Para entender el malestar que postra a las sociedades democráticas -expresado a veces como desaliento y escepticismo, a veces como ira e indignación- deberíamos empezar por aclarar que la democracia, tal como nos la pintaron, es una quimera irrealizable.
Existe una realidad histórica irrefutable: todas las sociedades humanas, con independencia de la forma de gobierno que impere en ellas, están regidas de hecho por minorías. Siempre ha sido así y siempre lo será. Y son estas minorías las que realmente deciden, de forma efectiva directa o indirectamente, sin tapujos o con disfraces, el destino de las naciones.
Ilusoriamente, a la gente se le hizo creer que la democracia acababa para siempre con esta idea jerárquica subyacente en todo orden político; cuando, en realidad, lo único que se hizo fue esconder, escamotear este elemento (y ya se sabe que, cuando algo se oculta, es porque no conviene mostrarlo). Así, se presentó una sociedad regida por la más absoluta igualdad política, en la que los gobernantes no lo eran en virtud de un principio jerárquico, sino representativo; y de este modo se consiguió encubrir un hecho gigantesco e incuestionable, que es la rebelión de la economía en contra de la política. Hecho que empezó a fraguarse en el Renacimiento, para desencadenarse en la Revolución francesa y alcanzar su paroxismo en nuestra época, en la que el poder político no solo ha dejado de ser aguerrido defensor del pueblo contra esas fuerzas económicas desatadas, sino que se ha convertido en el perrillo servicial de tales fuerzas, organizado en oligarquías encargadas de pauperizar al pueblo, siguiendo las consignas de la plutocracia internacional; es lo que Pablo Iglesias, el líder izquierdista encumbrado al estrellato, llama 'la casta' convertida en 'mayordomo de los ricos'.
Este poder oculto de una minoría plutocrática es el que decide el destino de las naciones, de manera siempre impía y a veces en su desmedida voracidad sin molestarse siquiera en disimular la naturaleza monstruosa de sus designios. Así se explica, por ejemplo, que el Fondo Monetario Internacional (¡apenas un día después de las elecciones europeas en las que las oligarquías que más servilmente habían trabajado al servicio del poder económico fueran vapuleadas!) tuviera el cuajo de reclamar condiciones todavía más inclementes en los despidos, así como subidas en los tipos impositivos; reclamaciones que las oligarquías terminarán atendiendo. Todo este latrocinio institucionalizado se logró disimular en los años anteriores mediante la instauración de un reinado de las delicias universales (¡la búsqueda de la felicidad!) que aspiraba a conseguir una sociedad humana animalizada, pasiva y cobarde, 'ciudadanía' sometida mediante el hipnotismo ideológico a la más depravada servidumbre espiritual, aferrada al disfrute frenético de las prebendas democráticas, que se pueden resumir en alegrías para la bragueta y manguerazo de subvenciones. Las alegrías para la bragueta nos ha dejado en un par de generaciones sin cotizantes que paguen nuestras pensiones; y al manguerazo de subvenciones ha sucedido una pertinaz sequía que, además, nos pilla con las reservas exhaustas.
Me ha llamado mucho la atención la avalancha de reacciones asustadas o jeremiacas que han surgido, a derecha e izquierda, ante el éxito cosechado por Pablo Iglesias en las pasadas elecciones europeas. Diríase que, de repente, este señor con coleta fuese a traer la dictadura del proletariado de la extinta Unión Soviética. Y me sorprende que quienes ahora están escandalizados ante este revival del comunismo sean los mismos que, durante las últimas décadas, han aplaudido leyes laborales que parecían inspiradas en la legislación china. Marx ya nos advirtió que el comunismo es un hijo natural del capitalismo que se desarrolla históricamente con él; del mismo modo, podríamos decir que Pablo Iglesias es hijo de una democracia que ha rendido el poder político a fuerzas económicas desatadas, fingiendo que se lo entregaba al pueblo. Naturalmente, Pablo Iglesias, que acierta en el diagnóstico del mal que amenaza con llevarnos a la tumba, se equivoca en la medicina, puesto que insiste en prometer el mismo reinado de las delicias universales que antes nos ofrecieron las oligarquías que aspira a derrocar, añadiendo además una 'reducción' de revanchismo al guiso.
Pero, mucho más escandaloso que votar a alguien que se equivoca en el tratamiento, después de acertar en el diagnóstico, se nos antoja votar a quienes ocultan el diagnóstico, vendiéndonos el veneno como medicina.