La Celebración de los "Pequeños Misterios"

Enviado por Dardo J Calderon en Lun, 09/02/2015 - 3:36pm

Sagrado y Profano.

Tener una religión es poseer una explicación integradora  de todos los órdenes de la existencia. Una “cosmología” que nos pone - con cierto grado de certidumbre- en condiciones de unificar todos los criterios con respecto a las más variadas experiencias de nuestra existencia. Es concebir que exista un principio que rige todas las cosas y conforme al cual todas las cosas pueden ordenarse y cobrar un sentido cabal, pudiendo albergar en uno mismo la posibilidad de emitir un juicio sobre ellas. Están bien o están mal. Están iluminadas por este principio, están conformadas por este principio, o de lo contrario, se alejan del mismo. Esta religión, en una primera aproximación, puede ser cualquier cosa; puedo hacer de la economía una religión, y considerar todas las cosas bajo este aspecto, para saber si se acomodan o no al mismo. Marxismo y capitalismo pretenden profesar esta religión. O puede ser el sexo (Freud), es decir los criterios de placer y dolor desde los grados más brutales hasta los más refinados. O simplemente entender que somos un fenómeno físico y que el conocimiento de las leyes propias de esta física tiene esta respuesta integradora, biología inclusive.

El descubrimiento de este principio, al cual deben someterse todos los juicios, es el esfuerzo que desvela al hombre durante toda la historia. Y quienes dan una respuesta, cualquiera sea, aún desde el más craso ateísmo, puede decirse que tiene una religión. Algo que religa toda su conducta. Los musulmanes en este plano, son hombres religiosos, como puede decirse de aquel que cree que siempre hay que aplicar un criterio económico para entender y resolver los asuntos. El Che era un tipo religioso; con dos brutales ideas siempre sabía lo que había que hacer, y su espíritu (si algo como eso era concebible para él) se aferraba a esa coherencia.

El hombre “no religioso” es aquel  que entiende que tal principio integrador no existe, o por lo menos no ha sido descubierto. Enfrentamos una serie de fenómenos y circunstancias que debemos resolver conforme a unas leyes propias, ya sean  las económicas para ese tipo de asuntos, o las del placer-dolor para otros, y así en cada uno de los campos o ciencias. Pero fundamentalmente, los “principios integradores” son siempre una invención, una fabulación de los hombres llevados por su deseo de dominación y producto de un reduccionismo del fenómeno humano. Este hombre “no religioso” tiene como principal argumento a su favor, todas las experiencias fallidas de la historia por imponer un orden a base de alguno de estos criterios.  Normalmente será un hombre que ha “apostatado” de alguna de estas creencias, y que desilusionado, escéptico, basa el orden sobre el juego de las tolerancias arbitradas por un poder que no toma partido y deja con cierta libertad a cada uno en su campo, poniendo como única regla fija, el no permitir que nadie pretenda imponer un criterio integrador. Y hasta aquí, parece bastante lógico.

El hombre religioso es un fenómeno patológico. Aún cuando podríamos asegurar que en este último caso, el hombre “no religioso”, termina haciendo de la tolerancia el principio integrador y constituye a su manera una nueva religión, ya que no puede evadir la necesidad de establecer un principio de juicio sobre acierto y error para hacer un orden medianamente vivible. Por supuesto que están los fanáticos de esta religión de la total tolerancia, desde los viejos anarquistas hasta los cínicos del Charlie Hebdómadaire, y la víbora se vuelve sobre su cola.

El pensamiento “desintegrado”, llevado a las últimas consecuencias de su lógica, debe necesariamente concluir en que la existencia es imposible de ser explicada, sólo puede ser experimentada como un laberinto sin salida y en eso, por estos pagos, Borges dio en la tecla.

Después de la ruptura religiosa producida por el protestantismo y, llegados a nuestro tiempo, se puede asegurar que el cristianismo dejó de ser una religión, ya que de forma tácita y luego explícita, permitió que el hombre ensayara razones independientes a sus criterios y principios, porque fundamentalmente sucumbió su confianza bajo el peso de una historia que demostraba su impotencia por establecer un orden bajo un principio único. Y pidió perdón por haber presumido de este ensayo. Lo medieval, que sin duda alguna fue la oportunidad cristiana, no dio como resultado una Ciudad de plena justicia y con esto, resulta suficiente para dejar en claro que la historia ya canceló esta posibilidad con el fracaso. Por supuesto que sería inútil insistir que tras el pecado original la posibilidad de una plena justicia en la ciudad de los hombres no es posible, y ni siquiera es esta posibilidad un planteo cristiano; por lo que, acusar a alguien de fallar en lo que no se había propuesto es fácil, pues la cristiandad lo que se proponía era hacer de la humanidad entera Una Iglesia, un pueblo que buscaba, contando con sus deficiencias, orientarse hacia la promesa final. Pero claro, este “pesimismo” histórico, esta clara conciencia de que el hombre no puede ni hacer ni pretender un reino de justicia plena en este mundo, será el pecado fundamental que se le imputará y del cual pedirá perdón en los siglos que vinieron. Al punto que hoy, aún los más tradicionalistas de los católicos, huyen despavoridos de esta acusación de “pesimismo” histórico, que es sin duda la única base realista de establecer un orden posible, y se suman tímida y fraudulentamente a algunas de las corrientes “optimistas” para no ser definitivamente “piantavotos” en un mundo que exige quimeras; que clama por ser estafado, “queremos promesas, no realidades”. Actitud que pasa por “bautizar” las nuevas ideologías o por fomentar algún tipo de milenarismo, que nos envuelva en el halo de un éxito futuro y no clausure la historia en el único sentido sacrificial, reparador y expiatorio que tuvo en sus mejores épocas.

La “Religión Verdadera” aceptó su falencia, y permitió nuevos ensayos con algunas expectativas. De a poco se convirtió en una especie de “crítico” de los esfuerzos ajenos, pero desistió de ser el baluarte de un principio. Dejó a los hombres en libertad de nuevas búsquedas de algún orden posible, limitando su tarea a una revisión a base de criterios generales que dio en llamar – por un tiempo- el orden natural  (que ya era muy otra cosa que aquel orden puesto por Dios) y restringió su función a una acción de “tintura”. Es decir, estos nuevos ensayos del hombre, podían ser “teñidos” de cristianismo en la medida que los hombres del catolicismo no se desentendían de estos ensayos humanos y, comprometidos dentro de ellos, permitían la existencia de una convivencia de dos fines, el fin sobrenatural que podía darse dentro de cualquier orden si este respetaba ciertos criterios de sentido común, y el fin terreno que exigía nuevas experiencias que se renovaban según el curso progresivo de las ciencias que abrían amplios horizontes y, cabe reconocer, producían enormes desaciertos; pero que en suma, eran una aventura humana  que no podía negarse porque era negar al hombre en su expresión de dignidad y libertad, siendo que finalmente, el optimismo histórico, nos vendía que todo será resuelto por un final histórico de plenitud.

La existencia de un ámbito profano y de un ámbito sagrado, pasó a ser una verdad insoslayable, y  la función de lo sagrado, es impulsar, corregir, aconsejar; sin violencia alguna, a ese ámbito profano que se rige por sus propias leyes. Para lo cual hay que formar parte de él. El cristiano tiene que ser ciudadano del “mundo”, tolerando sus idas y venidas, sus aciertos y sus errores, porque fundamentalmente, la “religión” no ha resultado ser tal cosa, es decir: religión; y es solamente un asunto personal con Dios para mi destino individual – el reino no era de este mundo- y no se trata de “llevar” al rebaño a los mejores pastos, sino de “acompañar” el rebaño en su deriva (con olor a oveja), porque la vida misma es deriva, y en esa vicisitud de la existencia que es un fenómeno por naturaleza desintegrado, obtener del hombre una respuesta individual con Dios. Lo sagrado es “servicio”, como el de alumbrado y barrido. La vida es un proceso de desintegración física a partir de elementos primarios que estallan en el origen y que recorren un universo que cuando logra la combinación de lo inteligente, ensaya diversos “diseños” dentro de la urgencia desflagatoria, a la cual hay que mostrarle una salida lateral o sobrenatural.

El mundo tiene sus propias leyes profanas, es algo que ocurre y que es “excusa de” u “ocasión de”  encontrar un destino sobrenatural, para lo cual la Iglesia viene a darle a este especie de aventura sin sentido, una sublimación. Es muy posible que la vida sea un sinsentido, una búsqueda permanente y cíclica, una partícula en un turbión explosivo, pero en medio de esta vorágine, se puede concebir lo eterno. Son dos aventuras distintas.

El hombre “tradicional” concebía este asunto de muy otra manera. Esta vida era un proceso de “iniciación” para la otra. Aquí se “ensayaba” el Reino futuro. Todo tenía un sentido de dirección “hacia lo sagrado”. El hombre no era una partícula vomitada por un cañón, sino un ser inteligente puesto en un Camino claramente señalado y en el cual lo Sagrado no es un simple “servicio”, sino que es el objetivo, el peldaño necesario para ir escalando ese monte que lleva a la vida eterna. Lo profano es una grave anomalía, es una degeneración, que en la medida que dejamos que crezca nos envuelve en ese halo misterioso y poético del sinsentido, de una búsqueda y de una aventura “humana”. Todas las anteriores reflexiones que venimos haciendo y que por momentos nos parecen tan “razonables”, no son otra cosa que el haber dejado que un tumor parezca un órgano. No se trata de que en al avatar de la existencia tomamos una vía de escape, sino de que la existencia debe ser una introducción en lo sagrado. No se trata de que tengamos una salida individual en medio de la vida, sino que formemos parte de una Iglesia, como único y principal objetivo terrenal, para que dentro de esta sociedad sacramentada comencemos a entrar al Reino.

El proceso es fundamentalmente un proceso de retirar de nuestra vida todo el lastre de lo profano, y en un curso de “iniciación”, ascendamos desde la celebración de los “pequeños misterios”, a los más grandes, despojándonos de ese lastre de confusión. La religión ya no es una tintura que colorea una vida que transcurre azarosa, sino que es la vida misma integrada en esta finalidad y que en su existencia terrena, “ensaya” el Reino de Dios.

Terminando este tema, para entrar de lleno en el del título, debemos entender que la existencia de lo profano es la expresión de una anomalía tumorosa. Nadie puede hacer de un tumor un futuro órgano, si se me permite la analogía biológica, ni sacar de él células buenas, se trata de reducirlo o extirparlo. No se trata de que un campo venga al otro en su rescate, menos de que jueguen estos campos una tensión de atracción y rechazo; no es el campo profano- como se entiende ahora-  el “teatro de acción” necesario a donde va a combatir lo sagrado por el hombre, adonde va a buscarlo. Lo profano es la derrota, es el campo de los muertos, de los caídos. El verdadero teatro de la batalla está en lo sagrado. Es ahí donde se está combatiendo o construyendo, con sus problemas y caídas. La modernidad nos ha corrido el campo de batalla, nos ha confundido el teatro de las acciones. Nos dice que nuestro medio natural de vida es lo profano, donde libramos la batalla por llegar a lo sagrado, y estamos completamente equivocados. No es en la plaza sino en el Templo donde se libra la batalla. Se trata de estar en el verdadero ejército y en el campo definido por nuestro General. En la profanidad no se está jugando nada, esta es la gehena, es el basurero, es un laberinto sin salida que la literatura ha sabido describir en geniales obras (el laberinto borgiano no es la vida, es la muerte, el problema es que Borges no se había notificado de que estaba muerto y lo que describía como vida, era sólo el proceso de corrupción), no lleva a ningún lado. Y lo sagrado no es el punto de llegada, sino el punto de partida, es el primer peldaño del proceso de iniciación para el Reino, y es aquí donde las luchas cobran sentido. No es el lugar de reposo, ese está al final; es el sitio del verdadero combate. De alguna manera paradójica, es el domingo el día del verdadero trabajo para el que debemos prepararnos durante la semana (y si no, pregúntele a cualquier cura). Hoy el católico sale a presentar batalla en un campo yermo y exangüe, ni el mismo se da cuenta que es un cadáver hasta que no “entre en el altar de Dios, del Dios que alegra mi juventud”. Lo más llamativo es ver a estos “católicos”, casi tradicionalistas, entrar a ese ruedo de sinsentido, a ese laberinto borgiano o a esa inmundicia sartriana, con esa abstracción tan artificial que es un orden natural que relega la consideración de los misterios revelados, en especial el pecado original (que como dice Chesterton debería ser el más evidente de los misterios para la razón), a fin de establecer la posibilidad de un orden puramente humano que pueda entrar al ruedo de la discusión laica y profana. Lo cierto es que una vez aceptado el principio divisorio de la existencia, son mucho más convincentes y realistas los Borges y los Sartre, tal orden natural no puede existir y de hecho no existe, existe sólo el sinsentido y el recircular sobre problemas recurrentes e insolubles. La única reflexión que cabe de todo ese esfuerzo, es llegar a la conclusión de que no tiene salida sin un Dios que aporta nada menos que la salida, el “sentido”, el fin, y suma a esto una fuerza misteriosa para lograrlo, ya que la gran conclusión de la reflexión puramente humana es que “no podemos salir”. Pero ellos moran en el esfuerzo, para que finalmente sea Dios una conclusión humana, una conquista del espíritu, siendo que cuanto más, en ese esfuerzo, Dios no puede ser otra cosa que un anhelo, una nostalgia, poética quizás, que se desvanece a cada minuto y que simplemente es una más de las calles sin salida del laberinto, que es a lo máximo que llegaron los griegos.

Los “pequeños misterios”

Esta concepción de dos campos, sagrado y profano, como legítimos contendientes, como la legítima situación desde la cual uno sale del otro, y no como anomalía y degeneración, es la que impide entender  que nuestra vida es un proceso de “iniciación” a la otra y la que produce el estúpido error de celebrar un “heroísmo” en una batalla que no sólo no es la nuestra, sino que ni siquiera es una batalla por nada.  Esa sociedad laica y profana que se ha producido como efecto de una apostasía, parece ser el teatro de acciones donde se debe volcar el “apostolado”, siendo que esa sociedad, en buen romance, es un proceso de putrefacción en que un montón de gusanos luchan por terminar un cadáver. Lo dijimos anteriormente sobre el combate de aquellas terribles guerras mundiales y lo repetimos para estos inútiles esfuerzos de ralliement y de entrismo, en que los católicos entonan himnos marciales y pretenden estar dando “el buen combate” en una tierra terminada. El único y verdadero combate, el que tiene sentido, en el que todo recupera su explicación, es el de la Iglesia. Y el camino del cristianismo es buscar que el combate se de “dentro” de este campo, cuando la herejía y la apostasía es la desviación del esfuerzo hacia frentes inconducentes. No hace mucho, un impugnante de nuestras razones (Bossuet se hacía llamar) nos decía que dejemos de meternos en los problemas de Curas (de la Iglesia) y aportemos al problema que aqueja al mundo. Defendía una obrita que pretendía orientar a los curas en el laberinto profano, porque estos se habían perdido entre sus sendas intrincadas, por supuesto confiados en que ellos iban a encontrar la salida. No hay salida, ese el secreto. La Iglesia no es un problema de los “curas”, nosotros somos Iglesia, es nuestro problema y es el único problema. Hemos sido convocados para hacer de la humanidad la Iglesia, no para usar la Iglesia en construir un orden humano.

¿En qué consiste el verdadero combate?  En penetrar en los misterios revelados. En apartar todo aquello que nos retira de esta tarea. En reducir al mínimo lo que nos distrae. En extirpar lo máximo que se pueda de la profanidad. En hacer de la vida una preparación para presentarse al Altar de Dios. En concebir todas las cosas, todas las ciencias y todas las experiencias en relación a estos misterios.

Todas las sociedades antiguas ( y aún las gnósticas y masónicas) han tenido en claro que existe un misterio primordial que da razón de todo el universo y que para penetrar en él, y así obtener el “secreto” de la existencia, se debe seguir un curso iniciático, curso iniciático que a partir de la aceptación jurada de aquel “estado primordial” o principio, que acepta en virtud de un acto de fe ( o de confianza o conveniencia en su caso) va interpretando, va intuyendo, o va entendiendo,  “desde”  las realidades más bajas  y “en”  las realidades más bajas, la ocurrencia de ese misterio , para de a poco, llegar a la “gnosis”. Los grados masónicos indican este proceso.

Los católicos de hoy no entendemos nada de esto. Pensamos que podemos estar una semana entera atendiendo los más variados asuntos dentro del ámbito profano y con sus leyes propias extraídas científicamente de todo contexto cosmológico, y muy orondos entrar el Domingo y penetrar en el misterio de la Encarnación, de la Redención, de la Transubstanciación, de la Resurrección y, a los dos minutos de nuevo estar en otra cosa. Y esto por que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Un Brahmán o un Imán, dirían que esto es una farsa. Para peor, y poseyendo estos misterios de esa manera gratuita y sin esfuerzo alguno, volveríamos en la semana a dar un tono diferente a esa profanidad a la que pertenecemos.

Nuestros primeros cristianos la tenían más clara. La catequesis duraba un largo período y los catecúmenos no entraban a la celebración de los misterios hasta pasar el necesario tiempo de iniciación. Uno no puede llegar a una Misa esperando un cierto fruto, si previamente no viene celebrando en su vida los “pequeños misterios” que preparan para los enormes.

A partir del acto de fe en aquel misterio “primordial”, que para nosotros es la redención ( y aquí lo primordial no se remite al origen de la historia, sino a la plenitud del tiempo en Cristo), el cristiano debe experimentar esta fuerza (gracia) misteriosa en cada aspecto de su vida, en cada cosa (como San Francisco), en su oficio, en sus relaciones, en su comida, y en todo lo demás, para ir celebrando estos pequeños misterios que preparan para los grandes. Esto es Sacralizar la vida, ahuyentar todo aspecto profano. No se trata de poner estampitas en ámbito de trabajo (lo he visto en una cueva de dinero), ni poner una Virgen en la Universidad profana o un Sagrado Corazón en los Tribunales, que estos serían caso claros de profanación de cosas sagradas, sino que se trata de expresar en uno mismo esa inclinación hacia el misterio que realiza la verdadera naturaleza particular (perdonen los filósofos) de mi existencia y que indudablemente me confrontará con todo el medio profano. Medio al que pasaré a ver como mundo de pesadilla, de impotencia y de muerte, para dirigirme al combate real de la aproximación al Misterio. Y ese trato sacral con las cosas y los asuntos de la vida, proceso de iniciación del Reino, es el único combate verdadero y fructífero; donde para todas las cosas convoco esa “fuerza” que me permite acceder al misterio que ocultan y no a la escasa “cientificidad” que delatan. Los demoníacos lo saben bien, y nosotros lo desconocemos.

No con esto último reniego de la ciencia, pero si reniego de una ciencia que no tiene como punto de partida la fe, y como punto de perspectiva la celebración del misterio que encierra su particular conocimiento. De una ciencia que es “iniciática” en el único y verdadero sentido de la palabra. Iniciadora en la penetración del Misterio que me ha sido revelado en el origen del tiempo para constituirse en religión, y para los que mal pueden entender, el origen, según San Juan, es el Verbo.

Pero claro, ¿cómo hacemos para vivir y llantar en un mundo que es por todas partes profano? y en este predicamento volvemos a entrar al laberinto. A los jóvenes le gustan las respuestas, ¿qué tengo que hacer? ¿cómo encaro mi trabajo que está todo entornado por esta profanidad? ¿debo huir a los montes? ¿O hay alguna fórmula al estilo Opus Dei para sobrellevar el asunto? Le preguntan al cura, y al profesor,  y al amigo y al padre; y el problema no se resuelve, hay medias palabras, hay indicaciones en el corto plazo. ¿Me meto en política o no? ¿qué trabajos acepto o no?. Y por fin yo vengo a darles la solución: no hay manera alguna de saberlo y más aún, no tiene ninguna importancia.

Este enorme tumor que es el mundo moderno, laico y profano, carece de sentido alguno. Es un laberinto para perdernos. Ni el más sabio podrá decirnos qué hacer porque es una trampa, una trampa concebida para girar y girar y no encontrar la salida. El que crea que sabe cómo salir, miente. El que dice la verdad es Borges. No tiene salida. Los miles de libros de una biblioteca indican miles de direcciones.

Puedo esforzarme contra una de sus paredes, “el hambre en el mundo”, y atacarlo de varias direcciones, podría con ello solucionar algo, desatar un nudo. O el problema municipal. O el problema universitario. Descubro la forma de producir alimento barato en cantidades, y el mercado hace con esto un negocio que termina en manos de pocos. Descubro la energía barata, y me tiran una bomba con la misma energía. Logro una buena administración municipal, y termina siendo causa de más votos para una facción pestilente. Cada senda que descubro me trae  a nuevas trampas. Siempre soy burlado. ¡¿y entonces qué hago?! , ¡usted nos está promoviendo la inmovilidad, la prescindencia, el fatalismo!.

De esto sólo se sale por arriba. Sólo Cristo y su Iglesia pueden desatar con un golpe todos los nudos, Alejandro en Gordia, y lo primero que urge hacer, es que la Iglesia – sus hombres, que también somos nosotros- se dejen de estar pendientes de cada nudo y caer en la trampa de estar revolviendo un puchero que nunca se cuece. Ya que esa salida se da por una Iglesia Santa, que se renueva como foco de atracción hacia los verdaderos problemas y no los falsos problemas. Esa fuerza se renueva por la fuerza interior de la vida de la gracia de cada componente, que se irradia sobre el mundo. Esto es viejo y sabido. Así que borremos el primer planteo ilusorio de cómo mejoro el mundo, mi patria y mi municipio. Eso se hace haciéndolo Iglesia, llevándolo a la Iglesia, y podrá ser un mundo un poco mejor en variaos planos, pero siempre sabido que en los histórico, no hay que pensar en soluciones felices completas. ¡Pero la Iglesia es un desastre! No. La Iglesia sigue siendo Santa, los hombres somos un desastre. Y somos un desastre porque faltos de confianza en las promesas, queremos arreglar nuestros problemas con nuestras fuerzas e ingenio, y nos parece una defección tener que esperar que Dios los arregle por añadidura si buscamos su Reino.

Bueno, concedo. ¿Pero cómo hago para comer? ¿Me pongo a rezar? Si, además; pero como dice un pillo correntino que conozco, agarro la pala. Y ahí viene el problema. Resulta que la zanja que debo cavar es del enemigo. Que los negocios son turbios y las situaciones confusas.

Como primer consejo debo dar el tratar de que la zanja sea tuya o de un buen amigo y de que no pretendas mucho dinero con el cavar zanjas. Claro, pagan mejor las universidades profanas que los colegios tradicionalistas, y por este sólo resultado, doy vuelta todo el razonamiento y termino concluyendo que se sirve mejor al apostolado en las universidades profanas que en los colegios tradicionalistas, y estoy de nuevo en el laberinto, rompiéndome el ceso en cómo mejorar ese invento del diablo, que no tiene salida, y por otra parte abandonando todo esfuerzo en los buenos emprendimientos de Iglesia. Si, lo sé. Los buenos emprendimientos son pocos y no alcanzan, además de pagar mal. Pero claro que son pocos y pagan mal porque nadie se juega y está dispuesto a molestarse. Como segundo consejo para ir saliendo, es apoyar en la medida de lo posible y con gran esfuerzo, esos reductos que la gracia permite, para que crezcan y vayan sirviendo de refugio para muchos. Si no se lo hace, se es simplemente un traidor imperdonable.

¿Y con el trabajo que tengo? Comience por no engañarse. Usted no está mejorando ni el mundo, ni su patria, ni su municipio, está en medio de una vorágine sin sentido. Está ganándose el pan, y si le sobra no vaya a Cancún.  Trate de construir algo para los que siguen, y por sobre todo, acostúmbrese a que usted es una especie de bandido, que saca de una mala bolsa para llevar a una buena. Que esto debe sufrirse (y ofrecerse) pensando en ponerle fin. ¿“Bandido”? No me gusta, quiero ser una persona respetable. ¿Qué lo respete el mundo? No sea pavo, en ese lugar no existe el respeto. Cuando el mundo es lo que quiso el demonio, los buenos serán bandidos, siempre fue así. Los Vandeanos fueron bandidos, los Cristeros fueron bandidos, los Pincheira fueron bandidos, los Caudillos federales fueron bandidos… ¿le sigo la lista?. ¿qué algunos exageraron? Sin duda. Ya sea porque se pone divertido o porque te embarga la ira, se te difuminan los límites. Pero hay que corregir y rezar. Y volver a empezar.

Hay que aprender a amar, como el gaucho, la intemperie. El estar desprendido y casi sólo, como Martín Fierro, con UN solo amigo, con CRUZ. Al descampado, con una hembra valiente que en un tirón te saca el indio de encima, gloriándonos como San Pablo en nuestras debilidades, porque Su Gracia nos basta. Saber que estamos expiando nuestros pecados. Amar esa sensación de desamparo que está solo hecha para los corajudos. El pan del día lo pone Dios. Siempre. Siempre. Seguro.

¿Saben cual es ese orden natural del que tanto les hablan? La decadencia, la falta de vitalidad, el temor, la duda, la incertidumbre, la defección, la desconfianza. ¿Saben cuál es el orden? El que lleva al misterio, desde el pequeño misterio que se revela cada día si no estamos papando moscas, en la tensión del músculo, en el vientre de la amada, en la mesa servida, en el sueño cansado, en la acción desinteresada, en la empresa imposible. En la rabia. En la rabia contra un mundo de necios ladrones que hoy me dicen “bandido” y que fingen respetarme si acepto sus sobras entre besamanos y genuflexiones. No hay para ellos medias palabras ni tácitos acuerdos. No hay aceptación de parcialidades, ni morisquetas ni artificios con sus quimeras fraudulentas. No son ellos el Castillo que debe tomarse, son la ciénaga inmunda que debe atravesarse a golpe de machete, de patada y de mordisco, con el barro en los ijares y la boca seca y espumada. Con una mano en el arma y con la otra la prole a la arrastrada y, como aquel valiente francés en Waterloo, cuando la rendición frente al hecho consumado nos sea requerida, nos quede un resto para gritarles la última palabra reservada ¡mierda! Que es eso lo que proponen, y a eso no le entrego el alma.

¡Qué divertida estacada! …¿y si no te divierte?… adquirí un allí inclusive en el Caribe y broncéate las nalgas, que es lo que vas a tener que entregar por la próxima mesada. O ponete a salvar las ballenas, ordenar las cloacas, digitalizar el registro de catastro, luchar por el próximo escrutinio sobre si a los putos se les paga y convencete que por el mundo futuro trabajas. Pueda ser que en el limbo de los zotes se te acepte, ya que no mereces castigo, allí un montón de imbéciles se entregan diplomas y se felicitan en placas de bronce por toda la eternidad, con un interminable discurso de oratoria inflamada en que las virtudes de los filántropos se destacan; con una entrega de reloj de oro cada milenio y un paseo pago y guiado por el museo británico, de una semana.