, ha de reflejar de alguna manera esta cuádruple división.
Así pues, en la noción de bien común político debemos hallar estas cuatro patas: 1) la suficiencia material; 2) el orden ético jurídico; 3) el orden cultural científico y 4) el orden religioso.
¿El Orden Religioso dentro de la noción de Bien Común Político?
Sí, pues el Estado, aún ubicado en el tiempo mundanal, no puede dejar de dar gloria a Dios, tributándole un culto público verdadero. Es éste un deber religioso al que nadie -ni hombre individual ni grupo social- puede sustraerse. Pero, en especial, como el bien común político está ordenado, a su vez, a la bienaventuranza, incluye en su contenido todo aquello que de una manera indirecta encamine al pueblo hacia su fin último[11]. El Estado tiene, pues, una dimensión religiosa que debe reflejarse en su fin propio. Y en tal sentido debe abrir todas sus instituciones al orden sobrenatural para que éste las penetre y las transfigure, convirtiéndolas así en instituciones del Reino de Dios. Ello requiere, claro está, una cierta asociación y subordinación a la Iglesia.
No significa esto que el Estado pierda su soberanía, que en lo temporal es absoluta, ni por lo tanto que se subordine a la Iglesia en materias propiamente políticas y temporales, aunque ellas impliquen la interpretación y determinación del derecho natural; en el orden ético y político temporal, el Estado es el principal intérprete de aquel derecho. Sólo se señala un plano superior al político, al cual el Estado está también ordenado y en el cual -y sólo en el cual- necesita de su asociación y subordinación a la Iglesia; de manera análoga a como ésta debe subordinarse al Estado en los asuntos mundanales que la afectan[12].
Así las cosas, volviendo al centro de nuestra querella en la serenidad del tomismo, digamos lo siguiente.
No soy partidario de un solo orden que se logre a patadas en el culo. Sí soy partidario de la necesidad de un orden político en cuya esencia (forma), se encuentra el poder. Poder dar patadas en el culo es señal de su ejercicio, cosa que el Duce supo hacer cuando hizo falta y a veces aún así no lo hizo.
La separación de los órdenes natural y sobrenatural es un error típicamente moderno (nació con el maniqueísmo y se reveló políticamente con el protestantismo). Por eso no es muy feliz decir que el orden natural tiene sus leyes y el sobrenatural las suyas.
Por el contrario, todo lo dicho nos lleva a sostener que el orden sobrenatural quiere sostenerse en el orden natural en sus leyes, para asumirlas y elevarlas, pero sin desconocerlas ni despreciarlas (el secreto está en la fuerza del verbo latino supponit, que nos remite a una tradicional teología de la Encarnación).
El Estado tradicional, pues, sí establece una sociedad humana perfecta, según la perfección de sus fines. Y perfecta que sea, vendrá la Gracia a coronarla en la misma vida divina.
¿La política puede “salvar” al hombre? No. Pero el hombre no puede salvarse sin asumir su condición humana en todas las escalas perfectivas que su potencial natural le pide. Luego, como dijera en otros comentarios, no puede poseer las virtudes sobrenaturales (que son gratis data) el que no posee primero las virtudes morales (que son políticas, vale decir, provistas por la polis).
El que no aprendió la supremacía del Bien Común sobre el particular, nunca podrá ser católico (excepto “católico liberal”, como se dice).
El fascismo nunca pretendió “salvar” al hombre, aclaremos. De no, no se hubiese declarado abiertamente católico[13]. No veo pues el mal político de usurpar funciones de la Religión, según lo entiende Dardo.
Por el contrario, sí sostengo que el orden sobrenatural se siga “naturalmente” del orden natural, porque si bien creo que el hombre es un animal político, también lo considero una persona trascendente, un ser “capaz de Dios” que decía San Agustín; que también tiene esta conocida expresión: “nos hiciste, Señor, para Ti”. El hombre, pues, es naturalmente sobrenatural, lo que no rechaza la absoluta necesidad de la Gracia, sino que compone (articula) en un Bien Supremo todos los otros en un sinfónico cuerpo de analogados.
El laicismo y el clericalismo son como la derecha y la izquierda: hijos de la misma puta madre.
Y con esto no quiero para nada despreciar el bien que nos hacen nuestros queridos sacerdotes, a los que no podemos retribuir en justicia el tesoro que nos dan en el sacrificio de su ministerio.
Pero el clericalismo es una verdad vuelta loca, que nuestros mismos amigos sacerdotes tradicionales reconocen como una manifestación del liberalismo dialéctico que niega una parte para simplificar y arrasar con el todo.
La política llega hasta el atrio, cierto. Pero al atrio no se llega sin la Gracia tampoco, porque “sin Mí nada podéis hacer”.
Para terminar, entonces, cada cosa en su lugar, “y Dios con todos”, como le gustaba decir al Duce.
M. Gaddafi aus der Walhall
1) Aristóteles, Metafísica, L. V, c. 16 (1021 b12-1022 a3) y el comentario de Santo Tomás (nn. 1034-1039). También en la Summa, Ia., q. 5, a. 5: “unumquoque dicitur bonum, inquantum est perfectum: sic enim est appetibile”.
2) Sto. Tomás de Aquino, In Metaphysicorum, L. V, lectio XVIII, 1040-1043.
3) G. Soaje Ramos, Sobre la politicidad del derecho en El Derecho Natural en la realidad social y juridica, p. 15 y ss.
4) Sto. Tomás, Suma contra Gentes, L. III, c. 112.
5) Igual, L. I, c. 86.
6) Igual, L. II, c. 45.
7) Sto. Tomás. In Politicorum, Libro I, Lectio I, 11.
8) Política, L. III, 1280b-1281a.
9) Etica Nicomaquea, L. I, c. 3, 1195b.
10) Aristóteles, Metafísica, L. 1, c. 2 (citado por el P. Calderón en Umbrales de la Filosofía, p. 35).
11) Sto. Tomás, De Regimine Principum, L. 1, c. 15.
12) F. Lamas, El orden político, c. III.
13) “El Estado fascista no permanece indiferente ante el hecho religioso, en particular ante el Catolicismo. El Estado no posee una teología, sino una moral. En el Estado fascista la religión católica es considerada la expresión más importante del espíritu y, por tanto, no sólo es respetada, sino salvaguardada y protegida. El Estado fascista no crea un dios a su manera, como intentó Robespierre en los delirios postreros de la Convención; ni trata vanamente de borrarlo de las almas, como hace el bolchevismo. El Fascismo venera al Dios de los ascetas, de los santos, de los héroes y al Dios ante quien ruega el corazón del pueblo” (Benito Mussolini, La doctrina del fascismo).
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