No, porque mientras así soñamos, eludimos la verdadera urgencia del bien común, que es una urgencia, por natural, siempre acuciante en el presente, dolientemente acuciante en el hoy desamparado. En ese sentido, no debemos tener miedo de decir que hemos de reputar una traición a nuestra misión –única, irrepetible–, heredada, uno ictu junto con la civilización, de nuestros viejos, esa conducta melancólica y feminoide (que no femenil), que cultiva furtivos placeres solitarios de la imaginación dejando vacantes energías que nos son imprescindibles para responder, como podamos –la campana suena a rebato– a los desiguales desafíos que nos circundan. No será la mujer de Lot la que nos enseñe a amar nuestra historia, de la que por lo demás tanto tenemos que aprender (en hombría, en sacrificio, en racionalidad, en heroísmo).J.A.U.[1]
La necesaria relatividad del bien común histórico no se opone a una identidad profunda, que subsiste en el tiempo. Es, sencillamente, su necesaria actualización, actuación. Esto, por oposición a una absolutización de la patria, el nacionalismo, los patrioterismos, que pueden tener su cierta lógica en el orden de la espontaneidad y de la pasión, pero carecen de sentido en el orden de la reflexión y de la fundamentación teórica, de la guía de la acción. El verdadero patriotismo (palabra originada en campo revolucionario), es la virtud de la piedad patria y en ese terreno no hay que ceder a la tentación del «cuanto más mejor», porque en esa línea se tiende a hipostasiar, a insuflar un espíritu de predominio y de rivalidad, de afirmación vacua por oposición, de exageración irritante. La virtud de la piedad patriótica es moral y por lo mismo se ve amenazada por exceso y por defecto.
Tomado del Blog amigo El Brigante