Leo en un pequeño engendro cultural que publica el diario Los Andes unas berves reflexiones sobre los valores y hasta una corta conclusión sobre el alcance efectivo de los sistemas valorativos. No entro en una consideración prolija de engorroso trabajito porque es de una simpleza que derrota cualquier juicio crítico. He dicho simpleza y no simplicidad porque ésta última palabra encierra un elogio y la simpleza traduce una reducción que linda con el absurdo. Por supuesto el “valor es algo que vale” y como esto parece hundirse en la apreciación del sujeto, no parece para nada el fundamento real que sostiene el valor y permite apreciar la calidad de las puestas valorativas. Le voy a ahorrar al lector una reflexión metafísica que el tema del valor impone necesariamente y que ha sido hecha en muchas oportunidades por los pensadores tomistas. Me limitaré, por el momento, a una indicación brevemente homilética sobre la consistencia del valor en la propiedad trascendente del bien: todo lo que es, por el hecho de ser, es bueno, pero no todo es igualmente bueno para mí o para ti, porque sucede que en la apreciación de la bondad de un ente se cuela una partícula de subjetividad que da lugar a las preferencias valorativas que funda los sistemas axiológicos en uso.
Estas preferencias axiológicas existen y no solamente dan lugar al desarrollo de ciertas vocaciones personales: el artista, el científico, el financiero o el simple comodón, sino que se extienden a todo el orbe de una sociedad e imprimen a la cultura una orientación determinante que incide en el desarrollo de todas las otras actividades del espíritu. Nuestra época está profundamente marcada por el sino economicista y no hace falta una meditación muy prolija para descubrir en la política, las ciencias, las artes y hasta en la idea que se hace el hombre de su papel en el mundo la señal indeleble de ésta preferencia valorativa. Ni la religión ha escapado a su impronta y si podemos observar en el marxismo la intención de convertir la economía en una operación transfiguradora de la actividad humana, no dejamos de apreciar en los administradores del templo, el exagerado gusto por las cuestiones económicas que suelen poner por encima de la búsqueda esencial del Reino de Dios: “no se puede predicar el Evangelio si antes no solucionamos el problema del hambre”. Por supuesto que es un problema terrible ¿Pero quien lo va a solucionar si antes no hemos convertido en cristianos a los distribuidores de las galletas y las milanesas? Piensen que estos no se dejan impresionar por los quejidos más o menos lastimeros de los niños hambrientos y las madres condenadas a una anorexia sin virtuosas modelos como paradigmas ejemplares. Eduardo Spranger escribió un libro sobre este tema y lo llamó “Formas de Vida”, en donde con la minuciosa atención de un especialista tudesco, trataba de esbozar las epopeyas de los hombres que habían seguido, en alguna medida, una existencia signada por una preferencia de ésta índole. Advertía, por supuesto, que ninguno extraía hasta las últimas consecuencias de un plan vital conducido por la consecución absoluta de un valor exclusivo y así como el financiero podía permitirse el lujo de casarse con una muchacha atractiva aunque fuera pobre, el esteta lo hacía con una muy fea, pero que golpeaba su sensibilidad por otro lado. En pocas palabras, con o sin Spranger, nadie es absolutamente lógico, salvo que sea loco del todo, para seguir una preferencia valorativa hasta el límite final de la catástrofe. Si yo fuera un economicista a todo vapor, la jubilación hubiera señalado el fin de mi existencia y si se me diera por ser científico no podría quedarme aquí, sentado en mi escritorio, esperando la arteriosclerosis sin tomar alguna medida práctica para apurar el tránsito a la putrefacción definitiva.
Si esto es así, ningún valor teórico, científico, estético, económico o político, puede convertirse en fin último de la vida humana sin provocar un desequilibrio que lleva inexorablemente al desastre. Piensen ustedes en nuestro economicismo llevado hasta sus últimas consecuencias y llegarán a la triste conclusión de que todo aquello que en la vida vale la pena en anti económico y hasta condenable desde un punto de mira utilitario: ¿Para qué sirve un niño. Un viejo, una vieja, un enfermo, un tarado, un cura o una bailarina?
He puesto algunos ejemplos sórdidos, pero podría poner otros que en un ordenamiento puramente estético o científico de la sociedad no les iría mucho mejor. Hagan ustedes la prueba y desarrollen, in mente, una sociedad humana alimentada espiritualmente por una preferencia exclusiva de uno cualquiera de los valores que podemos señalar y que dependen, en su estructura axiológica, de una actividad espiritual del hombre: política, ciencia, economía o arte y verán desplegarse ante la razón, todas las sinrazones existentes para condenar a todo el mundo a una desaparición casi inmediata.
Para un esteta está la fealdad que afecta, ahora o más tarde, a toda la especie. Para un científico habría que responder positivamente a la pregunta inicial: ¿vale la pena vivir para sostener los negocios, pagar impuestos y alquilar un postrer lugarcito en el cementerio?
Como a estas preguntas las he hechos muchas veces y sigo viviendo a pesar de sumar algo más de ochenta años, se me podría preguntar ¿Qué es lo que me sostiene: una esperanza, un ideal, una ilusión o un vicio?
Si fuera a ser sincero, les diría que lo único que me sostiene es el temor de Dios ¡No vaya a ser que después de esto venga algo peor todavía! Un modesto teólogo me diría: si cree que puede haber algo peor es porque piensa que debe haber algo mejor y, bien pensado, el razonamiento tiene un cierto vigor convincente; no se puede pensar en lo peor sin pensar en lo mejor y es por aquí por donde la vieja sabiduría tradicional nos impone su sistema de valores. Efectivamente , sospecho que no hay un sistema axiológico que lleve nuestra marca de fábrica, porque a la religión no la hemos hechos nosotros, viene directamente del cielo. Por esa razón nos toma desde adentro y edifica en nuestra intimidad todas las virtudes y los hábitos que nos relacionan con la economía, la política, la ciencia, el arte y con nosotros mismos. Todas estas actividades son medios y no fines y podemos usar de ellos en la medida que ocupen el lugar debido en el espacio del alma. Como no pueden ser fines, no lo son nunca en un sentido estricto y total y si a veces se hipertrofian convirtiéndose en polos de la conducta, caemos en una neurosis personal o colectiva que deja sentir sus efectos en el comportamiento general de la sociedad.
Hoy se habla de sistema de valores y se permite sospechar la existencia de un orden valorativo que tiene una vigencia viviente en el fondo del alma humana, pero es evidente que ese sistema no puede tener fuerza compulsiva para obrar de cierta manera si no está alentado por un principio vivo en función del cual el sistema opera real y efectivamente. Si ese principio no es la presencia mística de Dios en el tribunal de la intimidad ¿qué es? El imperativo ese del que habla Kant y cuya fuerza ascendente parece emanar de su indiscutida racionalidad. Esto nos parece muy poca cosa cuando se debe imponer a las apetencias sensibles en la pugna contra las obligaciones morales. ¡Es tan fácil ceder al miedo, al erotismo, a la ambición o a cualquier tentación fuerte e inmediata si no opera en nosotros el temor o el amor a Dios con toda la energía de su contundencia espiritual!
Efectivamente el sistema de valores puede estar fundado en un violento atractivo por lo económico, lo científico, lo estético o lo político y como hemos visto, la penalización de la conducta por una cualquiera de estas motivaciones, en la medida en que es consecuente consigo misma, impone un orden moral absolutamente imposible, absurdo e inhumano. La conclusión es simple y aunque parezca un poco extraño se nos impone con una seguridad rayana en la evidencia: un auténtico sistema de valores está impuesto por Dios y aunque en dependencia de nuestras decisiones libres, es su presencia mística en la vida interior la que en última instancia rige el orden de nuestro comportamiento.
El empleo de una retórica homilética para edificación de los concurrentes a las parroquias, nos ha conducido a creer que frases tales como la “inhabitación de la Santísima Trinidad” en el fondo del espíritu humano son nada más que palabras y no tiene otra finalidad que despertar en la imaginación un conjunto de sombras terroríficas capaces de oponer a los caprichos, la barrera verbal de una oscura amenaza. No discuto que muchas veces es lo que sucede y el buen orden de ciertas conductas depende de un buen fondo de frases admonitorias que perduran en la conciencia de los que han recibido un honesto catecismo. Pero la presencia de Dios en el alma es un hecho que funda la religiosidad como sentimiento numinoso, como diría Otto en su famoso libro “Das Heiligen”, donde pretende sacar del sentimiento la cabal realidad que lo provoca. Estoy de acuerdo con él pero en un sentido totalmente inverso: la presencia de Dios ha provocado el nacimiento de la religiosidad que es su resonancia afectiva y de allí se debe partir para dar una explicación satisfactoria de lo que el hombre es.
Decía San Ignacio, con vascongada contundencia, que el hombre ha sido hecho por Dios para que lo conozca, lo ame, lo sirva y de ésta manera salve su alma. Y añadía para terminar con cualquier glosa amplificadora: y para nada más.
Se me dirá que la experiencia de un santo no es la de un hombre común, por muy creyente que sea, a lo que diré que un santo no es un hombre a quien Dios ha colocado en una situación especialmente privilegiada. Si tiene un conocimiento más profundo de esa realidad mística que es la presencia de Dios en el alma, es porque ha cultivado esa amistad con más denuedo que nosotros y no se ha dejado distraer por la cotidiana papanatería que nos aleja del centro espiritual y nos divierte en la contemplación de las cosas que pasan.
Dios ha hecho nuestra alma y la ha hecho de tal manera que su imagen, su imagen real y efectiva, no un modelo que actúa a la manera de aquel que copian los modistos, opera en nuestra realidad para que lo reconozcamos y sintamos la presencia imperativa de su autoridad, pero sin abandonar el libre ejercicio de nuestras decisiones, situación que enturbia un poco la fisonomía de la imagen e impide que sigamos dócilmente sus instigaciones, por lo menos no hasta que veamos a Dios cara a cara y nos abandonemos totalmente al influjo de su Presencia Infinita.
RUBEN CALDERON BOUCHET (Cuadernos de La Reja, N° 3).