Normalmente un obituario resalta el recuerdo de alguien que ha grabado nuestra memoria y con el que hemos compartido cosas que nos han marcado, pero resulta a todas luces extraño sentir la necesidad de hablar de alguien al que apenas hemos conocido y sólo nos hemos cruzado breves instantes corteses.
Con el que no coincidimos en edad, en momentos y lugares, en estilos y en historias; con el que nada hubiera anunciado una posible amistad sino fuera por una enorme coincidencia que se venía gestando lentamente. Alguien con el que uno no se reconoce en deuda, pero que reconoce una deuda con uno mismo, una deuda de haberlo tratado porque nos comenzaba a llamar la atención, porque nos lo recomendaban, y en el trajín de los días, una urgencia tras otra, un sentir avergonzado de iniciar una charla fundamental sin que nos diera pié la conversación trivial de los gustos sin importancia; su exagerada humildad de opacar un brillo que empuja sigiloso para dar la sorpresa de notarse sólo al que bien busca… y de pronto… una muerte rabiosa quiebra, en la aleve furia de una tarde que se finge apacible, toda posibilidad, y te deja el regusto amargo de no haberte acercado para preguntarle ese asunto que te inquietaba hace tiempo.
Pero, por otra parte, y aún excluido de las fúnebres ceremonias por no delatar vergonzoso un sentir inexplicable e inexcusable en un perfecto desconocido, es la muerte la que me permite hoy amigarme e ir directamente al hueso de la pregunta que la vida rota en un instante me dejó encerrada en el pecho. Pregunta que te hago en la soledad de tu agonía; arrodillado junto a los hierros aún trepidantes de horror incomprensible, en aquella lejana banquina en la que escapaba tu noble aliento, donde tu alma reclamaba el abrazo de los amores que se te arrebataban y que tu mano crispada pretendía alcanzar y que mi mano, igualmente crispada ya no podía arrimarte.
Mientras, solo y escondido, sin explicación aparente, lloro tu muerte de padre y esposo, hermano mío, correligionario, responde: ¿Cuáles fueron los caminos del amor que andabas y que te iban acercando al Amor? ¿Cuál fue tu camino de Damasco? ¿En que punto tu vida dio el salto? ¿Quizá fue aquella buena mujer que sólo tú podías descubrir? ¿Cómo fue que viste el rostro de Cristo en aquel esforzado sacerdote que sentenció de ti “es el que más dio de lo poco que tenía”? ¿De dónde surgió ese torrente de gracia que te valió tal sentencia de Él? ¿En qué rinconcito humilde de tu alma guardabas la grandeza? Caballero de Dios.
Lloro sin consuelo hermano mío tanta abundancia y tanta miseria que me entorna. No quiero tocar los míos por un rato. Quiero mirar fijamente tu mano vacía y desgarrante que me apunta. Quiero juntar la sal de tus lágrimas en el cuenco de la mía para marchitar todas mis rosas; quiero herir de muerte el árbol a cuya sombra se da esta cuita. Dar fin de un golpe de cuchillo al color que en el otoño se aferra impúdico, febril e inoportuno en mis canteros. Quiero impugnar reacio al Ángel que a Cristo tan violentamente te condujo.
No merecí el honor de conocerte, aún a poco de que nuestros senderos se juntaran desde distantes espacios hacia parejos anhelos. Me queda una enorme extrañeza sin recuerdos. Una culpa de desencontrado tiempo. Una cercana lejanía. Una tozudez de Padre “Nuestro” en la infinita distancia de la estrecha capilla.
Sergio te llamaste, “el guardián” significaba. Queda tu puesto vacante para ser ocupado por algún arcángel que a tus hijos acaricie y que al corazón amante, de la fatal herida cicatrice. Quiera mi senda por fin encontrarte después de aquella noche sin días, cuando mi puño entregue lo que hoy aprieta temeroso, recelando tu suerte de amor desencontrado y ansiando tu Suerte de Amor recuperado.
No merezco el recuerdo de tu rostro que se desarma en cada intento… quizá, Dios quiera, ya nos veremos…