Cuando uno repasa los mitos, tanto griegos como romanos, se encuentra con un efecto de lo más sorprendente. El amor de los dioses resulta casi siempre sumamente destructivo. Hay que tener mucho ojo con ser el amado de los dioses – “pronto muere el amado de los dioses”- porque se te llena la vida de desgracias que serían muy largas de reseñar hoy en cada mito, pero que suponemos se conocen. De allí que trataremos de sacar ¿Cuál es la maldición del amor?
La publicidad moderna nos convence que el amor es una fuerza siempre positiva que nos arroja hacia adelante; no sólo en el hecho de amar a los otros, sino también en el hecho de que nos amen. Pero, para un griego la frase “sonríe, Dios te ama”, no sería razón de tranquilizarse; quizá un grafiti en el Partenón, diría, “agárrate; los dioses te aman”. Y veremos entonces si el mito contiene alguna verdad a considerar.
Lo que debemos establecer sin duda alguna, es que el amor es una “fuerza”. Que como toda fuerza, depende dónde y cómo se aplica, para que sea positiva o destructiva. En principio es necesario establecer que el amor, como dirían los abogados, es un nexo relacional, lo que quiere decir que, para que sea amor, debe tener dos partes, debe ir y venir, necesita contrapesarse, como dos fuerzas o vectores que pujan en sentido contrario e impiden que uno arrase al otro, se equilibran. Con ello tenemos – en principio- que si uno ama y el otro no, se lanza una fuerza al vacío, a pura pérdida, una trompada al aire que disloca el hombro; el que ama se embroma, se llena de complejos, pierde la autoestima, se pone de pésimo humor, deja de bañarse y termina demostrando a todos porqué no es amable. Se suicida.
Esta es una primera y obvia observación de la fuerza destructiva, o mejor, autodestructiva, que tiene el amor. Andar amando a quien no me retribuye es una verdadera idiotez. Pero claro, la publicidad moderna y el nuevo cristianismo, nos vende el que hay que amar sin ton ni son. Y como estamos viviendo la era de Acuario - la de la mujer- esta forma suicida de amar que suelen tener las mujeres y sobre todo, las madres, se está imponiendo. Es más, esta es la forma en que se entiende ahora el amor de Dios. Como si Dios fuera un tonto sin autoestima. Dios nos ama a todos, buenos y malos, a los que le corresponden y a los que no. Derramó su sangre “por todos” dice la nueva liturgia. Es decir que dilapidó, tiró energía al vacío, y debería andar enojado, farfullando odio, enviando maldiciones al hombre de amor esquivo como esos dioses del mito y, quedando finalmente como un papanatas. En realidad ese es el amor de esta nueva iglesia que se ha declarado viuda (o mejor, divorciada), y que en su debilidad concede a sus hijos todos los caprichos.
Pero resulta que no hay que andar amando a quien no se lo merece, no sólo por uno, sino por el otro, y esto no es tan fácil de entender. La segunda maldición del amor, es recibir amor sin merecerlo.
Me explico. Ese vector de fuerza, puede perderse en el vacío, o puede dar en el blanco y, al no estar contrapesado, hacerte literalmente polvo. Es como darle mucho dinero a un imbécil; se va a hacer daño, indefectiblemente. El dinero debe ser la contrapartida justa y exacta de un esfuerzo, o te corrompe. El amor debe ser la contrapartida del amor, o te corrompe. Esto queremos decir con que fulano “es un mimado”. Lo desfiguraron amándolo, sin exigirle el sacrificio que el amor devuelto requiere. La madre que llena de amor al hijo que es un bala perdida, o a la nena que revolea el traste, acaba por destruirlos confirmándolos en el error y haciendo del error la razón de ser amado. Y es en esa humanización de los dioses antiguos que se entiende el efecto y que se explica el significado del mito; si un Dios te ama y no lo correspondes, todas las desgracias se te vienen encima; más te vale que no te amara y ni siquiera te mirara. Adán y Eva se esconden de Dios luego del pecado. El amor que recibes injustamente, sin merecerlo, te va a destruir.
Este humanismo cristiano moderno entiende el amor de esta errónea manera y convierte al hombre en un mimado, en un malcriado: “Dios me ama como soy”, es decir, soy un fenómeno, me regalaron la plata y la gasto como quiero… pero detrás viene la maldición. Así como el heredero queda seco, ese amor te deja seco.
No es bueno amar a mansalva y sin criterio. Dios no lo hace; justamente porque es bueno, porque no es un dios griego que le escapa al blanco y se llena de rabia, ni una mujercita atontada que se ha dispuesto amar al malo confiando que ese amor, contra toda razón, le terminará haciendo bien. Eso es una novela rosa. Le terminará haciendo mal. Y Dios que no quiere hacernos mal, derramó su Sangre “por muchos” (pro multis effundetur), es decir, por los que lo amaron, y no por los que no lo amaron, y el amor dado por Dios, encontrará su medida en el amor de los justos, sin falta ni desmedro. Es cierto que tuvo un acto de amor al crearnos a todos y que a pesar de la gratuidad de este acto, está dispuesto a pagar a todos, de una o de otra manera, el poquito de amor que con sólo existir naturalmente, reflejamos; pero el acto creador exigía la devolución en el amor, ya que la falta de correspondencia a ese sólo acto inicial de amor, nos haría recibir una fuerza aniquilante. Pero no es así; antes de aniquilarnos, Dios retira la fuerza de su Amor y nos deja con nosotros mismos, deambulando en el mundo que construimos con nuestro mal amor. Ahora bien ¿por qué amaba a Adán y a Eva? Y aquí es más difícil. Los amaba porque se amaba a sí mismo, y Adán y Eva tenían algo de Él en sí mismos. A ver. Cuando Cristo nos pide que amemos al prójimo “como a ti mismo”, no sólo da una medida muy criteriosa, sino que nos señala que lo amable del prójimo, es lo que se contiene en él de uno mismo. Amo al hombre porque como yo, es hombre. Amo a esa mujer porque tiene en ella muchas cosas mías (ni te digo si la embaracé). Por eso es tan fácil amar a los hijos, porque están llenos de nuestras cosas. Parece egoísta, pero es así. Dios amaba en los primeros Padres, lo que tenían de Él dentro de ellos, es decir, principalmente su gracia. Y si no tuvieran gracia, pues no serían amables. Pero aún más, si como los dioses griegos los hubiera amado a pesar de no tener nada de Él, los hubiera achicharrado con su amor, porque creyendo ellos que merecían amor por ellos mismos, se hubieran transformado en dos monstruos de soberbia, como lo fue Satán. Podríamos decir que ese hilito de amor que queda desde Dios hacia el hombre, es producto de que al ser criaturas, “a su imagen y semejanza”, algo de Él siempre nos queda: nuestra pobre naturaleza; y esto se paga con premios naturales como la sola existencia, o ciertos placeres y goces naturales que aún tienen los malos. Pero hasta ahí, porque Dios siempre mantiene el balance del amor en su justa medida.
Luego hace con Adán una Alianza de redención –por amor a Cristo y a su Iglesia, es decir, por los elegidos -“pro electos”- en un segundo Acto de Amor, más trágico y patente, más a nuestra medida de hombres, pero con la medida de Dios. A ver si me explico. El Dios Hombre debía colmar la medida infinita de Amor a Dios por ser Dios, y dar la medida humana del amor humano por ser hombre. Cristo no viene por amor al hombre que no lo merece, sino por amor a Dios, y por amor a lo que de Dios podía todavía haber en el hombre (resguardó a Noé para no negar su creación), para empatar ese amor. Espero aclararlo luego.
Ustedes me dirán que Dios da un amor infinito y que por lo tanto los vectores nunca se emparejan. Pero no es tan así (y quizá algún teólogo me mate), Dios sólo se ama infinitamente a sí mismo, y a nosotros nos da un amor en la medida de nuestras fuerzas y que aumenta en la medida de nuestro ascenso hacia el Reino, a nuestro aumento de gracia, a la cantidad de Dios que hay en nosotros. Nos da el amor justo y necesario para equilibrar el nexo y no caer en el derroche olímpico. (Calculo que un poco cansado de esta relación amarreta, creó a María, y se dio el gusto de lanzar todo su Amor inconmensurable). Es por ello que la reparación de la ofensa, necesita de un Amor infinito que sólo el Cristo, Dios encarnado, podía dar y satisfacer; y a la vez, el hombre podía dar la medida de su amor a Cristo y, cantar como Santa Teresa “No me mueve, mi Dios para quererte…”.
Volviendo a la tierra. Si estamos decididos a amar a otra persona; el amante, o el hijo, o el amigo, pase lo que pase, merezca o no merezca; pues lo vamos a hacer polvo. El Amor ejemplar por antonomasia, que es el de Dios, no es así. Te amo si me amas, y si no, te dejo a tu suerte. ¿Porque soy malo? No… porque si te amo lo mismo, si te sigo amando; voy a destruirte. Voy a darte algo que es muy grande y te vas a hacer un daño muy grande. La paradoja es mayor. Porque te amo, no voy a amarte. Porque te amo, no voy a aplicar sobre ti esta poderosa fuerza que se hará destructiva. Criar hijos no se trata de amarlos a pesar de todo, se trata de amarlos en la medida que pueden aprovechar. En la medida que pueden devolver y balancear. Y si no, habrá que tirarles comida si les falta… y que te vaya bien; sólo me toca la responsabilidad por la subsistencia de la existencia a la que te traje. Como al hijo pródigo que comía con los chanchos.
No podemos amar a Dios en su medida, pero sí a ese Jesús al que azotan los esbirros, sobre el que llora su Madre, al que vemos sangrar en su carne, al que podemos besar, al que podemos consolar con nuestras nimiedades, con nuestros pequeños sacrificios. Amor que sí podemos balancear si se nos va dando de a poquito, en la medida que damos y crecemos. Un viejo matrimonio sabe lo chiquito que fue aquel amor primero, por más exultante que parecía. Una vieja amistad implica un crecimiento. Los amores son intercambios de uno hacia el otro, para que uno se ame en el otro, se reconozca y se encuentre. Si uno de los dos, quiere permanecer siempre él mismo - está orondo de su mismidad - no puede ser amado; y si a pesar de todo lo seguimos amando en un amor desaforado, creamos un monstruo de soberbia e imbecilidad que se estrellará tarde o temprano (¿cómo se llamaba esa estrella de rock que se suicidó hace poco en el pico de su fama?).
Los griegos le reprochaban a los dioses ese amor que los destruía y que expresaban en las furias enloquecidas y destructivas cuando se veían contrariados. Los dioses fueron malos al crearnos tan lejos de su medida y el drama no tiene solución. No sabían de la gracia que habitando en el hombre hacía posible la devolución del amor creador; y que sin embargo no bastó. Pero tampoco pudieron saber de esa maravilla del Dios hecho Hombre que hacía en la ternura de la carne de su Madre y de su Hijo este amor Redentor, que tiene textura, tiene perfume y tiene sabor; la textura de la carne sufriente, el perfume del sudor de su Cuerpo, el sabor salado de sus lágrimas. Y hablo de Cristo, y de la mujer que pare, y del marido que brega. Texturas, olores y sabores tan caros al amor verdadero.
Pero lo más curioso es que esta gracia, no sólo nos da la medida del amor de Dios para con nosotros, como un medidor de volumen o densidad, sino que a la vez hace de escudo protector, de coraza. Porque si mal no recordamos, el Dios de Israel fue bastante más embromado y se enojaba, y cuando no destruía a Sodoma con fuego, mandaba un Diluvio sobre la tierra, (era más griego), ¿que qué querían decir estas desgracias? Justamente esto: el sostenía a su pueblo amorosamente, pero en la medida que ese amor no era correspondido, ese mismo amor los arrasaba (y así siguen entendiendo a Dios los judíos ortodoxos). Pero con la gracia que viene del Calvario, tenemos el escudo protector. Cuando Dios nos mira, si ve en nosotros habitando al Cristo, o si se interpone presurosa la figura de su Madre, puede retener su furia, que, nueva paradoja, no es furia de odio, sino fuerza de amor. Cristo y María dando a Dios su Amor, emparejan el Amor, equilibran esa fuerza, ese vector, e impiden nuestra destrucción. De la misma manera en el amor terreno lo que el otro guarda de mi en él, hace de escudo: esa coincidencia de cariño, de cultura, de gustos, y de fe por sobretodo, detiene el poder destructivo de un culto a la egolatría del otro, a ese narcicismo invertido, a ser sólo el espejo en que el otro se mira.
La maldición doble del amor se produce en el desencuentro, en el desbalance, y es tan malo cuando no se da, como cuando se da sin razón. Padres, hijos, amigos y amantes: no amen al otro sin medida, sino tanto y cuanto sean amados y correspondidos. El todo sin reparo, sólo a Cristo y a María... y a Dios… por Cristo y María.
Pero volvamos y concluyamos todo este lio que he armado y que no es otra cosa que: el amor debe mantener el equilibrio de la justicia o en su desbalance, arrasa con todo. El amor es bueno y es malo. Es estrictamente necesario que el amor corrija, reprenda, y hasta sancione con su ausencia. El mismo infierno es un acto de amor que mantiene al alma en su justa correspondencia. Y todo el aparente derroche divino de amor, no es tal… quedará empatado y correspondido en el triunfo final de los elegidos que junto al Cordero y a la Reina, se presentarán al Padre siendo su Iglesia. La Iglesia corresponderá Su amor. La justicia finalmente se hará.
De la misma manera debemos tener responsabilidad con nuestros amores terrenales. Así como es un suicidio amar a quien no nos corresponde, es un homicidio amar a quien no lo merece. Hay una enorme responsabilidad en amar y solicitar – sin miramientos y con gran severidad- la justa medida en la devolución. No hay que tirar margaritas a los chanchos. Quien ama sin justicia transita el mito del eros al thánatos. Ama y destruye, como aquellos dioses griegos.