Vea amigo (verá que por vez primera uso esta palabra para referirme a Osté, pues no soy su enemigo, a pesar que así me trate y considere); vea amigo, Osté no gusta de mi estilo zumbón y picaresco; Ió no gusto del suyo, pontifical y soberbio, con una manía de etiquetar propia de empleada de supermercado. Y si lo llamo fraile no es por burla de la Santa Iglesia, sino por mofa de su talante, al que Osté mismo ha contribuido con la fotito suya en el púlpito.
A veces Osté simplifica en extremo (no hay hombre o naturaleza sin gracia, está muerto, no puede existir) y llama a la confusión; luego, se vuelve confusionario (cuando habla del hombre “completo”, o identifica a la gracia con el alma) y atribuye tal concepto a Santo Tomás, siendo que no le pertenece. Son maniobras dialécticas y por tales anti pedagógicas.
Me temo que, al contestarle, deberé dejar a un lado mi estilo coloquial y sentencioso, y abusar de otro que no es propiamente el mío. Veamos. Comencemos por el asunto este del hombre sin gracia.
1º Por lo pronto, el Concilio de Trento, refiriéndose al tema de que con cualquier pecado mortal se pierde la gracia, pero no la fe, definió: “Se ha de tener también por cierto, contra los astutos ingenios de algunos que seducen con dulces palabras y bendiciones los corazones inocentes, que la gracia que se ha recibido en la justificación, se pierde no solamente con la infidelidad, por la que perece aún la misma fe, sino también con cualquiera otro pecado mortal, aunque la fe se conserve: defendiendo en esto la doctrina de la divina ley, que excluye del reino de Dios, no sólo los infieles, sino también los fieles que caen en la fornicación, los adúlteros, afeminados, sodomitas, ladrones, avaros, vinosos, maldicientes, arrebatadores, y todos los demás que caen en pecados mortales; pues pueden abstenerse de ellos con el auxilio de la divina gracia, y quedan por ellos separados de la gracia de Cristo.”
Lea bien. No deja de ser hombre por estar en pecado: el pecado mortal causa la muerte del alma destruyendo en ella la caridad, que es el principio y fuente de la vida sobrenatural (como dice el Catecismo Tridentino). Es cierto que se priva de mucho, muchísimo. La gracia es necesaria para creer las verdades de fe, y de esta gracia carece el hombre que por su culpa, resiste a la voz de su conciencia y a las primeras gracias impresas, que le dirigían a la fe (vea la Suma, II-II, q. 2, a. 5, ad 1). Dicho en forma clara: el hombre puede resistir la gracia y sigue siendo hombre, compuesto de cuerpo y alma, aunque se condene y, por ello, no alcance el fin para el que ha sido creado. Si Osté dice que está muerto o no existe, es metáfora.
Por otra parte, no desconozco ni he negado que para obrar bien el hombre necesita de dos cosas: de la ley divina-natural-positiva (como principio exterior regulador de los actos humanos) y de la gracia santificante (principio exterior que ayuda al hombre a la consecución del bien). Sin embargo, la gracia habitual o santificante (formal y permanente) nada puede si el hombre la contraría, es decir: requiere de nuestra correspondencia. (Y, entre paréntesis, Osté se tragó la ley.)
Es cierto que los actos meritorios no se pueden realizar sin la gracia, pero eso no quita que el hombre pueda realizar actos buenos en el orden natural si bien no meritorios en el sobrenatural (lea la Suma I-I, q. 109, a. 2). Y esta tesis no es pelagiana ni semipelagiana. Es simplemente tomista, necesaria para conservar la distancia que hay entre el orden de la naturaleza y el de la gracia, que nominalistas y voluntaristas negaban. Lea bien: acepto que la gracia actual (virtual –en el sentido de condicional o potencial- y transitoria) es necesaria aún para cada acto meritorio. Nunca dije lo contrario, aunque Osté lo ponga en mi boca.
¿Por qué esa distancia que mantiene el Aquinate? Porque la razón humana, por el pecado original, ha quedado debilitada, flaquea y va al error, pero no es impotente para conocer, no ha sido destruida. Todavía hay en ella ciertas fuerzas naturales suficientes para conocer con alguna certeza, y sin necesidad de la gracia, las verdades fundamentales de orden físico, metafísico, ético, que son necesarias para el regimiento de la vida. Es cierto que esto no basta para la salvación, para un saber superior ni para un gobierno justo y santo. Pero es lo que la naturaleza alcanza sin el auxilio de la gracia, como enseña el Aquinate.
Si vamos a la naturaleza de la gracia –que parece ser el punto más debatido- habrá que decir con Santo Tomás que, en su realidad entitativa, la gracia no es una substancia, por tanto es un accidente, una cualidad espiritual causada por Dios, como don de la naturaleza divina a los hombres. Es una cualidad que trasciende todo lo natural, que afecta el alma espiritual humana, que la cualifica, aunque respetando la substancia del alma. Por eso se dice que es infundida ya en tanto una cualidad permanente, es decir, hábito (gracia habitual), ya como cualidad transeúnte (gracia actual). Y me remito a la Suma, I-II, q. 110 en adelante. La tesis de la connaturalidad de la gracia al alma humana es herética, es protestante, es vaticanismo segundo.
Por eso escribió el Santo, siguiendo al gran San Agustín, contra los maniqueos, que “la gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona”, (lea la Suma, I, q. 1, a. 8 ad 2), afirmación que nos devuelve a lo dicho antes sobre la necesaria distancia entre naturaleza y gracia, y que implica, a pesar de lo que Osté piensa, que lo natural en cuanto tal es de suyo bueno (todo ente es bueno en tanto tal), aunque esté herido por el pecado y necesite la medicina de la gracia. Por eso dice el Santo, que el hombre necesita del auxilio de la gracia que cure su naturaleza (y lo reenvío a la Suma, I-II, q. 109, a. 3 in c.)
Espero que ahora entienda lo que escribí antes. La gracia no sólo no está contrapuesta a la naturaleza humana, en todo su despliegue (incluso el político), sino que requiere de esa naturaleza como sujeto al que perfecciona. La gracia sana y eleva la naturaleza, la gracia no la destruye, la gracia supone la naturaleza y la perfecciona. Y esto es sano tomismo, como son las palabras del Santo: “La gracia presupone la naturaleza, al modo como una perfección presupone lo que es perfectible.” (Y vuelvo a mandarlo a la Suma, I, q. 2, a. 2 ad 1).
2º Otro tema. El fin de la política no es salvar almas, lo dije, lo ratifico y lo dice el texto de Santo Tomás que Osté mismo cita pero lee mal. Dios quiso que tuviera en mi flaca biblioteca la edición que cita: corresponde a las págs. 89-92 del cap. 14 del libro I de la obra del santo vertida como El gobierno monárquico, traducido por León Carbonero y Sol el año de 1861, y editado en Sevilla por la Imprenta y Librería D. A. Izquierdo.
Y digo que lee mal porque ahí mismo dice (y no lo repetiré) que ese gobierno al fin último corresponde a la Iglesia (sacerdotes, textualmente) y no a los reyes. Relea, mi amigo, por favor. ¿Qué le compete al rey? Pues coadyuvar a ese fin o, en palabras de Santo Tomás: “Como la bienaventuranza celestial es el fin de la vida virtuosa que se tiene en el mundo, es obligación del rey hacer que la sociedad se conduzca de tal modo, que pueda adquirir la Bienaventuranza, es decir, debe disponer de todos los medios que á ella conduzcan, é impedir todos los obstáculos que á ella se opongan.” (pág. 95, cap. 15, libro I). ¿Y cómo lo hace? Por supuesto que no administrando los sacramentos ni distribuyendo la gracia, sino velando “porque el pueblo sometido á su cetro viva amando y practicando la virtud, empleando para conseguirlo los siguientes medios: 1° introducir en la sociedad buenas costumbres; 2° conservar las ya introducidas, si son buenas; 3° mejorarlas” (allí mismo, pág. 96). ¿Y de qué se valdrá para ello? Pues, como dice el Santo, “Para la buena dirección de la sociedad, son indispensables tres: cosas 1ª que la sociedad esté establecida en la unidad de la paz, 2ª que la sociedad, unida con este vínculo, sea dirigida á la práctica del bien, (…) La tercera cosa necesaria para la buena dirección de la sociedad, es que el gobierno sabio de un rey provea á todo lo indispensable para vivir bien; y conseguido esto, velar por su conservación.” (En el mismo sitio, págs. 97-98).
Vea, nada consigue con pringar, recortando lo que nos conviene y quitando lo otro. Menos aún si malinterpreta y hace cátedra de lo malinterpretado.
3º A la tercera cuestión, verá que he dicho lo que Santo Tomás dice. ¿Quiere que le pruebe que Calderón Bouchet dice lo mismo? Y le ruego no se ofenda, porque no es personal. Si no me equivoco, Osté citó de la pág. 97 del libro Sobre las causas del orden político. Siendo así, antes de lo que Osté trajo a colación, el filósofo argento dijo: “Tomando en consideración el carácter análogo de la noción de bien común, el orden sociopolítico es un bien común inmanente, pero reconoce un orden hacia Dios: su bien común trascendente.” Y antes, precisando el sentido del bien inmanente, escribió el mismo (p. 73): “el bien común inmanente de los miembros de una sociedad, se refiere a los bienes que permanecen en ella sin trascenderla (…) Hay bienes objetivos limitados a la sociedad temporal y pertenecen a todos los órdenes donde se despliega la actividad humana: bienes sapienciales, científicos, técnicos, artísticos, crematísticos y prácticos”.
Más claro, llame al vasco que le eche el agua en la cara. He visto que le imputaron mala comprensión de las cuestiones filosóficas de la analogía. Yo no lo haré, me basta con decirle que es un mal lector (¿pasó por el oculista?).
Luego, me ratifico, no he dicho más que lo que dijera el Aquinate y Rubén Calderón Bouchet.
4º Lo dicho en cuanto a lo segundo, ratifica lo que Osté dice en su punto cuatro. Me temo que Osté no sabe leer: fíjese que santo Tomás dice que el rey debe usar de los medios para la buena vida (esos que le señalé antes) para que sus súbditos lleguen a la vida bienaventurada. Luego, no corresponde al rey la procuración de la salvación de las almas sino poner los medios para que la Iglesia las salve. Por eso su papocesarismo que, ahora caigo, viene de su penosa lectura del Aquinate, seguramente de segunda mano.
Si Osté colige de aquí algún desvío liberal, acúselo a Santo Tomás. Todas las cosas que Osté, mi amigo, dijo después, son inventos suyos, y ya le dije que inventar es mentir. Y ya que toqué la materia, no veo razón para que me endilgue un liberalismo a lo Maritain, pues no he entrado en cuestión tal; no me corra con su Meinvielle que nada tiene que hacer en este tema. Si me dice liberal, allá Osté mi señor; necesitará probarlo y, como he demostrado, no lo ha hecho. Al contrario, ha meao juera’el tarro.
El texto que cita del P. Calderón (no lo conozco, no puedo sino entenderlo de las trascripciones suyas) habla de la subordinación esencial de todos los órdenes de la vida al fin último del hombre. Y eso es puro Santo Tomás y no es otra cosa que lo que he puesto en el texto. Tal vez no le ha gustado el modo de decirlo, pero a esta altura veo que no le complace nada.
Hay diversos órdenes de la vida, con diversos fines, que se ordenan al fin último de manera esencial, no accidental. Pero cada uno se ordena según su modo: la familia haciéndose cargo de la prole, la municipalidad levantando la basura, el Estado procurando la vida virtuosa. Sólo a la Iglesia compete salvar las almas como fin propio y exclusivo. ¿O Osté recibiría la comunión o la extremaunción de manos de Cristina K?
Como Osté me cree un enemigo, me lee maliciosamente y se pierde en la lectura enceguecido por el odio que me tiene. Porque una vez le mojé la oreja, me quiere llenar la cara de escupitajos o de piñas. Y como no puede, inventa, mienta. Ruego que, por una vez, sepa leer y comprender a éste, el que está acá, que no es su enemigo, sino su ocasional opositor.
¡Que Dios lo guarde! Su amigo catalán, don Pito.