Con el objeto de proseguir la reflexión que mantenemos desde días atrás, seguidamente transcribimos la Conclusión de don Rafael Gambra Ciudad a su libro LA UNIDAD RELIGIOSA Y EL DERROTISMO CATÓLICO.
Como es sabido, el autor se encuentra entre los más egregios representantes del pensamiento tradicional del siglo pasado. Hacemos notar qun esta conclusión trata sobre la misma crisis que vivimos hoy y no sobre crisis pasadas de la historia de Occidente.
Gambra, con términos algo duros, nos dice qué se puede aceptar o no del estado actual de cosas. También trata sobre el comunitarismo, que llama comunidad, el que identifica con el hábitat natural del católico con un evidente buen sentido aristotélico. Buen sentido, por otro lado, que al margen del texto, lo vemos día a día reflejado en los hechos.
Sigue la cita:
Llagamos al término de nuestra meditación. Lo que en una primera formulación pudiera parecernos discutible y no fundamentado, nos parecerá ahora bajo su propia luz.
No pueden trazarse líneas divisorias en la conducta del hombre que separen en ella una zona sometida a la moral religiosa (la vida privada) y otra (la social o pública) sometida a leyes propias técnicas o funcionales, extramorales y extrarreligiosas en todo caso. La sociedad es parte del hombre concreto y se sitúa bajo las religaciones que a éste atañen. La misma ley moral e idénticos preceptos divinos que pesan sobre el cristiano en su vida personal, le conciernen como padre de familia, como hombre de empresa o en el seno de una corporación , o como gobernante, tanto en la administración de la justicia como en las relaciones con otros poderes, sean interiores o exteriores al cuerpo social que gobierne.
Cuando una sociedad concreta (un pueblo o nación) posee como base cultural o histórica una realidad homogénea, y cuando su dinamismo interno no se halla sujeto a una estructura impuesta, forma espontáneamente lo que hemos llamado una “comunidad”, por oposición a la sociedad, que es mera convivencia. Todas las grandes civilizaciones fueron en su origen y en su desarrollo “comunidades”, y ha sido la vivencia ambiental de una fe lo que imprimió en ellas costumbres, instituciones y formas de ejercer el poder propias y diferenciadas (piénsese en la Cristiandad medieval o en el Islam). A todas las religiones, por lo demás, les resulta profundamente ajeno el principio individualista y conviviente en que se apoya la sociedad moderna, en razón de que poseen una profunda inspiración comunitaria; y es cuestionable si las sociedades históricas pueden sobrevivir mucho tiempo a la extinción en ellas del principio comunitario que estuvo en las base de sus costumbres y de sus leyes. Numerosas creencias fundamentales del Cristianismo – el pecado original, la redención, los sacrificios expiatorios, la Comunión de los Santos, la oración en común, La Iglesia – pueden solo concebirse a partir del hecho “comunitario”.
La separación del poder político respecto del orden moral y religioso no puede ser aceptada por un espíritu cristiano, ni aún creyente de otra fe, más que como apostasía o como pecado. El régimen estatal o de convivencia neutra nació a la realidad con la escisión religiosa del siglo XVI, pero no se erigió en teoría hasta el racionalismo y el estatismo, que son plantas de suele arreligioso y agnóstico.
Un cristiano – o un hombre religioso – que pertenezca además a una vieja y homogénea comunidad histórica no puede, a mi juicio, aceptar la laicización del poder y la organización estatista de su sociedad sin incurrir en una (consciente o inconsciente) apostasía. Mucho menos propugnarla como el más adecuado hábitat del creyente. Puede sí, en la medida en que arraiguen disidencias religiosas o grupos arreligiosos en el seno del país, aceptar libertades concretas de hecho que en nada afecten a la unidad espiritual del país ni a su derecho y su deber de vivir “comunitariamente” su fe.
Puede incluso, aceptar en hipótesis, y como mal menor, la laicización del orden político y la libertad religiosa cuando el ambiente hace imposible el mantenimiento – o la restauración – de la unidad, o cuando ello acarrearía males mayores a la salud de las almas. Estos casos son impensables en un medio como el nuestro, donde los hechos han demostrado no sólo la posibilidad de la unidad, sino su necesidad práctica. Pero, aunque no fuese así, antes de llegar a tal situación y de admitirla, el cristiano ha de luchar hasta el final por conservar “comunitariamente” esa unidad religiosa, considerada siempre como el bien más precioso que ha recibido de sus antepasados y el patrimonio que debe transmitir a sus hijos.-
(Escrito en España, en el año 1965.-)