Repasando Los últimos temas que hemos abordado en esta página, pretendo por el presente arrimar unos textos del P. Roger Calmel, sacados de su Teología de la Historia, a fin de recurrir a su alma profunda y profética para lograr algunas conclusiones.
En un primer párrafo salimos al encuentro de esa interpretación sobre el discurso evangélico del papa Francisco que hace un articulista, para ver que si bien responde con el Evangelio, ¿dentro de que contexto lo está haciendo?. Observemos como Calmel da en el clavo con respecto a la temática de los pobres y de la misericordia, tan remanida hoy día, y veamos que este recurso tergiversador es el más “homicida”:
“La venida de Cristo, la fundación de la Iglesia son misterios últimos, insuperables. La iluminación que ellos nos dispensan y el progreso que han determinado son igualmente, en lo esencial, últimos e insuperables. Aquello que las generaciones humanas tienen para hacer, no parte de inventar una fórmula de bien vivir diferente de aquella que surge del Evangelio, sino de sacar de esa fórmula, de ese texto, una versión original, porque ella procede de la vitalidad más auténtica, la más secreta. Que esta originalidad conlleva además un progreso, es seguro; pero este progreso consiste en extraer mejor las virtualidades de un don ya existente, no a crear un don diferente. Suponiendo que sobre tal o cual punto las costumbres familiares de los hogares cristianos de hoy hayan progresado con respecto a las del siglo XIII, estas se conservan, sin embargo, semejantes en lo esencial. La familia cristiana no está por inventarse.
Lo mismo se aplica al orden civil. Como escribía San Pio X cuando sacudía Le Sillon en 1910: “La civilización cristiana no está por inventarse, ni la ciudad nueva se construye en las nubes. Ella ha sido; ella es; es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla, de restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques siempre renovados de la utopía insana de la rebelión y de la impiedad”. Que se trate de los derechos de la persona y de los del estado, que se trate de los derechos de los cuerpos intermedios y de la Iglesia, sobre todos estos puntos existen desde el tiempo de la Encarnación, desde que la Iglesia goza de la libertad en el seno de la ciudad temporal, instituciones civiles dignas del hombre. Sin duda es necesario vivirlas según los requerimientos y los recursos de nuestra época, lo que puede acarrear algunos progresos aquí o allá; peo no se debe aspirar a crearlas de un día para el otro, como si en lo esencial ellas fueran una nada. Lanzarse con los revolucionarios a esta loca empresa de demiurgos, es lanzarse hacia un sinfín de cambios aterradores y estériles.
Veamos bien todo aquello que tiene de modestia y de vitalidad en estas verdaderas renovaciones, que son en cierta medida acrecentamientos. Renovaciones de esta suerte no se producen más que si el hombre ha recogido con piedad las auténticas riquezas que le fueron transmitidas, si ha tenido el vigor necesario para llevarlas y hacerlas fructificar con sus recursos personales. Sin embargo, sobre todo después de dos siglos, la actitud que prevalece es muy diferente; es la actitud del orgullo, de la impotencia y de la envidia, característica de los avatares revolucionarios.
¿Qué se oculta en muchos de los revolucionarios? Un orgullo tenaz que rechaza los valores humanos más innegables por la sóla razón de que son transmitidos y que hace falta humildad para aceptarlos; orgullo que va a la par con la impotencia para comulgar con estas riquezas y hacerlas valer; por lo que prefiere destruirlas o corromperlas. El colmo de la maldad es alcanzado cuando el orgullo, impotente y destructor, pretende invocar el Evangelio y se justifica por la revelación divina, legitimándose – por ejemplo- en la beatitud de los pobres, en la misericordia para con los pecadores, en la universalidad de la Redención, que en Cristo no distingue más ni Judío ni Griego. Y ciertamente esta doctrina evangélica es la verdad misma, pero despojada de su altura sobrenatural, deviene en un engaño infinitamente homicida; el Evangelio es completamente falseado por el orgullo de los revolucionarios[1] . El orgullo, bajo cualquier forma que se presente, no es jamás agradable; pero el orgullo del impotente que se reviste del manto evangélico, es particularmente horrible”.
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En este segundo párrafo salimos al cruce de los cuestionamientos que traíamos sobre el “tradicionalismo conservador” y sus antípodas, los tradicionalistas a ultranza que en todo ven traición. Estos primeros, los “perezosos” y “aprovechadores”, los llama Calmel, producen la reacción de los otros. En la consideración de Calmel, son los primeros los que llevan la peor parte, la más abyecta y pedestre, siendo los segundos propietarios de un buen impulso que se retuerce por la traición. Esto explica en parte nuestra reacción contra la promoción de esta equívoca postura “tradicionalista” y la condescendencia hacia la reacción de la furia, sin dejar de ver el error de ambos, pero sopesando las diferencias. Nos ha valido por parte de los rabiosos la acusación de “ni fu ni fá” que se ha hecho a El Carlista (en lo que a mi toca, fue un poco más gráfica); pero igualmente del otro lado, se nos acusa de un exceso de celo o celo amargo, por prevenir en contra de ese tradicionalismo amañado que cultivan los “aprovechadores”. Calmel “anuncia” el tema hace ya casi cincuenta años, cuando si a penas se veía. Veamos el cuadro que se pinta:
“Para cumplir, decíamos, una verdadera renovación, lo que importa es que el hombre haga fructificar la herencia transmitida, con sus esfuerzos más vivos y más personales. Si no, seguramente no hay renovación. Es la esclerosis. En presencia de esta inercia por parte de los cristianos, las empresas de los revolucionarios juegan su mejor partida.
Es un verdadero desastre cuando la sana doctrina, las buenas costumbres, los principios de la sabiduría, son enseñados y defendidos por los perezosos, o lo que es peor, por los aprovechadores. Entonces los seres plenos de vida y de savia, deseosos por derrochar sus energías al servicio de una noble causa, ávidos de entregarse corriendo riesgos, se ven puestos a un lado -sin razón de peso- por los “tradicionalistas” somnolientos e interesados. “¡Ante todo que nada se mueva y que no se exija un gasto suplementario de energía, un nuevo esfuerzo de virtud!”.
Despojados, rechazados, los seres ardientes y generosos no alcanzan a comprender por qué la tradición, al menos aquellos que la representan, no requieren su joven vigor. Estos han comprendido rápidamente que no son las intemperancias de su generosidad y de su vitalidad la razón que determina su apartamiento, sino que es la generosidad misma la que no se les perdona y menos aún el fuego en el que arden.
Ellos corren el riesgo de ser escandalizados por aquellas famosas “buenas tradiciones”, que lo son en apariencia, y que forman cuerpo con la inercia o los miserables intereses. Ellos pueden venir a pensar que la vida y la originalidad, el resurgimiento y el riesgo, son incompatibles con las sabias costumbres y la sana doctrina; de allí a lanzarse de cabeza a las innovaciones desenfrenadas, como a las violencias revolucionarias, no hay mucha diferencia.
Las desviaciones por la pereza y el aprovechamiento de las mejores tradiciones, es una de las causas, no menores, de las revoluciones, aunque no sean la causa decisiva. Para no entender esto es necesario no tener conciencia de la terrible facilidad de las fuerzas del mal, es necesario ignorar que el odio al ser y a la autoridad es una triste propiedad de nuestra naturaleza caída.
Por otra parte, existe un acuerdo fundamental, lejos de constituir una incompatibilidad, entre la verdadera tradición y las fuerzas vivas, generosas, creadoras. Los recursos de la vida, por el mismo honor y su buen desarrollo, solicitan consagrarse al servicio de la tradición auténtica. Esto es alguna vez acordado al hombre. Y es así que se producen un día las renovaciones fecundas.
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El último párrafo que traemos, viene a cuento del artículo sobre la Ley de no discriminación, que es sin duda alguna una ley que penaliza el juicio moral o de valor sobre las cosas y las conductas. Que impone por la fuerza un cambio porque el mismo ya ha sido impuesto por la Historia. Veamos que frente a este cambio y esta imposición del poder, tenemos como defensa a los “santos de la Iglesia”. Para esto recalco el que vean en los últimos artículos de Panorama Católico – que con alegría abandona el recurso a los tradicionalistas perezosos y aprovechados, que sólo sirven para estallar con mayor furia a los fogosos y generosos- para recurrir a la buena doctrina de los hombres “santos” de nuestra Iglesia. En este momento me encuentro leyendo el libro de Mons. Tissier de Mallerais, “La extraña teología de Bendicto XVI” y no puedo menos de constatar en él, esta clara permanencia de hombres cabalmente cristianos que son el faro de la Iglesia de hoy. Igualmente de este párrafo, sacamos el argumento principal para oponernos a aquellos que se pronuncian a favor de aceptar los “hechos cumplidos” en política y debilitar el celo que nos corresponde como hombres de Cristo frente a la “fuerza de los partidos”. Pero veamos:
“Ha venido a ser común el leer o escuchar propuestas que se resumen así: “el futuro que se prepara es irresistible, vuestro deber de hombre y de cristiano consiste en enrolarse en el sentido del futuro y aún acelerarlo”.
En suma, “sacrificio sin condición, o mejor, cooperación ferviente con las exigencias del Moloch del porvenir, o de la evolución, o aún más, del Moloch de la mutación de la especie”. Se propone en principio que el socialismo, el sincretismo religioso, el ocultismo, el erotismo, representan las soluciones del futuro para las eternas preguntas del hombre. Se nos impide el emitir un juicio moral sobre estas soluciones; se nos declara que estas son ineluctables, se nos presiona para favorecerlas con todas nuestras fuerzas.
Me habláis de novedades que deben realizarse ineluctablemente y que ya se preparan. Muy bien. Pero primero, como yo soy todavía un hombre, tiendo a emitir un juicio de valor sobre estas novedades, las confronto con la ley moral; cuando se trata del ocultismo, del socialismo, y de cosas parecidas, afirmo en nombre de la ley moral imprescriptible, que estos son aberraciones, monstruosidades, formas particularmente horribles de deshumanización que yo no comparto.
Y cuando me objetais que mi rechazo no tiene importancia, porque lo que yo llamo deshumanización (y que lo es) se producirá ineluctablemente por una exigencia del porvenir, os respondo que vosotros razonais como sofistas, porque el futuro como tal no tiene exigencias; no es el futuro –como tal- quien tendría la idea y la voluntad de deshumanizar a los humanos; son las personas, personas agrupadas en sociedad o formando partidos y sectas, que pretenden utilizar el curso de la historia para deshumanizarnos. Ahora bien, puesto que se trata de la voluntad de simples hombres, ya estén organizados en sectas o partidos, esta voluntad puede ser contrariada por la voluntad de otros hombres, por sabios y por santos, por la Santa Iglesia que los reúne, por la sociedad cristiana que ellos tratan de instaurar. No existe un porvenir todopoderoso para imponer la deshumanización; existen hombres, débiles, cambiantes y mortales (pasibles de conversión) que quieren emplear el futuro para deshumanizarnos. Su poder es sólo humano. Nada parecido a un poder ineluctable.
Aquí algunos argumentan: ¿pero si el poder del demonio se agrega a su propio poder, si el demonio les da ideas y reduce su voluntad perversa para servirle de instrumentos?... y bien! Aún si esto sucede – y ciertamente esto llegará, y más aún, ha llegado ya, como lo dice la Escritura [2], aún en esta eventualidad, ¿olvidais vosotros que Satán es lanzado fuera (Juan XII, 31), que la Iglesia de Jesucristo nos conduce, nos ilumina y nos da armas, cualquiera sea el desarrollo de las fuerzas del infierno? .
A la voluntad de los impíos, se opone la voluntad de los Santos. Pero, alegais, si los Santos desfallecen, si su resolución claudica, si su perseverancia se doblega…- Vuestra objeción deja de lado un dato capital. ¿No os acordais de las promesas formales de Jesucristo? Él permanece con su Iglesia hasta el fin de los siglos, Él habita para siempre en la Ciudad Santa, colmándola de gracias sacramentales, de las luces y caridad de su Paráclito, de tal suerte, que Él hace todos los días levantar Santos en su Iglesia, es decir, fieles cuyo amor es suficientemente ardiente para perseverar inflexible ante el mal y la persecución.
Puesto que tales son las certezas del cristiano (y es en definitiva en la fe, que ellas se fundan) no corre el riesgo de tener que arrodillarse ante este mito de un futuro sedicente ineluctable (profundamente perverso) que se pretende imponerle a golpes de sofismas y aún de un sofisma a dos tiempos (en el primer tiempo se identifica el futuro con una suerte de demiurgo dotado de omnipotencia, mientras que se trata de una simple voluntad de hombre; en el segundo tiempo se desconoce la omnipotencia de Cristo y su gracia siempre actuando en las almas Santas que se niegan a dejarse perder)”.
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Les ruego lean estos párrafos dos y tres veces, porque Calmel tiene la particularidad de confrontar especialmente los vicios propios - los nuestros – como si hubiera escrito para nuestros días.
[2] En la primera epístola de San Juan (Cap. II y IV) el Anticristo se nos presenta ya obrando; en el Apocalipsis (Cap XIII), el Dragón (el diablo) da su poder a la Bestia del Mar (poder político) y a la Bestia de la Tierra (las falsas doctrinas), pero el Dragón y las dos Bestias, se dirigen ineluctablemente a su ruina (Cap XIX y XX).