Esteban, al igual que su padre lo fue, es un animal ciudadano. Hace muchos años Alberto cometió el atropello de visitar a mi padre en un pueblito rural de San Luis, donde el viejo, de madrugada, realizaba sus caminatas serranas de alpargatas por el remanido periplo -la rutina ayuda la meditación- que transcurría por los hitos determinados y bautizados como el Techo del Mundo, el Arbol de la Vida, el angosto portezuelo donde se le apareció la Salamandra y culminaba en las Higueras Malditas.
Mientras Alberto de saco blanco, sombrero de lino y zapatos blücher – marrones y blancos- esperaba sin salir de las baldosas del pequeño hotel, ya cerca de las once (hora decente de madrugar), mientras se preguntaba “qué clase de gente puede soporgtar un lugar en que los pollos andan crgudos”. Luego vendría la fiesta del diálogo. Un diálogo alegre, culto, mordaz y absolutamente gratuito.
Es sobre esta nostalgia, que tanto Esteban como yo, pero por su iniciativa; que hemos pretendido con mucha menor capacidad, revivir con un medio poco apropiado ese ambiente de auténtica amistad fundada en los lazos de un rumiar ideas sin mayor pretensión que encontrarnos coincidiendo. Ya no sólo con la gratuidad de no buscar absolutamente nada fuera del gozo, sino a costo; costo de nuestras tareas, de los exiguos bolsillos y de los coscorrones de las patronas.
El medio se hacía necesario por la distancia que imponía el talante, Esteban necesita del smog, el ruido de las bocinas y el cotilleo del quién es quién y en que andan, que la genética periodística le pedía desde las entrañas. Yo, encerrado entre mis cerros pedemontanos, requería en pequeñas dosis una puesta al día cada tanto. Y así nos burlamos, reímos, lloramos y hurgamos torpemente una mística para uso de bandidos, que aunque no crean; existe. (Cuenta el Padre Roldán, que cuando fueron asaltados en su casa de La Reja, uno de los pillos les apuntaba con una automática mientras el otro saqueaba la casa. Decidió impartir una absolución in extremis a sus hermanos y madre, y al momento de hacer la señal de la cruz, el caco cambió el arma de mano y se persignó).
La intención, al contrario que otros medios, no era para nada formativa, sino lisa y llanamente, terapeútica. No del tipo de las terapias de grupo o la sesuda logoterapia de los intelectuales de academia , sino el simple deseo de ser curados como mínimos por aquel Logos viviente que prometió su luz a los ciegos.
Buscábamos en la apertura otros pequeños con ganas de jugar un juego que aunque nos quede grande, era lo que podíamos y de alguna manera nos era suficiente, ya que el encuentro final y elevador de nuestra amistad estaba en la vieja Liturgia Romana que compartiremos hasta el último suspiro y con la que esperamos, alguien nos llore y alguien se ria cuando perdamos el último botón del chaleco.
Esta humilde paginita sin pretensiones ha chocado a veces con personas serias de buena voluntad que buscan resultados palpables en sus quehaceres, hombres de formación para la acción que miden su tiempo con relojes y sus esfuerzos por los resultados, y sin duda alguna se han visto estupefactos frente a tantas cabriolas lúdicas, emociones descontroladas, pensamientos lanzados como piedras a un lago para ver si rebotan mientras se chupa una brizna de pasto. Ensayos truncos de ver entre la niebla un algo que se escapa. Picardía de chuscos que por una banderola de rejas miran por turnos el concilio de los sabios, pisando la cabeza del otro para encaramarse y llegando al fin de la noche con la marca del barrote en la frente; para por fin, sentados en el cordón de la acera rebuscando una estrella en la franja de cielo que deja libre el vano de las casonas, dejar caer una lágrima de angustia porque vimos como Ulises las sirenas y rogamos que en el cielo nos dejen una banderola, donde apretados los rostros, se ubiquen los pobres mediocres.
Dardo Juan Calderón