Lanzada a rodar hace décadas como hija predilecta de la CIA -y fuera la especie enteramente cierta o no- la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional fue rechazada de plano por las izquierdas de todo ropaje, y aún por cuantos no deseaban quedar al margen de la más burda corrección política.
No se nos verá cruzar espadas a nosotros por aquella receta táctico-militar, que tuviera la procedencia que tuviese, adulteró y sustituyó el claro y tradicional concepto de guerra justa. Pero la verdad es que el abuso no quita el uso, y del rechazo por aquella estrategia no se sigue -como se ha seguido, con calamitosas consecuencias- que la noción misma de seguridad nacional y social deba descartarse a priori, cual si fuera pecado de leso macartismo estar reclamando amparo y protección para los ciudadanos y las instituciones naturales en que ellos se asocian.
A grupas del desmadre irrumpió el chifle no menor del garantismo jurídico y el del progresismo ideológico puesto insensatamente de moda en todos los ámbitos. De allí a la lenidad casi absoluta había un solo paso.
Ese paso criminal se ha dado hace rato, y la década kirchnerista se especializó en consumarlo. Cualquier diagnóstico al respecto es redundante. Como retratar el diluvio a la vera del arca bíblica, o la erupción del Vesubio en medio de las ruinas de Pompeya. No hay día, no hay familia, no hay sector económico, no hay espacio ni condición laboral o profesional que no tenga una víctima del delito registrable en sus experiencias cotidianas. Víctimas fatales o dañadas con graves consecuencias, entre las que no son menores la constatación de que la vulnerabilidad es irrefrenable y la confianza social entre nula y escasa.
Lo que más llama la atención, sin embargo, cuando se consuma un hecho delictivo de envergadura, como la ocupación de un predio o el saqueo de una zona, es un doble fenómeno que no podemos sino adjetivar de espantoso.
Consiste el primero en la actitud mental y moral de los hombres de armas, quienes literalmente acosados y asediados durante décadas con el sentimiento de inferioridad y de culpa por ser represores, prefieren consentir en que el alud delictivo supere sus fuerzas, aún físicamente hablando, antes que aplicar todo el volumen disuasivo y operativo que las circunstancias reclaman. En ocasiones, ni siquiera aparece ese volumen represor previsto por las mismas leyes y el común sentido.
El segundo fenómeno es paralelo al primero. Ese alud delictivo está perfectamente organizado y adiestrado para operar. Brota de reductos conocidos, de madrigueras subsidiadas estatalmente, de guaridas con apoyo oficioso, de villorrios tenidos por paradigmáticas periferias, de marginalidades alentadas e importadas mediante una inmigración sostenida en la demagogia, de matones identificables y tomados por respetables líderes, de narcos con contactos rutinarios y fluidos con el gobierno, de organizaciones tuteladas cuando no engendradas por el oficialismo. Ese alud delictivo, por llamarlo de este modo, una vez consumadas las acciones más depredadoras, vuelve a ser absorbido por el anonimato, agazapado y a la espera del próximo golpe. Para ellos no corren los motes de gatillo fácil, de conculcadores de humanos derechos o de potenciales genocidas. Siempre habrá un Zaffaroni que, entre burdel y burdel, se haga de un tiempo para comprender “filosóficamente” a los hampones y extenderles su mano indulgente y libertaria.
No tendrá fin esta demencia trágica mientras no se extirpen las causas; que son muchas, y sin ser especialistas podemos colegirlas o conjeturarlas. Pero entre esas causas está la ejemplar. Esto es, el perverso y depravado ejemplo que proporcionan quienes mandan; caterva ya sin pudores en el ingrato arte de robar, mentir, adulterar la naturaleza, profanar lo más sacro y sacralizar lo más inmundo.
La inseguridad es el Régimen. Para quebrarle su espinazo homicida y regenerar la columna vertebral del cuerpo social, hay que abatir al Régimen.
El primer acto posible para tamaña tarea es atreverse a decirlo.