Así me defino cuando la oportunidad impone que sea conocida mi posición en la actual situación eclesiástica.
Es una manera de presentarme sencilla y claramente, sin necesidad de abundar en explicaciones, porque como que pretendo –aunque con poco buen éxito- ser un hombre de bien, trato de no darlas ni exigirlas, tal como reza el aforismo gringo.
Por otra parte, las demás calificaciones empleadas no me convencen. Tradicionalista es en cierta manera la transposición de una categoría política al orden estrictamente religioso. Conservador hoy no tiene la misma significación que en el desarrollo del CVII, puesto que el post-concilio la ha deformado, sirviendo para designar a los que intentan la “hermenéutica de la continuidad” frente a los que bregan por la “hermenéutica de la ruptura” –progresistas-, pero todos ellos modernistas. Integrista, que me parece la más adecuada, ha quedado en desuso. Así: lefebvrista, a secas y sin disculpas, como diría don Braulio Anzoátegui, insuperable al tiempo de hablar con claridad, quien afirmaba ser nacionalista en el peor sentido de la palabra, con zeta.
Es la manera, también, de demostrar gratitud al hombre que, como instrumento dócil de la Providencia salvó a la Iglesia latina, poniendo los medios para que siguiera consumándose el Sacrificio perpetuo de forma agradable a Dios, disponiendo para ello los actos estrictamente necesarios, sin exceso alguno. Él actuó, no para asegurar la continuidad de su obra sino la del sacerdocio.
Porque debe entenderse que Mons. Lefebvre que, aun sabiendo bien la Teología -en el concilio sus auxiliares elaboraban los trabajos según sus instrucciones, no como la mayor parte de los obispos que fueron sometidos a las novedades de los “peritos”-, nunca pretendió agregar algo a lo que recibió, jamás obró por un impulso propio: siempre lo hizo atento a las señales, haciendo carne en él la disposición de la Santísima Virgen expresada en la fiesta que se celebra en el día de su muerte.
Es preciso tener muy en cuenta que el santo prelado no actuó movido por un ánimo exaltado. Siempre lo hizo sin exageraciones ni exabruptos aunque, cuando fue imperioso abordar el extremo, no titubeó, como el buen cirujano que opera decididamente hasta donde es necesario llegar: ni un milímetro más ni uno menos, sin demasía en los gestos ni sobreactuaciones.
Era un hombre sometido al orden: criado en un admirable orden doméstico, nacido cuando aún el orden de la Cristiandad sobrevivía en la sacralidad del Imperio austro-húngaro y ejercida la primera mitad de su ministerio en una Iglesia que mantenía todavía el orden elemental de condenar los errores. Por eso, cuando la situación desordenada exigió su sacrificio postrero, lo hizo sujetándose a la ejemplaridad de un orden que debe ser restablecido. En el desorden, pero según y en pos del orden: nunca por capricho ni por extrañas e indemostrables inspiraciones. Y como buscó lo esencial, su obra –aunque secundaria-, a veinticuatro años de su muerte que en la víspera memoramos, florece y fructifica, continuando fiel al espíritu fundacional expresado en los estatutos y presentándose como seguro punto de referencia a un mayor número de católicos, perplejos ante los extravíos de Roma, actualmente degradada hasta la bajeza de la vulgaridad.
Por eso, ciñéndome a ese principio de orden que impone Inés Castellano en cuanta oportunidad se presenta de referir la bonanzas espirituales de las que gozamos inmerecidamente los allegados a la FSSPX, no puedo concluir sin expresar: gracias Mons. Lefebvre. No otra cosa me dijo hace pocos días un amigo entrañable de mi casa, que partiendo bastantes años atrás de la gran distancia que nos separaba en esta cuestión, su honestidad lo llevó a expresar en esos términos el reconocimiento hacia el personaje evocado.