“Hagamos memoria de la fe del ladrón, fe que Cristo no encontró en sus discípulos después de la resurrección”, comenta San Agustín.
El escenario es catastrófico: “Colgaba Cristo de la cruz y colgaba también el ladrón”. No es precisamente lo que llamaríamos el mejor “preámbulo de la fe”, no es el ejemplo de una pedagogía fácil que predisponga dulcemente nuestra razón y nuestros sentidos a la aceptación del don de la fe. No es el tránsito imperceptible por el que de la delicada bondad natural que arropa y se recibe en una familia cristiana se pasa a la regeneración de la fe. En el último momento antes de su muerte, Jesús nos enseña el límite de nuestros razonamientos apologéticos, corrige divinamente nuestras rarefactas previsiones maquinales para producir la fe; nos recuerda la ambivalencia de un entorno favorable para el encuentro y el don de la fe, y nos trae la memoria que la fe es, siempre, un milagro. Y no más milagro en el madero que en la cuna de un cristiano viejo.
Los apóstoles, los amigos que lo habían tenido todo a favor, quienes circularon sin sobresalto de la amistad sensible a la confesión de la fe, frente a la Cruz trastabillaron. No resbalaron con las cruces de la vida, no: el tobillo se les torció ante la Cruz soberbia, la Cruz total y objetiva, la de cedro, de la que pendía el amigo y el Dios, que la regaba de sangre. Después de tanta claridad, la gran prueba de la sombra ofuscó la fe. Nosotros, cofrades de aquellos amigos del Nazareno, también le reclamamos la claridad carnal del pórtico en el preciso momento en el que Él nos ofrece la pingüe tiniebla que conduce a la bodega: “El Rey me llevó a la bodega y ordenó en mí la caridad” [Introduxit me rex in cellam vinariam ordinavit in me caritatem. Cantar de los Cantares 2, 4].
“Quienes habían visto a Cristo resucitar muertos dudaron y, sin embargo, el ladrón creyó en quien veía colgando del madero, a su lado”. Lo veía a su lado, en la misma desolación que él. A su lado. Como nosotros lo podemos ver a nuestro lado en la desolación de las pruebas de su Iglesia, mientras buscamos al resucitador triunfante. “Precisamente cuando aquéllos dudaron, creyó él”. ¡Precisamente entonces! He ahí nuestra confusión. Buscamos esplendor y claridad ¿será por miedo a la oscuridad? ¿será por temor a la insinuación del desengaño? ¿o será como humilde incienso ofrecido al Señor de los ejércitos, el Rey de la gloria, sin albergar en nuestro seno la insidia de que lo estamos “completando” o incluso que “vigilamos su viña”? Siervos inútiles.
“¡Qué fruto recogió Cristo de un árbol seco!” Puede parecernos que su Iglesia hoy no es más que un leño seco pero la savia portentosa no cesa de circular por su médula, como en el Calvario. “Pero ¿Qué dijo el Señor?: En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso. Tú lo retrasas, pero yo te reconozco. ¡Cómo se iba a esperar el ladrón pasar del atraco al juez, del juez a la cruz, y de la cruz al paraíso! De esta manera, considerando lo que merecía, no dijo: «Acuérdate de mí y líbrame hoy mismo»; sino: «Cuando llegues a tu reino, entonces acuérdate de mí; si merezco tormentos, que duren, lo más, hasta que llegues a tu reino». Y Jesús: «No sea así; has asaltado el reino de los cielos, hiciste violencia, creíste, lo arrebataste. Hoy estarás conmigo en el paraíso. No te hago esperar; hoy mismo pago lo merecido a fe tan grande»”. Tal es el asombro que produce una fe que ha nacido clavada a la Cruz (no a pesar de la Cruz, ni al margen de ella).
“El ladrón dice: Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. No sólo creía que Cristo iba a resucitar, sino hasta que iba a reinar. A un hombre colgado, crucificado, ensangrentado y pegado al madero le dice: Cuando llegues a tu reino”. A una Iglesia colgada, crucificada, ensangrentada y pegada al madero, nosotros, en ella crucificados ¿no la amaremos esperanzados en su reinado, como dulce voluntad de Dios?
“Y aquellos discípulos, en cambio, le decían:Nosotros esperábamos”. Me parece como si me hubieran escuchado el desahogo: “Yo esperaba que…”
“Donde el ladrón encontró la fe, allí la perdió el discípulo”. He aquí la Cruz de la Iglesia, ocasión de encontrar la fe, ocasión de ensancharla, ocasión de perderla. Pudiera ser que se aproximaran pruebas inauditas para nuestra Iglesia y para nosotros. En medio de ellas recordaremos: Levate capita vestra quoniam appropinquat redemptio vestra. Alegraos y estad risueños, “alzad la cabeza, porque se acerca vuetra redención” (Lc, 21, 28).
Aquí, el potente latín de San Agustín (sermón 232, sobre la Pascua, n. 6):
Recolamus fidem latronis quam non invenit Christus post resurrectionem in discipulis suis. Pendebat in cruce Christus, pendebat et latro.
Titubaverunt qui viderunt Christum mortuos excitantem; credidit illi quem videbat secum in ligno pendentem. Quando illi titubaverunt, tunc ille credidit. Qualem fructum Christus de arido ligno percepit. Quid enim dixerit Dominus? Audiamus. Amen dico tibi, hodie mecum eris in paradiso. Tu differs te, ego agnosco te. Quando speraret latro de latrocinio ad iudicem, de iudice ad crucem, de cruce ad paradisum? Denique ipse adtendens merita sua, non dixit: Memento mei ut liberes me hodie. Sed: Cum veneris in regnum tuum, tunc mei memor esto. Ut si mihi tormenta debentur vel quousque veneris in regnum tuum. Et ille: Non sic, invasisti in regnum caelorum, vim fecisti, credidisti, rapuisti. Hodie mecum eris in paradiso. Non te differo: tantae fidei hodie reddo quod debeo. Latro dicit: Memento mei cum veneris in regnum tuum. Non solum credebat resurrecturum, sed etiam regnaturum. Pendenti, crucifixo, cruento, haerenti:Cum veneris, inquit, in regnum tuum. Et illi: Nossperabamus.
Ubi spem latro invenit, discipulus perdidit.