La cosa fue levantarme y recibir la primer bofetada del día y todo por mi culpa, que por la avidez de conocer las novedades -pecado que a mi edad debería haber aprendido a moderar postergando la lectura del diario- fuí rápidamente a enterarme de las noticias con que la tribuna de los Mitre nos ataca, sobresaliendo, por la desazón que me produjo, la del amparo concedido por un tribunal porteño a una orangutana, en razón, y esto es una forma de decir, de considerarla "persona no humana", cabiendo presumir que tales magistrados no reconocen con similar determinación la personalidad que propiamente les corresponde a los fetos concebidos de varón y mujer.
No sería aventurado suponer que este avance en la doctrina judicial se haya visto estimulado por el disparate oído recientemente en Roma acerca del destino de las bestias domadas a una suerte de visión beatífica, aunque dicha concepción teológica fue insinuada en su lejana infancia por el titular de esta página, quien, según dicen las malas lenguas -que son para su desgracia las que mejor lo conocen-, rogaba por la salvación de los animales domésticos.
Pero, estas conjeturas no son más que eso y como tales desprovistas del nivel de certeza que me anima a atribuirle a María Elvira el fundamento de la novedad que nos apabulla.
El caso es que esta entrañable amiga -no puedo calificarla de vieja y asociarla a mi decadencia, puesto que ella no envejece, sino que como los buenos vinos, a los que tiene cierta afición pero, aclarando, con muy buen declive, el tiempo va añejándola- trabaja desde hace muchos años en el Poder Judicial de la Nación, desempeñando tareas que no son letradas porque su título profesional no la habilita para ellas aunque sí de responsabilidad, lo que le ha permitido tener relación con distintos funcionarios palaciegos y seguramente con gran atención de éstos, por su reconocido caletre.
María Elvira entró en la familia de Clarita -que es ahí donde la conocí- en la época en que se estrenó la minifalda, prenda que llevaba con su natural gracia y distinción, a diferencia de tantas chuecas, regordetas o paticortas que se empeñan en seguir cualquier moda, aunque las desfavorezca, como si no hacerlo fuese un pecado siendo que con tal entendimiento cometen afrenta en desmedro del buen gusto y la armonía.
Y usando dicha prenda, tomaba clases en la Universidad de Cuyo, en la que quizás fue su última época de gloria, porque aún mantenían sus cátedras el padre Sepich, don Rubén, el viejo corso, los profesores Comadrán, Acevedo, Pedro Santos Martínez, Nelly Ongay, Ruiz Díaz, Ladislao Boda, Cichitti y algunos otros que escapan a la memoria de la patrona ya que no de la mía, que en esos claustros no cursé estudios por lejanía geográfica y, de no existir tal impedimento, tampoco lo podría haber hecho por incapacidad mental; a mayor abundamiento para justificar mi imposibilidad, destaco, que seguramente como símbolo de la excelencia que entonces perseguía, la casa en cuestión no ofrecía posibilidades académicas a los aspirantes a picapleitos.
Sin embargo, en una ocasión, la elegante alumna fue ataviada con un kilt que cubría hasta la mitad sus botas de caña alta, expresando el profesor francés, cuando la vio entrar al aula, que celebraba su conversión al catolicismo, manifestación que la hizo estallar de risa y constituyó el principio de la relación filial que mantuvo con Alberto y Elsa hasta la muerte de ambos.
Nuestra querida amiga, durante mucho tiempo, suplió con el afecto cotidiano, el que sus allegados carnales, por la poca o mucha distancia que los separaba, no podían brindar al venerable matrimonio con esa asiduidad. Así, compartió con ellos los últimos tiempos de esa singular compañía y fue la encargada de incrementar el anecdotario familiar con el relato de las ocurrencias conque nunca dejaba de sorprendernos el desopilante Alberto. Como aquella vez que, munida de botellas de champagne para festejarles un aniversario de bodas, fue recibida por el ilustre caballero con la amarga queja -producida, indudablemente, por una de esas situaciones conyugales que la ingeniosa Licia denomina de dinámica difícil-, de que se encontraba desde hacía, pongamos, cuarentiocho años reducido al silencio, sólo comparable en la desfachatez, con la aportada por Carlos Sacheri, quien testigo entre otros de una reunión en la que participaron don Francisco Elías de Tejada y el personaje en cuestión, fue confidente de la protesta de éste porque ese "gallego no deja(ba) hablar a nadie".
Pero, como he dicho, María Elvira se incorporó a mi familia política -que a veces la política puede tener cosas buenas- y a la mía propia y así es que fue huésped habitual de nuestra casa desde que apenas nos mudamos, largos treinta años atrás. Así vimos crecer a nuestros hijos y nos emparentamos espiritualmente a través de cruzados madrinazgos, siendo también muy atenta a las cosas pequeñas que transcurrían entre nosotros.
Una de esas cosas pequeñas, por lo menos cuando la recibimos, fue una cachorra de ovejero alemán que obtuve del agente inmobiliario que medió en la compra de nuestra nueva propiedad, un sirio antioqueno, cuñado de Gorjan por partida doble. Mantuvimos el nombre con el que había sido registrada, Anja, aunque nunca me preocupé en conocer su linajudo apellido, quizás para evitar el incremento de las humillaciones a que me sometía mi mujer con la exhibición de las genealogías y grandezas familiares (suyas).
La añorada Anja fue, con Tanga -nuestra actual boxer-, de las mejores perras que hemos tenido, y esto lo sostengo, no por sus calidades de guardianas, que eso es innocuo frente a la decisión de un delincuente, sino por el cuidado especial que tuvieron de mi prole.
Mas, todo en este mundo tiene algún defecto y la germana de mentas no podía escapar a ese sino y como que de evadirse se trataba, no sé porqué motivo empezó a frecuentar la casa de unos vecinos, viéndonos obligados a solucionar dicho trastorno teniéndola atada, situación que si bien evitaba problemas de convivencia lo era en detrimento de las expansiones que por su naturaleza debían encontrar ordenado cauce.
Así es que, apenas pudimos disponer de una partida que no afectara desmedidamente el permanentemente alicaído presupuesto familiar como consecuencia de un gasto público difícil de contener, procedimos a disponer la reparación del cerco y con ello recuperar la vivacidad de Anja.
Esta feliz circunstancia no pudo pasar desapercibida a la aguda observación de María Elvira, quien sin exceso y movida por un mero afán descriptivo pronunció la sentencia que casi seguramente, repetida en una charla informal, fue tomada con la seriedad y atención que sus ponderados juicios han sido siempre escuchados en el ambiente tribunalicio, aunque sin advertirse en el caso los matices del mismo, fundando tan desafortunado fallo -pocas veces mejor empleado el término- por tomársela en el sentido literal, pero que, a pesar de estas farragosas consideraciones no puede negar la autoría de la misma ni exculparse por el daño que consiguientemente produjo: "Desde que está suelta, Anja parece otra persona".