La imperfección del bien común temporal

Enviado por Esteban Falcionelli en Mié, 03/04/2013 - 10:15am
El bien común temporal es siempre contingente y, por lo mismo, imperfecto: siempre cabe imaginar formas más perfectas de su realización. Lo cual no es ningún óbice para efectuar un discernimiento prudencial sobre si es o no posible alcanzar el bien común en un determinado momento histórico, ni tampoco desdice en nada del bien común efectivamente realizado decir de él que es perfeccionable. La Castilla y el León de San Fernando o las Españas de Ysabel y Fernando son ejemplos de realización del bien común y, sin embargo, más allá de sus defectos en su aspecto de bien logrado, son esencialmente perfectibles. 
Es muy importante ver esto claro, pues de lo contrario, en épocas tan sombrías como la nuestra, cuando desde hace demasiado tiempo carecemos del rex que nos dirija y hasta de la más elemental amistad política, es fácil que en las almas de los buenos anide una letal ensoñación: la de pensar que el bien común es alguna de las realizaciones del mismo en nuestro glorioso pasado. Se permite así una castrante nostalgia política que no debe confundirse con el piadoso y estimulante cultivo del conocimiento y la veneración de las glorias pretéritas de nuestros reyes y de nuestro pueblo. Pero nosotros no aspiramos al bien común histórico (en cuanto histórico, no en cuanto bien, claro) que lograron Ysabel y Fernando, ni el emperador Carlos, ni Sancho el Mayor de Navarra [1]. 

No, porque mientras así soñamos, eludimos la verdadera urgencia del bien común, que es una urgencia, por natural, siempre acuciante en el presente, dolientemente acuciante en el hoy desamparado. En ese sentido, no debemos tener miedo de decir que hemos de reputar una traición a nuestra misión –única, irrepetible–, heredada, uno ictu junto con la civilización, de nuestros viejos, esa conducta melancólica y feminoide (que no femenil), que cultiva furtivos placeres solitarios de la imaginación dejando vacantes energías que nos son imprescindibles para responder, como podamos –la campana suena a rebato– a los desiguales desafíos que nos circundan. No será la mujer de Lot la que nos enseñe a amar nuestra historia, de la que por lo demás tanto tenemos que aprender (en hombría, en sacrificio, en racionalidad, en heroísmo).J.A.U.[1] 

La necesaria relatividad del bien común histórico no se opone a una identidad profunda, que subsiste en el tiempo. Es, sencillamente, su necesaria actualización, actuación. Esto, por oposición a una absolutización de la patria, el nacionalismo, los patrioterismos, que pueden tener su cierta lógica en el orden de la espontaneidad y de la pasión, pero carecen de sentido en el orden de la reflexión y de la fundamentación teórica, de la guía de la acción. El verdadero patriotismo (palabra originada en campo revolucionario), es la virtud de la piedad patria y en ese terreno no hay que ceder a la tentación del «cuanto más mejor», porque en esa línea se tiende a hipostasiar, a insuflar un espíritu de predominio y de rivalidad, de afirmación vacua por oposición, de exageración irritante. La virtud de la piedad patriótica es moral y por lo mismo se ve amenazada por exceso y por defecto.

Tomado del Blog amigo El Brigante