El sábado último sucedió que por revolear niños por los aires uno pegó contra la campana que oficia de timbre en casa y desapareció el badajo. Voló.
El tema me tenía a mal traer, que se trata de una campana que me obsequiaron unos queridos amigos luego de hacerla bendecir.
Buscamos de a dos o tres adultos por vez ese badajo varias veces y nada, y nos dimos por vencidos.
Ya domingo por la mañana las vestiduras rosadas del sacerdote nos recordaron el III Domingo de Adviento y la alegría en el Señor que nos dispusimos a festejar cenando con dos familias amigas.
El primero en llegar a casa fue Miguel, uno de los tantos hijos de los invitados. Si no soy bueno para los nombres, menos para las edades, pero calculo que tiene nueve o diez años.
Le llamó la atención que ya no había “timbre”. Le expliqué lo sucedido y sin más me dijo:
- Recémosle un Padrenuestro a San Antonio y aparece el badajo.
Así lo hicimos. Confieso que mis esperanzas en encontrarlo eran muy pocas. Se trata de un objeto más bien pequeño, que habíamos buscado incansablemente entre varios adultos el día anterior y que suponíamos camuflado en la tupida vegetación.
Ni bien terminamos el Padrenuestro Miguel encontró el badajo y me dijo como quien comenta algo obvio:
- Las cosas las hace aparecer San Antonio ni bien terminás el Padrenuestro.
Y me dejó pensando en por qué será que es bueno que los niños vengan a uno.
No parece referirse la Escritura al solo hecho de tenerlos cerca para protegerlos.
Tal vez sea porque teniendo esa fe plena y perfecta nos recuerdan que es a aquella niñez a la que debemos volver para salvarnos y que aún nos queda un largo trecho que mejorar.
También me pregunté por qué tan rápidamente nos olvidamos de estas pequeñas experiencias sobrenaturales; y, en el peor de los casos, por qué a diferencia de los niños, atribuimos estas cuestiones a carambolas del orden natural.
- ¡Grande Miguel! –le dije, siendo que soy un hombre de poca fe-.
- No, grande San Antonio – me corrigió inmediatamente- .
Gaudete in Domino.