A raíz de los acontecimientos en Buenos Aires con respecto a las leyes abortistas que se intentan imponer, y la reacción que sucintan de los grupos pro-vida, publicamos un viejo artículo, que viene al caso, aparecido en Revista Cabildo N°93, 18 de Diciembre de 2011, 3ra época.
Es una paradoja que termina causando daño. Y hay muchos ejemplos a la vista, como para aprender a distanciarse de tamaño error.
Están los que defienden la activa participación política en pro del rescate de la patria pero no se les ocurre otra alternativa que insertarse en el Régimen falaz y descreído, pagando tristísimo tributo teórico-práctico a sus peores axiomas.
Están los que defienden a la Jerarquía Eclesiástica, pero creen que así debe ser considerada todavía nuestra penosa gavilla de obispuelos, aliada de la tiranía kirchnerista.
Están los que defienden la pureza y la galanura del idioma, pero porque sostienen —como Pedro Luis Barcia— “que el empobrecimiento intelectual y verbal le hace muy mal al sistema democrático” (cfr. “La Nación”, 11 de noviembre de 2011, pág. 1).
No advierten que es precisamente este sistema la concausa y la ocasión de la babel lingüística, de la guerra semántica y del adefesio cultural.
Y están, por caso, los que defienden al revisionismo histórico, trazando líneas pretéritas irreconciliables, como la de Rosas con Perón o con algún demonio bizco a quien se llevó la Parca, horrorizada hasta ella del engendro que transportaba.
Pero hay una causa nobilísima cuya defectuosa defensa nos preocupa hoy especialmente. Se trata de la causa de la vida contra el crimen del aborto. Que tiene buenos apologistas, lo sabemos; y no son ellos quienes deben darse por aludidos en los párrafos que siguen.
Pero ocurre que los organizadores y promotores más salientes de las genéricamente llamadas marchas pro vida, no dejan confusión por perpetrar. Son personas bien intencionadas, honestas, laboriosas, quizás algunos hasta de conducta santa. Celebramos sus talentos y esfuerzos, que no son pocos.
Subrayamos también sus virtudes. Pero la miopía doctrinal en la que se encuentran les juega una mala pasada.
Tenemos a la vista, por ejemplo, el conjunto de “recomendaciones” que nos remitieran la “Red San Isidro” y el “Frente Joven”, por correo electrónico, a propósito de la concentración del 1° de noviembre en contra del aborto. Posiblemente no sean instituciones puestas bajo un mismo mando, o similares en sus emprendimientos. Pero al igual que otras entidades como “Unidos por la Vida”, adolecen del mismo criterio: respiran el espíritu del mundo, el lenguaje políticamente correcto, la dependencia del pensamiento único, la forma mentís de la modernidad, los tópicos de la Revolución, y el estilo pacifista, propio de quienes declaran carecer de actitud confrontativa.
Se recomienda así utilizar el argumento de que “abortar es discriminar”, como si el vocablo tuviera la ingénita maldad que le han endilgado las ideologías garantistas; de que es “racista y machista”, como si ambos motes no pertenecieran al gastado libreto del feminismo; de que “siempre es injusto matar a una persona”, como si no hubiera diferencia entre la vida de un inocente y la de un culpable; y sobre todo —¡no podía faltar el incienso a la deidad mayor!— de que somos democráticos y nos sentimos ofendidos por las “irregularidades del debate antidemocrático” que se lleva a cabo en el Congreso, “ya que no nos permitieron todavía llevar oradores que expresen nuestra postura en defensa de la vida”, como si la presencia en aquel deleznable recinto de alguna supuesta voz ilustrada —equiparada con otras muchas abominables— pudiera ser el obstáculo para una estrategia criminal puesta en marcha con todos los resortes del Estado.
He aquí, el paquete completo de las categorías gramscianas, los tópicos repetidos por el amasijo de liberales y marxistas que nos dominan, los estereotipos gastados de la contracultura moderna. He aquí, en suma, la tosca dependencia a las muletillas impuestas por la intelligentzia oficial. Algo es malo si discrimina, si es violento, si es antidemocrático, si conculca los “derechos humanos”.
Y para que sea más malo todavía conviene acusarlo de nazismo, usando para ello las palabras talismán impuestas por las izquierdas para mentarlo: racismo y machismo.
Una lectura atenta de Maurras podría hacerles comprender que "la Revolución verdadera no es la Revolución en la calle, es la manera de pensar revolucionaria". Si hablamos como ellos, acabaremos pensando y siendo como ellos.
La única dureza de estos profesionales de la blandura está aplicada a quienes se les ocurra que hay que presentarse a sus concentraciones, no como seguidores de la evangelista Hotton o de la opusdeísta Negre —que son modelos de aturdimiento mental— sino como católicos militantes y aguerridos, dispuestos, si la ocasión se diera, a la inevitable contienda contra el amontonamiento de sacrílegos y de blasfemos. Dispuestos a quebrar lanzas por las augustas realidades de Dios, la Patria y el Hogar.
“Aquel que no se sienta capaz de controlarse —dice el largo Instructivo de la Red Federal de Familias—, le exigimos que no venga, ya que puede arruinar el esfuerzo de muchos”.
El eufemismo es notorio. Descontrolados como Santa Juana de Arco, San Luis Rey o San Juan de Capistrano, abstenerse. Tampoco testigos insumisos de la locura de la Cruz, pues los custodios de la cordura racionalista ordenan: “no repartir ningún tipo de volante que sea ajeno a las líneas argumentativas que se pretende trasmitir, todas ellas desde un enfoque científico”.
De modo que afuera de las marchas “providistas” el Profeta Isaías, recordando que Dios nos formó desde el seno materno, o el mismísimo Moisés, blandiendo las Tablas de la Ley con el Quinto Mandamiento. Afuera la descontrolada madre de los Macabeos y el acientífico alegato sobrenatural de Zacarías e Isabel.
“Detrás de toda cuestión política hay una cuestión religiosa” (Donoso Cortés)
Han caído en la trampa que pacientemente les tendió el mundo: la Fe no es argumento, ni conocimiento, ni prueba. Escondámosla, o pongámosla entre paréntesis. Detrás de toda cuestión política ya no hay una cuestión religiosa, al buen decir de Donoso Cortés. No; para estos providistas se trata de un debate político democrático que es preciso reclamar. “Creemos en una sociedad unida que proteja la vida, una sociedad que definitivamente renuncie a cualquier forma de violencia”, dice el manifiesto de “Unidos por la Vida”.
Para que el caos fuera completo, en aquella concentración aludida del 2 de noviembre, un sinfín de banderas rojas eran enarboladas por los “nuestros”, algunas con lemas favorables a la supuesta postura anti abortista de Cristina, otra con leyendas contra “la ley nazi”. Todo en un clima de estudiantina, de viaje de egresados, de pic-nic callejero, mientras una sanitaria valla policial separaba a ambos partícipes del disenso democrático, para que todos se pudieran expresar libremente.
El espectáculo de la paridad y de la legitimidad de las posturas fue montado durante largas horas, siendo funcionales ambos bandos, recíprocamente. Muchos jóvenes tuvieron así su bautismo de “fuego” pluralista, ghandiano, sincretista y nada confrontativo. Como le gusta a Arancedo. Como les inculcan en ciertos establecimientos educativos “católicos” a los que concurren.
Dos días después de esta esforzada pero penosa marcha, el jueves 3 de noviembre, el Padre Víctor Manuel Fernández, desde las páginas de “La Nación”, desbarraba aún más la línea argumentativa en una nota titulada “Matar a los débiles”. Fernández, por supuesto, es el continuador de Zecca en el rectorado de la UCA, aunque merecería ser pariente de Aníbal.
Su confusión tiene una culpa mayor y más imperdonable que la de los otros. “Según el prete, los abortistas son “autoritarios” que han heredado “la política de violación de los derechos humanos”.
La culpa no recaería ni en la Internacional Marxista que, desde siempre fomentó la cultura de la muerte; ni en el Imperialismo Internacional del Dinero que explícita descaradamente sus planes neomalthusianos de colonización mediante el aborto; ni en la caterva de nuestros partidócratas homicidas; ni en la tiranía gubernamental que promueve la perspectiva del género y la contranatural; ni en la industria del vicio nefando convertida en política de Estado; ni en el pecado mortal del liberalismo que antepone la libertad de disponer del propio cuerpo al deber moral de dar a luz a un inocente.
No; la culpa —tácita pero gráficamente señalada— la tiene el Proceso, “que avergonzó a nuestro país” con su “política de violación de los derechos humanos”. Estos “autoritarios”, ayer enseñaron que se puede matar a alguien “porque es peligroso”. Hoy porque “aún no tiene más de tres meses”.
La asociación desaparecido-niño por nacer, y la condición de víctima inocente de ambos, está lo suficientemente sugerida como para evitarnos rodeos interpretativos. ¿Podía pedirse distorsión mayor en la identificación de los verdaderos asesinos y victimarios? ¿Podía pedirse cobardía más abyecta que la de hacer leña con el árbol caído, hachado y enterrado? ¿Podía pedirse cinismo más imperdonable que el de omitir el nombre actual de los reales genocidas aborteros? ¿Podía, en fin, caerse en tan bajo grado de hipocresía como para acusar al presunto autoritarismo y no al real permisivismo que todo lo domina?
Pero Fernández sabe que hay otro eslogan preferidísimo por el mundo y por los providistas confundidos, y lo deja para el final. “Quizá sin darnos cuenta”, nos dice, “repetiremos los argumentos del nazismo”.
Es extraño. Entre las filas oficiales, oficiosas y seudo opositoras de quienes promueven el aborto, hay un sinfín de judíos, masones, gnósticos, y sectarios del más negro prontuario. Expreso, antiguo y perseverante es el apoyo de todas las organizaciones comunistas y anarquistas. Militantes furiosos de las izquierdas y del sionismo dominan los medios y las instituciones que agitan la contranaturaleza y el crimen. Todos ellos, sin embargo, son intocables e innombrables. La ley de “la interrupción del embarazo” es nazi. El peligro es Hitler. De esta manera, nuestros temerarios antiabortistas ya tienen el reaseguro infalible para que el Siglo no se ensañe demasiado con ellos. El marxismo agradecido, recibe esta exculpación de sus crímenes y alimenta el mito del demonio nazi.
Fue el israelita Leo Strauss el que incluyó, entre la categorías de falacias, la denominada reductio ad Hitlerum, según la cual no hay recurso más sencillo, directo y seguro para agraviar a algo o a alguien que sostener que lo mismo era realizado por Hitler. No importa si enseñamos la verdad o mentimos, si cuadra o no cuadra. Hitler es el comodín de todos los males y, sobre todo, el que nos libra de la dura responsabilidad de estar acusando a los hebreos y a los hermanos tres puntos.
Lo diremos con la exigencia categórica de quienes no tienen nada que perder respecto de los favores del mundo. Lo diremos subrayándolo: nosotros no desconocemos los males propiciados y consumados al respecto por el Nacionalsocialismo. Nuestro repudio no titubea ante la cosmovisión crudamente materialista y biologista que pudo alentar planes y prácticas contrarias a la Ley de Dios durante los años tumultuosos del Tercer Reich. Pero quienes por cobardía e ignorancia se llenan la boca acusando a los abortistas de ser nazis, desconocen que en junio de 1936, en Alemania, se creó la Reichszentrale zur Bekampfung der Homosexualitat und der Abtreibung (Central del Reich para la Lucha contra la Homosexualidad y el Aborto), controlada por la Gestapo primero y por la Reichskriminalpolizeiamt después. Ignoran el discurso de Himmler de 1937 asociando la homosexualidad con la disminución de la tasa de nacimientos, y alentando la oposición a la sodomía y el fomento de la maternidad, porque “un pueblo con pocos hijos tiene un boleto de ida hacia la tumba”. Ignoran los mismos discursos de Hitler en pro de las familias robustas y numerosas, conceptos todos que se trasuntaron en diferentes leyes llamadas de salud marital.
Nada de esto convierte al nazismo en un modelo de política pro vida cristiana, ni exime a sus ideólogos de los condenables desaciertos conceptuales, ni lo exculpa de gravísimas faltas éticas allí donde pudieran haber concurrido. Pero el rector Fernández y los centenares de anti abortistas que repiten la ignominiosa falacia de Strauss, podrían al menos considerar la posibilidad de salir del analfabetismo histórico y del aplazo en lógica. Porque la beneficiaría de esta argucia no es la cultura de la vida, sino la propaganda aliada.
Desde las páginas de “La Hostería Volante” se había acuñado un lema demasiado sugerente como para desdeñarlo, a pesar de las diferencias sustantivas que tuvimos con aquella publicación. En efecto, se hablaba allí de “El frente de algodón”, para aludir por lo general a aquellos católicos débiles y medrosos que tomaban ciertas causas justas como propias, pero al hacerlo las algodonizaban; esto es, la debilitaban, le restaban prestancia, vigor, enjundia y gallardía. Hasta confundirla muchas veces con la misma posición del enemigo.
Así pasó ayer con la oposición al seudo matrimonio. Y así está sucediendo por ahora con la resistencia al aborto. Todos estos jóvenes con espíritu apostólico, todas estas familias imbuidas de respeto al orden natural, deben salir de la trampa en la que se encuentran y a la cual inducen a terceros. Deben incluso tomar conciencia de que los tiempos que vivimos son —muy posiblemente— postrimeros, y que no guarda proporción espiritual comportarse en ellos como cristianos mitigados o híbridos. Lo que se nos pide es, ni más ni menos, que seamos testigos de Cristo Rey, recordando aquello que dijera Nuestro Señor: “Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante el Padre que está en los cielos” (San Mateo, 10, 17-3).
Testigos de palabra, de conducta y de sangre. Y aquí es cuando la palabra testigo —recuperando su mayor potencia y lozanía, su significación más entera y completa— empieza a escribirse martirio. O mártires de la Fe o cómplices de la Mentira. O confesores de la Cruz o componedores de votos. O cruzados de la Iglesia Militante o socios de las sectas evangelistas. O peregrinos al Gólgota o manifestantes ante el Congreso.
Así pasó ayer con la oposición al seudo matrimonio. Y así está sucediendo por ahora con la resistencia al aborto. Todos estos jóvenes con espíritu apostólico, todas estas familias imbuidas de respeto al orden natural, deben salir de la trampa en la que se encuentran y a la cual inducen a terceros. Deben incluso tomar conciencia de que los tiempos que vivimos son —muy posiblemente— postrimeros, y que no guarda proporción espiritual comportarse en ellos como cristianos mitigados o híbridos. Lo que se nos pide es, ni más ni menos, que seamos testigos de Cristo Rey, recordando aquello que dijera Nuestro Señor: “Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante el Padre que está en los cielos” (San Mateo, 10, 17-3).
Testigos de palabra, de conducta y de sangre. Y aquí es cuando la palabra testigo —recuperando su mayor potencia y lozanía, su significación más entera y completa— empieza a escribirse martirio. O mártires de la Fe o cómplices de la Mentira. O confesores de la Cruz o componedores de votos. O cruzados de la Iglesia Militante o socios de las sectas evangelistas. O peregrinos al Gólgota o manifestantes ante el Congreso.