Los “métodos naturales” de regulación de los nacimientos –en tanto que medios, plenamente lícitos– han contribuido, de facto, a generar una ramificación “católica” de la mentalidad anticonceptiva. No sin culpa de los especialistas, que se han dedicado a presentarlos como una alternativa a los métodos artificiales. Como decía Santo Tomás, “los contrarios pertenecen al mismo género”.
Esa contraposición con los métodos artificiales (la difusión del más famoso de los métodos naturales, el Billings, coincidió con la de “la píldora” y de la Humanae vitae) ha influido de forma muy negativa en la comprensión del valor de esos métodos y de su significación moral: se ha puesto un énfasis tan desproporcionado en el mismo método que en muchas ocasiones ha terminado por hacer perder su sentido de medio y se han convertido en criterio de conducta. En el fondo, al leerse dentro de esa contraposición, se han entendido muchas veces como una forma católica de alcanzar fines semejantes a los anticonceptivos artificiales.
La cita del P. Loring que encabeza este artículo es representativa de esa distorsión y en última instancia de la falta de comprensión del verdadero y limitado sentido de estas metodologías. En ese galimatías se hace una valoración moral absoluta de los métodos naturales: “son morales”, e inmediatamente se los contrapone a los “artificiales”, para acabar concluyendo: “en cambio, los métodos naturales se limitan a elegir los días infecundos, en lo cual no hay nada inmoral”.
Mejor sería decir que no hay nada inmoral en esa elección… si la decisión a cuyo servicio se ponen esos medios es moralmente recta, aspecto que ha quedado completamente implícito en toda la exposición del jesuita. Se advierte el aroma de los sistemas de moralidad y de las clericales recetas morales. Lo cierto es que esta extrema simplificación es entendida por muchos, no sin razón, como una radical modificación del criterio moral para los actos conyugales.
El error consiste en pensar que la licitud del medio –el método natural– influye en la formulación del juicio moral precedente que resuelve de la conveniencia o no de concebir un hijo en un determinado período de la vida de un matrimonio (a título de circunstancia podría tener alguna influencia, pero ésa es otra historia). No falta quien, en su simétrica incomprensión de la condición razonable de la procreación, excluye absolutamente la licitud de un juicio de esta naturaleza. Otro error. Una cosa es que sin la adquisición de la virtud de la prudencia sea muy difícil no dejarse influir por las pasiones hasta desvirtuar ese juicio haciéndolo egoísta y cicatero (prescindiendo del factor determinante que constituye el fin primario del matrimonio), y otra que este juicio no sea posible.
Posible, debido, necesario lo es, si es que queremos que la concepción sea un acto humano.
De manera que si el matrimonio toma esa decisión (de espaciar la venida de los hijos) sólo podrá recurrir –ahora sí– a medios que sean en sí mismos lícitos, como lo son los llamados métodos naturales. Sólo así se preserva la racionalidad del acto moral y sólo así se garantiza continuidad de los principios. Antes del descubrimiento del Billings y de sus versiones mejoradas, también podría darse el mismo juicio prudencial en un matrimonio. La diferencia no estribaba en las condiciones del juicio, sino en el abanico de posibilidades que ahora se tiene para obrar en consecuencia de ese juicio, que antes era menor (léase: antes de “los métodos naturales” sólo existía “el método natural”, la abstinencia, para materializar esa decisión prudencial). Tampoco seamos ingenuos y pensemos que esa nueva disponibilidad de medios resulte plenamente indiferente en la edificación moral de los cónyuges. Una cosa es que, dada la decisión prudente previa sea perfectamente lícito usar de esos medios y otra, muy diferente, que a partir de ahí ese uso no tenga ninguna influencia en las disposiciones morales de los sujetos, porque eso no es cierto. Una vez más, de lo que se trata no es de establecer reglitas que prescindan de la prudencia de los sujetos, sino de estimular la formación de una personalidad moral que sea capaz de buscar la verdad de las acciones de la propia vida. Pero esto no es un tratado, así que concluyamos.
Si alguien se plantea la duda de si los métodos naturales no serán “el preservativo católico” no sólo habrá que explicarle las diferencias entre obstaculizar física, química u hormonalmente un proceso natural (con lo cual sólo se da razón de la licitud del medio y, en el fondo se le refuerza en su sospecha de fondo), sino que habrá que aclararle que esos métodos en nada deben influir en la decisión prudencial, es decir, que los métodos no conforman conductas. No deben hacerlo, al menos, y no es su papel.
Aquí se abre otro problema de desatender la formación del juicio moral y de la prudencia, que es permitir que los medios acaben determinando el criterio de la acción. Sin duda, el problema más grave es el abandono de la formación de la personalidad moral, pero una personalidad inmadura moralmente está, además, inerme ante el aspecto “fascinante” de los medios, en este caso los método naturales: su capacidad de hacernos concebir la realidad bajo su prisma, de transformar nuestra concepción del acto conyugal. Fascinación en su sentido más profundo y original, sin el huero oropel con el que solemos adornar el uso actual de la palabra: hechizo, encantamiento y, en particular, referido a los sentidos, obsesión, saturación completa por un objeto que modifica nuestra mirada sobre los demás. Es un fenómeno tan real y omnipresente que, si no lo advertimos, nos arriesgamos a no comprender nada de nuestro propio combate moral, a permanecer siempre más en la penumbra que en la claridad a la hora de tomar decisiones. Los medios pueden ser lícitos o ilícitos, pero nunca son insignificantes. Siempre conllevan una cierta inclinación objetiva y, sobre todo, la propensión a erigirse en criterio, a sobreponerse al agente si no los domeña mediante su señorío moral.
Tomado del Blog amigo El Brigante