Apagué la radio, cansado de escuchar tantas imbecilidades, y me largué a la calle en busca de eso que llaman sensatez. Lo primero que hice fue marchar a la iglesita, patria de sabiduría, en la que me encontré al cura Batallón persiguiendo unos murciélagos israelitas que merodeaban la capilla. “No pasa nada”, me dijo, “no te das cuenta que no pasa nada. El Mario es el Mario y punto.”
Me quedé tieso: el cura guerrero vuelto un indiferente, ¡no lo puedo creer! Volví a la vereda y enfilé a la salita. La gente hacía cola para que la viera un oculista, decían que alucinaban, que habían visto a alguien más grande que Perón.
Lo busqué al loco Piolín. Estaba chupando su mate dulce, mientras refunfuñaba sin parar, harto de estar harto del hartazgo. No tuve ni que preguntarle, si quiera, que ya me largó una palinodia propia de un orate acostumbrado a la verdad de los disparates. Y al final, como echándome, espetó: “Y qué querés, mejor un muerto que un nazi, y más si el muerto es de nosotros, vistes”.
Si los cerebelos del barrio estaban padeciendo las consecuencias de un electro shock, no quedaba más remedio que recurrir a la materia gris del bar. Enderecé el cuerpo rumbo a “La rata en camisón”, preparándome para las disquisiciones filosóficas y teológicas de los gomías. Pero, ¡oh sorpresa!, los contertulios estaban en silencio, los ojitos achinados, como si miraran a lo lejos tratando de reconocer como suyo algo o alguien que desconocían como tal. Cada tanto, alguno se pasaba la mano por la frente y, antes de apagar el pucho, decía como en un suspiro, “el Mario” o “Bergoglio”.
Escanciamos en absoluto mutismo un tinto tras otro, empujándolos con manises y sodas. Eran ya como las cinco de la matina, cuando las gargantas comenzaron a aflojarse con el agua de grifo que batía en retirada a los taninos del “Vasco Viejo”; eran como las cinco, digo, cuando el galeno opositor –el proctólogo Marcelo Cañuela- soltó, como escupida, la frase que intitula esta nota: “Más vale malo conocido…”
Nadie opinó lo contrario, como respetando el santo silencio en que deben meditarse las verdades populares. Estuve tentado de advertirles que “aunque la mona se vista de seda, mona queda”, pero me lo guardé como eructo atragantado y partimos a las casas tan calladitos como toda la noche.
Volviendo, me topé con el sordo Contreras que gritaba a los cuatro vientos su sedevacantismo herético, mezclando improperios contra Roma y algún que otro cuetazo contra San Lorenzo, sólo por no ser santo de su devoción. Y me metí al sobre, pensando en eso de la mona y la seda. Y me di cuenta que la cosa puede ser así, que el mono de Dios, no obstante sus ornamentos, no deja de ser su mico.
No pegué un ojo. Y sigo despierto.