La Argentina fue un intento de Nación inconcluso. Desgajada en la desidia de aquel Imperio Católico, sin saber a ciencia cierta ni cuál era su frontera, se entregó a un continente físico que sin hacer apostasía de su fe en el plano individual, no encontraba razón alguna para ser un todo espiritual. Buenos Aires, con sus entrañas de contrabandista piadoso, buscaba un progreso comercial y en pos de ello ensayaba en la anarquía la dependencia con el Imperio Protestante o el juego macabro del jacobinismo en boga. Las provincias se replegaban sobre sus jefes naturales y en todos campaba un sentimiento huérfano y mostrenco, que de alguna manera, nunca se ha disipado del todo.
Es ajena a nuestra personalidad la idea de una amicitia griega. El talante se forjó en las camaraderías del combate, de la logia o del trabajo, sabidos que lo político es un botín de partidos. Rosas inauguró un proyecto de la Argentina Gaucha que aunque se pretendía fundada sobre la concreta pertenencia a la tierra – como era en su caso- el hecho de encontrarse con una tierra baldía circundando un puerto maloliente, no pudo evitar el egoísmo descastado de un hombre que, por el contrario, se hacía él dueño de la tierra en un tiempo en que aquello ya comenzaba a expresarse en términos de escrituras notariales y no en la entrega amorosa al paisaje que conforma al “paisano” con los años y el trabajo. Fabio y Don Segundo representarán estos tipos, sabido el muchacho que la aceptación del título de propiedad lo convertía en un “pituco” y lo alejaría irremediablemente de aquel gaucho que era desalojado por los alambres hacia un destino de sombras. La Argentina, con sus provincias empobrecidas, abandonaba su providencial Caudillo pues cada uno defendía su título y no la tierra.
Luego vino la Argentina pituca, asentando sus pertenecías de casta por participación en la guerra del Paraguay y la Campaña del Desierto. Todos tenían sabido que el poder se iba a repartir entre estos camaradas y parte de los Federales, a pesar de lo injusto de aquella guerra (el grupo de Mansilla) entraron para no quedar fuera. Devinieron masones como suele pasar a todos los entrismos. Pero el nexo era aquella camaradería soldadesca de una empresa turbia que se continuaba en turbios negocios practicados por gentlemans.
Por fin devino la Argentina guaranga. La de Perón. La famosa “bolsa de gatos”, donde esta complicidad pituca con visos de caballerosidad, pasó a expresarse en esa típica complicidad de compadres en una “jugada de astucia”, que aunque ganaba en cinismo lo que tenía de hipocresía, desbarrancaba el instinto desde sus continentes formales a la grosera expresión de una revancha.
En fin. Aquello de “amigo de Platón, pero más amigo de la Verdad”, nunca fue nuestro. El credo argentino se basa en esa amistad con Platón y punto, dejando la verdad para otro momento en que el partido se consagre y se afirme. Es decir para nunca. Ya que la propia esencia de la unión se basa en esos códigos de camaradas que nunca se deberán romper y que une a los pillos que han participado de una misma faena que jamás debe ponerse en juicio. Más claro; siempre se ha tratado de dos amigotes que han ido de juerga.
Este tono que hoy los extranjeros comienzan a notar en personalidades como el mismo Papa Francisco, ha coloreado todas las expresiones (Mons Fellay me hacía el comentario al respecto, de cómo el Vaticano es hoy un asunto de amigotes). El argentino tiene como verdad fundamental esta fidelidad a la amistad de trapisondas, de movidas y de astucias, a la que no me animo a llamar mafiosa, por pertenecer más al rubro de las estafas y cuentos del tio, que a los delitos duros y puros del escopetazo. Es más importante para nosotros el ser amigote que el ser veraz.
El resultado final es simple. La verdad en todos los planos sólo ha podido ser cultivada por solitarios, excluídos y excomulgados. Por esa clase de tipos que no gustan de las picardías en patota ni suspenden el juicio certero por una movida que omite o reinventa en pos de una “jugada”. Pienso en este momento en un Bernardo Lozier Almazán con su verdad de Mayo, tan mal reconocido, y lo hago por estar leyendo su libro sobre el Obispo Lué, trabajo de reconocimiento de una personalidad tan antipática a la nuestra y tan cercana a la Verdad.
El “pensamiento” argentino nunca estuvo en la búsqueda de una verdad sincera. Siempre fue parte de una “movida” que oculta el juicio y que sólo se lo permite en el secreto de la intimidad con algunos vinos de por medio. La verdad es incorde a este espíritu de camaradería. La verdad pasa a ser un “chisme” que se gasta en el susurro, o en el mejor de los casos, materia de confesión como el pecado. Y ahora me trae el recuerdo de Don Antonio Caponnetto que viene faltando a este argentinísimo código.
El catolicismo argentino, siempre enancado en un poder político esencialmente liberal, ha cultivado la expresión del testimonio de Cristo en el doble discurso de un jesús pastelero que se propone como conveniente para el orden público cualquiera que sea, reservando la Verdad en el ámbito hogareño y justificado en no ser incorde con los “muchachos” que por venir de fondo cristiano, mientras se llenan los bolsillos y regentean este prostíbulo, tienen una virgencita guardada en el cuarto. No quieren darse por enterados en público lo que saben en privado, y como por segunda naturaleza han instalado la astucia – talante nacional que hoy se exporta- en el lugar de la prudencia, siempre están a la espera de reintegrarse de su doblez, cuando la “estrategia” dé frutos.
Acompañan un poco chispeados en la previa al amigote hasta la puerta del bulo y fingen un dolor de panza para pegar la vuelta a la casa, para mañana, entre las cuitas de la hazañas oscuras que se comparte entre risitas vergonzosas, deslizar un argumento de expiación que el otro recoge desde el recuerdo de una abuelita piadosa y que le asegura unos meses más en el puesto. El domingo lleva los chicos a Misa, sin saber bien se explicar la jugada es peor o mejor, consciente de que ya lo miran de reojo; de última… la vieja sigue siendo íntegra… pero antes de entrar, toman al mayorcito y le dicen: “No creas que la gracia es todo … pero es verdad”.