Recordaba haber leído un pasaje en un libro de un profesor argentino que calzaba justo en el tema que discutimos en la entrega anterior, y que tanto polvo frailuno levantó.
Corrí a lo de una amiga que estudió filosofía y suele viajar a la Perla del Plata a comprar libros, para que me dejara consular la idea que me daba vueltas en el marote. La hora de almuerzo de los cachorros no era la mejor, pero mi generosa amiga me abrió la biblioteca para que buscara tranquilo.
Encontré el libro, copié el pasaje, le di las gracias, me fui y, andando a pie a casa, medité la cosa.
El problema está en reducirlo todo al fin sobrenatural para destratar los fines naturales; en concentrarnos solamente en el fin último con olvido de los intermedios. Visto desde otra vereda: es como si únicamente consideráramos legítima la teología y le negáramos autoridad a las ciencias particulares.
El texto del historiador y filósofo argentino dice así:
“La vida religiosa requiere que todas las actividades del espíritu: la ciencia, el arte, la política y la economía estén intrínsecamente ordenadas por el conocimiento de las verdades supremas. No pretende reemplazar los criterios que determinan cada uno de estos saberes y que hacen a la esencia de tales actividades por criterios religiosos, pero trata de evitar que los hombres concedan a esas tareas una intención de absoluto que sólo conviene a la religión.”
Clarísimo: la legitimidad del saber y las actividades humanas está en el propio ámbito de ellos. La religión no los desautoriza. Los eleva a la visión de la fe y las subordina al fin de la salvación. Pero eso no significa que sea errónea una mirada peculiar según cada ciencia y un juicio según cada actividad.