Por Rubén Calderón Bouchet.
Sería obvio proponernos hacer una sucinta historia del monasticismo cuando abundan las enciclopedias que traen en pocas páginas resúmenes perfectamente realizados por las manos de expertos especialistas. No siendo especialista en este tipo de estudios, ni monje, solamente puedo escribir, a propósito de los monasterios, de dos aspectos que no suelen ser examinados con la debida atención y que no obstante han tenido un importantísimo papel en el desarrollo de nuestra cultura.
Me refiero, en primer lugar, a la idea del conocimiento como terapéutica espiritual y, en segundo lugar, a la relación que guarda la religión cristiana con el tiempo, en el sentido más profundo y cabal de la noción.
Solamente una decadencia muy grande en las costumbres puede habernos llevado a una separación tan completa con la natural orientación del conocimiento. Ya no sabemos para qué conocemos, ni cuál es el verdadero rumbo de nuestro espíritu. Por causa de ambas ignorancias preguntarnos por el valor terapéutico del conocimiento puede parecemos un radical sinsentido.
El mundo griego no solamente conoció cuál podía ser la disposición natural de la inteligencia humana, sino que también puso en práctica los ejercicios espirituales adecuados para perfeccionar el ordenamiento de la mente y conducirla a una sana relación con el universo. De este modo aseguró a los hombres el goce de un saber que culminaba en el encuentro, así fuera indirecto, de la razón humana con la fuente divina de la vida y mantenía la orientación de nuestro dinamismo específico, hacia aquello que es el objetivo de su fuerza ascensional.
Sabían también que esta noble ejercitación del entendimiento no curaba el cuerpo humano de todas las miserias que lo amenazan, pero ofrecía con seguridad el camino por donde debía transitar el espíritu para conocer el verdadero Ser y abrevar en esa ciencia las energías necesarias para la conservación de una sana existencia.
Hoy es habitual entre los sociólogos de la historia considerar el aporte sapiencial griego en un pie de igualdad con la revelación cristiana, como si fueran sendos productos de dos civilizaciones distintas: la griega y la hebrea. Esta demasiado difundida opinión no toma suficientemente en cuenta la realidad de Dios, ni su capacidad para revelar al hombre los designios providenciales que tiene reservados para él. El espíritu ideológico, que ha reducido el saber a una astuta respuesta a las solicitudes prácticas de la vida, desdeña, tanto la posibilidad de una filosofía, como la existencia de la religión verdadera.
Cuando examinamos, con la razón iluminada por la fe, la relación entre la filosofía griega y la revelación consumada en Cristo, conviene siempre recordar la clara distinción hecha por la escolástica entre la naturaleza y la gracia. Esta distinción puede ser extendida a la economía de la vida religiosa y en razón de ella se puede hablar de una religión sostenida en el terreno de exigencias naturales y de una religión que consiste en una participación graciosa con la existencia divina que excede en mucho las tendencias de la naturaleza humana.
Nuestra razón es dialógica y en buena filosofía no es posible alcanzar su perfección fuera de la sociedad política. Es en ella donde la participación de la sabiduría común crea los lazos de una auténtica amistad y de esa solidaridad sapiencial indispensable para que la-vida humana acceda a la verdad del ser.
Es muy cierto que esta disposición natural del espíritu no constituye lo que hoy se llama una agrupación para la terapia psíquica, pero si bien se observa es el camino saludable por antonomasia y el que trata de mancomunar el esfuerzo intelectual en idéntica praxis iluminadora. Nuestra tendencia a unirnos en la miseria nos ha hecho olvidar que existe la solidaridad en la alegría.
Los criterios para explicar la existencia de los monasterios han recorrido todas las gamas interpretativas y, desde aquel que insiste en que la clausura comercial de Europa, como consecuencia del dominio musulmán del Mediterráneo, trajo la caída en una economía de uso particularmente adecuada a la vida monástica, hasta el que explota el favorecido tema de las frustraciones sexuales, se inscriben una variedad de explicaciones para contentar todos los gustos. Nos limitaremos a señalar como más probable aquel que los mejores representantes del monasticismo tuvieron en cuenta cuando ingresaron en la vida cenobítica: buscar la santidad en el recogimiento de la plegaria permanente.
Guillaume de Saint Thierry lo dijo con palabras que eximen de todo comentario y que son perfectamente fáciles de entender cuando se es cristiano y no se tiene el espíritu asediado por objeciones modernistas: «La simplicidad santa es la voluntad siempre igual en la búsqueda del mismo bien... La simplicidad, en efecto, es la voluntad radicalmente vuelta hacia Dios y que pide del Señor una sola cosa, buscándola con ardor sin multiplicarse en los vanos atractivos del siglo. La simplicidad es también, en la manera de vivir, la humildad verdadera, aquella que aprecia más el testimonio de la conciencia que la reputación» (1).
Ese conocimiento que buscaban los monjes en la soledad de la contemplación se distinguía de aquel que se practicaba en las escuelas por el carácter hondamente experimental, que lo alentaba. Se trataba de acercarse a la fuente de la Sabiduría en una aproximación que preveía el contacto místico, como si se tratara de hacer efectivo lo que afirma la liturgia tradicional cuando el ministro responde al sacerdote que llega hasta el altar de Dios: «Ad Deum, qui laetificat juventutem meam».
Si Dios nos ha creado sacándonos de la nada y nos recrea con la nueva vida de la Gracia, no es de extrañar que los monjes buscaran una relación con El, que suponía no solamente la recepción de un mensaje de saber transmisible a los demás según el método de la dialéctica teológica, sino también una dádiva de amor que se podía coger y luego enseñar por la fuerza ejemplar de una actitud de entrega total.
Hablamos también de «logoterapia» y no entendemos bien si el «logos» que debe curarnos es un simple parlamento sobre la higiene mental o es el «Logos» viviente en cuya fuente alimentamos nuestro espíritu y alegramos la juventud del «nuevo hombre» que renace de las cenizas del viejo Adán.
Nuestra sociedad tradicional no solo tenía conocimientos que hemos« perdido, sino que mantenía vivos los órganos capaces de cumplir las funciones exigidas por la salud espiritual. No en vano el primer ataque llevado por la revolución religiosa en el siglo xvi fue contra los monasterios, acusados de ser refugios de holgazanes, cuando cumplían la función terapéutica de mantener el contacto sagrado con el Espíritu vivificador.
Dom Jean Leclercq, benedictino de Claraval, lo decía en ese hermoso libro que tituló L'Amour des Lettres et le désir de Dieu: «Esta experiencia supone el cuidado de una vida espiritual llevada en una comunidad cuyo propósito esencial es la búsqueda de Dios. Supone la gracia propia de quien quiere desarrollar su fe en el camino de los adelantados. En los abades supone también la gracia de comunicar lo que esta experiencia tiene de inefable. Es de orden carismático. San Bernardo pedía a sus monjes que rogaran para que él recibiera de Dios lo que debía comunicarles» (2).
Los griegos advirtieron que la curación por el espíritu no era para todos. Había hombres de tal modo sepultados en la materialidad de sus apetitos inferiores o hasta tal punto asediados por las tribulaciones del trabajo, que no encontraban ocio suficiente para practicar con eficacia los ejercicios impuestos por una sana organización del saber. La religión suplió con creces las deficiencias de la terapéutica filosófica y puso las verdades salvadoras no solamente a la altura de las inteligencias más sencillas, sino que también permitió, a los que vivían acosados por una dura labor, una relación sensible a través de la liturgia con las verdades que levantan y liberan el espíritu.
La filosofía griega buscó el encuentro del hombre con el centro divino e invocó una sabiduría aproximativa que barruntó, en el claroscuro de las nociones negativas, esa realidad liberadora que se ofrecía como el verdadero bien del intelecto, pero no pudo asegurar, como lo hizo la fe religiosa, el encuentro definitivo y salvador con esa misma realidad.
En el límite de estas dos corrientes espirituales nació la gnosis, como suelen hacerlo las tentaciones, para reclamar como un fruto del esfuerzo racional, lo que la Gracia de Dios haría posible al alma ya purificada del error, del pecado y la miseria.
El monasticismo nace casi junto con la gnosis, pero con la voluntad decidida de acentuar en el encuentro del alma con Dios, el valor de la Gracia Santificante. Los que han estudiado sus orígenes sin poner especial atención en la absoluta novedad de la Nueva Alianza establecida por Dios con el Sacrificio de Cristo, buscan sus antecedentes en los cultos egipcios de Serapis, en las escuelas filosóficas de Alejandría, cuyas prácticas morales y religiosas tenían un lugar preponderante. En las comunidades druídicas, órficas, neoplatónicas y hasta budistas y bramánicas, influidos constantemente por las afinidades que suponían entre la religión y la literatura y la especial manera que tienen las influencias literarias de transmitirse de una a otra cultura. Ni siquiera los ejemplos tomados del monasticismo judío, como podían ser aquellos de los esenios, terapeutas, naziritas y recabitas permitían un cotejo en cuanto la comparación excedía aspectos puramente exteriores: retiro, oración, claustro. El retiro al desierto en la vida cenobítica era para los judíos una manera de acentuar su expectativa mesiánica; en cambio, para los cristianos fue una forma de comparecer, desde ese preciso instante, en la presencia del Señor.
Nuestra primera conclusión es que el monasticismo se impone en la espiritualidad de nuestra civilización como un centro que establece el contacto con la fuente salvadora y en la ejercitación de una sabiduría que es, al mismo tiempo, intelectual y mística, que cura del error y del pecado mediante un conocimiento donde se unen el amor, la teología, la liturgia y el canto a la gloria del Eterno. Cura de la miseria por la aceptación gozosa de la cruz, tal como lo explica San Ambrosio en su De fuga saecüli, 9, 57: «El Sumo Sacerdote murió por ti, fue crucificado por ti, para que tú te aferres a sus clavos. Verdaderamente Él te asumió en su carne, a ti y a tus pecados».
Todavía hay algo más y surge de la relación primordial que guarda el cristiano con el tiempo. Los monasterios se encargaron de llevarla hasta sus últimas consecuencias, no solamente por su disponibilidad de todo instante frente a la solicitud del espíritu, sino también porque regularon de tal manera y con tanta minuciosidad las horas del día con el propósito de hacer recordar en todo instante la presencia del Altísimo que, según los buenos exégetas del espíritu capitalista, «cuando la eternidad dejó gradualmente de servir como medida y foco de las acciones humanas», esta contabilidad del tiempo se convirtió en racionalizada preocupación por el trabajo» (3).
Por supuesto que esta consecuencia no estuvo nunca en el espíritu monástico, como no está en el hombre prudente la exagerada solicitud por los asuntos temporales. En la vida de las civilizaciones, como en la de cada uno de nosotros, sucede que el vicio brota de la virtud en cuanto se pierde de vista el fin sobrenatural de la existencia.
Cuando hablamos del Reino de Dios se debe tener en cuenta un hecho fundamental: su presencia, su advenimiento actual. Es indudable que ningún católico vivo tomó el término en su más pura aceptación teológica, pone en duda la realidad de este hecho, ni necesita mayores explicaciones para advertir la presión misteriosa de lo que se solicita diariamente en el Padrenuestro. Lo que puede ser menos habitual es que note, al mismo tiempo, lo que distingue su disposición espiritual frente al tiempo de la que tuvieron los paganos y los judíos.
Para los paganos la religión fue más nostalgia que esperanza. Lo esencial pertenecía a la Edad de Oro, al tiempo mítico que la liturgia resucitaba para devolver a los hombres, dentro de lo que era posible, la juventud del principio, del momento preciso en que las cosas se hicieron por primera vez y fueron ofrecidas por los dioses en esa dádiva sin réplica que el antiguo sacrificio trataba de satisfacer sin lograrlo.
El pueblo de Israel se formó bajo la impronta de la promesa que lo arrancó para siempre al ritmo circular de los mitos y lo arrojó en la vorágine de la historia, preparándole un futuro que debía colmar su expectativa religiosa. Fue un pueblo intrínsecamente sostenido por la esperanza y el anuncio jubiloso del día del Señor en la plenitud de su gloria. La Ley se fijó, con todos los detalles de su minuciosa preceptiva, para confirmar la dignidad de su vigilante espera.
Para el pagano la historia era el tiempo que desgasta y consume todas las cosas y en donde los efímeros solo pueden ensayar la gloria pasajera del gesto, porque prolonga la fama y permite entrar en las sombras del Hades, dejando atrás el recuerdo de la hazaña.
El cristianismo es el advenimiento del Reino de Dios aquí y ahora. La nostalgia del Paraíso es asumida en la ciudad de Dios y la promesa hecha a Abraham se está cumpliendo en el preciso instante en que las luces de la eternidad disipan las tinieblas del tiempo caduco y dibujan para el creyente los contornos de un mundo nuevo. ¿No le dijo Nuestro Señor al Buen Ladrón: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el Reino de los Cielos»? (4).
Hoy mismo. Ni hacia atrás, ni hacia adelante, ya. Tu última decisión en el trance de la muerte es definitiva y te abre las puertas de la ciudad eterna para siempre. Para quienes se encuentran en el tiempo de la historia, la opción guarda la misma urgencia, como si estuvieran como Dimas crucificado y en el instante se decidiera su suerte.
A partir del advenimiento de los estamentos burgueses a la cabeza de nuestra civilización, las preocupaciones de índole material son las únicas que cuentan, como si el hombre quisiera hacer en el tiempo que pasa, su habitación definitiva. Las diversas funciones sociales se diversifican de acuerdo con esas necesidades y poco a poco desaparece el valor de las instituciones destinadas a mantener un vivo contacto con Dios. La Iglesia pierde su vigencia cultural y es reemplazada en la dirección de las almas por los publicistas y escritores cuyos mensajes se hacen cada día más groseros, en la misma medida que el espíritu humano se cierra a las verdades de la fe.
El mundo economicista, que por comodidad y uso llamamos burgués, sin otra explicación, tuvo siempre una inquina especial contra los monjes; Como decía Billy Graham, el más grande vendedor de productos divinos que hubo hace unos veinte o treinta años en Estados Unidos, ponían las cosas de Dios muy lejos del alcance del hombre común, el más numeroso y el que más compra. Es indudable que si se vive en el umbral de lo que ha de suceder inmediatamente después de la muerte, no hay necesidad de poner demasiado interés en una cómoda instalación sobre la tierra.
Por mucho que nos preocupe formular un desacuerdo con este padre de la nueva Iglesia que es Billy, la doctrina enseñada en los monasterios estaba profundamente ligada al fundamento de la predicación de Cristo y fuera o no compatible con la sociedad de consumo, la vida cristiana fue concebida como una separación del mundo y del pecado, por mucho que una y otra cosa interesen a los promotores de la industria.
Si tomamos seriamente las palabras del profeta Isaías: «Vuestras iniquidades cavaron un abismo entre vosotros y vuestro Dios; vuestros pecados hacen que Él oculte su rostro para no veros; porque vuestras manos están manchadas de sangre y vuestros dedos de iniquidades; vuestros labios hablan mentiras y vuestras lenguas dicen maldades» (5), advertiremos que el monasterio cumplía, en nuestra sociedad tradicional, la función de mantener en perpetua vigilia nuestra relación con la fuente de Agua Viva, para impedir que los pecados oscurecieran nuestra conciencia hasta el punto de perder para siempre la acción que ejerce Dios sobre las almas y que San Gregorio Magno nombraba con expresiones que tenían el peso de una realidad sensible: «Canto interior, ligero murmullo o palabra silenciosa pronunciada en la interioridad del corazón».
Debemos al monasticismo dos cosas que estimo fundamentales para edificar una civilización que responda a las exigencias profundas de nuestro espíritu: la práctica de un conocimiento místico de Dios como fuente de eterno rejuvenecimiento espiritual y el llamado constante a dar una respuesta positiva a la solicitud de la Eternidad que está presente en todos y en cada uno de los momentos de nuestra vida.
(1) DECHANET, J, M.: Lettre d'Or, París, Desclée, 1956, RAG. 54.
(2) Op. cit., Editions du Cerf, París, 1957, pág. 203.
(3) MuMFORD, L.: Técnica y civilización, Emecé, Buenos Aires, s/f., t. I, págs. 45 y sigs.
(4) Lucas, XVIII, 43.
(5) Isaías, LIX, II, 3.