La trascendencia del Reinado de Constantino I el Grande, Emperador Romano (274-337 AD), para la historia política y religiosa de Occidente, es lo que en apretada síntesis.
1. Las Relaciones de la Iglesia con el Estado durante el siglo III
El edicto de Septimio Severo declaraba a la Iglesia fuera de la ley, prohibía la acción proselitista y tanto a los apóstoles como a los catecúmenos hacía pasible de la pena de muerte. Septimio Severo duró poco tiempo y su muerte temprana impidió poner en práctica las medidas que había pensado para terminar con los cristianos.
Caracalla (211-217) le sucedió en el trono de Roma. Este emperador, famoso por su crueldad, lo era mucho menos por su espíritu de sistema y aplicación. Cambiaba fácilmente de víctimas, y si durante un tiempo se encaprichó en perseguir a los cristianos pronto se cansó de ellos y halló en otros sectores de la población un ambiente más propicio para renovar su sadismo.
La suerte de los cristianos dependió más del capricho y la voluntad de los emperadores que se sucedían en el trono que de la ley que los declaraba proscriptos. Alejandro Severo (222-235) los dejó en paz. Decio (249-251) renovó la persecución y perfeccionó el edicto de intolerancia con la manifiesta intención de provocar la apostasía de todos los fieles que comparecieran ante un tribunal pagano. El texto perfeccionado por Decio no se conserva, pero, a través de las noticias que han llegado hasta nosotros, sabemos que el emperador apuntaba “sistemáticamente y en primera línea a los obispos. Se tiene la prueba de las persecuciones llevadas a cabo contra los obispos de las comunidades más importantes. Decio sabía que el obispo era el jefe de cada una de las Iglesias: si el obispo cedía, los fieles seguirían” [2].
La comunidad más importante y la que estaba más cerca del poder era la romana. Decio lanzó contra ella una persecución bien organizada. El papa Fabiano fue una de sus primeras víctimas y el trono de San Pedro quedó vacante por más de un año y medio. La estructura eclesiástica no cedió y los presbíteros supieron hacer frente a la situación durante el lapso de su acefalía. El ataque de Decio arreció. Pronto se hicieron sentir sus efectos. Las caídas se multiplicaban y muchos cristianos, amenazados en sus bienes o en sus personas, apostataban públicamente. Decio confiaba en que el mal ejemplo cundiría y, como a loslapsos les sería imposible retornar a la fe que habían abandonado, la Iglesia perdería poco a poco su fuerza. Éste fue su error: “estimó que había hecho bastante afirmando el principio del culto del Estado y que podía contentarse con este éxito. La Iglesia había sido alcanzada en sus jefes y en sus miembros y no contaba, por así decirlo, con los fieles que habían apostatado. Con todo, el conflicto, lejos de debilitarla, la robusteció, y cuando Decio murió en manos de los godos, dos años después de haber ascendido al trono, el Estado renunció a la lucha y los lapsos, que se habían retirado de la Iglesia por exigirlo así el Estado, pidieron ser reincorporados a la comunidad de los fieles” [3].
En el 257, Valeriano renovó la persecución, y, como Decio, hizo sus víctimas de preferencia entre los obispos. A esta época pertenece el martirio del papa Sixto y el del diácono Lorenzo, encargado de los depósitos de la Iglesia y que fue asado en una parrilla.
La situación del Imperio era delicada y sus fronteras sufrían una permanente agresión por parte de los pueblos que limitaban con ellas. Los partos y los persas presionaban el extremo oriental, mientras los germanos mantenían en pie de guerra a las legiones que custodiaban el Norte. Valeriano, para impedir que el rey de los persas, Sapor, se apoderara de la Mesopotamia, libró con él una batalla lamentable en la que cayó prisionero. Sapor lo sometió a los más refinados suplicios con el propósito de satisfacer en él el odio que alimentaba contra Roma. A la muerte de Valeriano le sucedió en el trono Galiano. Éste se apresuró a concluir la campaña contra los cristianos, autorizó su culto y le devolvió los bienes confiscados.
La paz iniciada por Galiano duró unos años y durante ellos la Iglesia se extendió por el Imperio y consolidó su posición. En los primeros años del siglo IV los cristianos constituían ya un doce por ciento de la población del Imperio. Fue en ese momento cuando se desató la última y la más cruel persecución sufrida por la Iglesia de Cristo. El edicto de persecución fue firmado por Diocleciano, pero, según Lactancio, la medida se inspiró en un deseo de Galerio.
Conviene tomar la relación de estos sucesos desde más atrás, pues los cambios que introdujo Diocleciano en la estructura del poder imperial fueron bastante complicados y exigen una explicación.
Diocleciano era de origen dálmata y ocupaba un puesto de importancia en el Estado Mayor del emperador Caro cuando éste murió en el curso de una expedición a la Mesopotamia. Los oficiales proclamaron sucesor a Diocleciano, pero el hijo de Caro, Carino, que tenía bajo su mando las legiones occidentales, se sentía con más derecho que Diocleciano para suceder a su padre. Carino murió en la batalla de Margus que libró contra Diocleciano, y éste quedó al frente del Imperio.
La situación creada por la presión de los bárbaros en las fronteras hacía indispensable dividir militarmente el mando sin afectar su unidad. Con este objetivo Diocleciano designó césar a Maximiano, y él personalmente asumió el título de augusto en el año 287. Tres años después se reunió con Maximiano en la ciudad de Milán y programó la separación entre los poderes civiles y militares. En 293 volvió a dividir el poder e hizo proclamar augusto a Maximiano y designó como segundos suyo y de su coadjutor a Galerio y Constancio Cloro respectivamente.
Dos augustos y dos césares constituían prácticamente una tetrarquía imperial. Cada uno de estos emperadores tenía bajo su gobierno una parte del Imperio Romano. A Galerio le tocó gobernar la región bañada por el Danubio y tuvo su capital en Sirmium. A Constancio Cloro le tocó el extremo occidental y constituyó su capital en Tréveris. Milán fue la capital de la región dominada por Maximiano, y Diocleciano reservó Nicomedia para asentar en ella su residencia imperial.
En el año 303, Galerio, que era hijo de una hechicera Dacia y tenía un odio particular por la religión cristiana, obtuvo de Diocleciano el famoso edicto de persecución. El cumplimiento de esta ley, muy riguroso en la zona dominada por Galerio, no lo fue tanto en la jurisdicción de Constancio Cloro. Esto repite la situación judicial de las persecuciones anteriores. Nunca fueron unánimes y bien controladas en la aplicación implacable de la ley, sea por falta de voluntad de parte de algunos funcionarios encargados de hacerla cumplir o bien por la poca idoneidad de los instrumentos policiales empleados. El gobierno de Diocleciano hacía más difícil la realización de este propósito por la división del poder en cuatro jurisdicciones distintas. Se trató de subsanar este inconveniente unificando la administración y destruyendo lo que todavía quedaba de independencia municipal.
El mismo año que se impuso el decreto de persecución, Diocleciano renunció al título de augusto y exigió a Maximiano que hiciera lo mismo. Su coadjutor lo imitó pero, como pronto lo vamos a ver, muy a pesar suyo. Quedaron como augustos los dos césares Galerio y Constancio Cloro, y hubo que designar otros dos para mantener en pie la tetrarquía inaugurada por Diocleciano. Galerio tomó iniciativa y antes que Diocleciano abandonara las prerrogativas inherentes a su título hizo designar césares a dos jóvenes oficiales que respondían a sus intereses: Maximino Daya y Severo.
El nombramiento de Severo tendía a conservar en manos de Galerio un notable predominio político en el Imperio. Esta maniobra no satisfizo a Constancio Cloro que quería como césar a su hijo Constantino, ni alegró tampoco al hijo de Maximiano, Majencio, que se postulaba también para el cargo. Ambas frustraciones trajeron graves consecuencias y la táctica de Galerio se vio obstruida por sendas rebeliones promovidas por los candidatos postergados.
Majencio se apoderó de la ciudad de Roma y se hizo proclamar augusto por el senado de la ciudad. Constantino, que servía como oficial a las órdenes de Galerio y estaba bajo severa vigilancia, logró burlar a sus custodios y se dirigió a toda marcha hacia Tréveris en busca de su padre. Constancio Cloro estaba gravemente enfermo cuando arribó Constantino. Apenas tuvo tiempo para entregarle el anillo de augusto y ponerlo al frente de sus propias tropas.
Con las muertes de Constancio Cloro y Diocleciano, casi contemporáneas, el panorama político de Roma tomaba un tinte sombrío. Por todas partes se hacían preparativos para la guerra civil que se avecinaba tan cruel como aquella que asoló a Roma en los últimos años de la República. Para aumentar la confusión que reinaba en esos momentos, Maximiano volvió por los fueros de su título de emperador augusto, y uno de los generales destacados sobre el Danubio, Licinio, se hizo proclamar por las tropas a sus órdenes.
Galerio y Maximino Daya se habían puesto de acuerdo para descargar contra la Iglesia todo el peso de la ley. La persecución alcanzó un nivel de crueldad rara vez logrado. Es probable que esta conducta contra la Iglesia hubiera continuado un tiempo más, si una enfermedad horrible no hubiese atacado a Galerio quitándole sus ímpetus persecutorios. Tuvo una muerte tremenda, y Lactancio en su libro “De mortibus persecutorum” la convirtió en una historia ejemplar para ilustración de emperadores. En su desesperación creyó que todos los males que padecía le venían del dios de los cristianos al que había perseguido sin piedad. Profundamente supersticioso y con la convicción de que podía disminuir sus dolores si perdonaba a los cristianos, abrogó las medidas más rigurosas previstas por la ley e hizo redactar un edicto de tolerancia.
A la muerte de Galerio, el Imperio tenía cuatro augustos. El más antiguo era Maximino Daya, cuya actitud frente a la Iglesia de Cristo obedecía a los mismos reflejos que la de Galerio. Como su designación en el cargo imperial procedía directamente de Diocleciano, se sentía con más derecho que los otros, y esta seguridad inspiró su política. A la muerte de Galerio se lanzó como una tromba a recoger su herencia. La suerte no lo favoreció mucho: como Licinio tenía también interés en los territorios dominados por Galerio, tropezó con él en los Balcanes y en la región regada por el Danubio. El conflicto parecía inevitable, pero como ninguno de los dos estaba preparado para una guerra que amenazaba ser larga y costosa, permanecieron en sus respectivas fronteras vigilándose recelosamente con las armas en la mano.
2. La Conversión de Constantino
Constantino fue hijo de Constancio Cloro y de Elena, a quien la Iglesia hizo santa y se le atribuye haber hallado la cruz en la que padeció Cristo. Esta doble herencia lo predisponía favorablemente hacia la Iglesia, pues el emperador Constancio, según testimonio de Eusebio de Cesarea, “fue el único en nuestro tiempo que ejerció el mando, desde que empuñó sus riendas, de manera digna del Imperio; y no sólo se mostró amigo y bienhechor de todos, sino que no tomó parte alguna en la persecución desatada contra nosotros” [4]. A esta política adhirió Constantino y dejó a los cristianos que realizaran en paz sus ceremonias sin meterse para nada con ellos.
La herencia de Constancio Cloro imponía a Constantino la obligación de recabar el dominio sobre todos los territorios que gobernó su padre y para lograrlo era menester desalojar a Majencio de la ciudad de Roma.
Antes de emprender una acción bélica contra el usurpador de la vieja capital del Imperio, Constantino quiso tener protegidas sus espaldas por el lado de Pannonia y concertó una alianza con Licinio. El pacto fue sellado merced al matrimonio de Licinio con una hermana de Constantino. Éste se aseguró así la adhesión de un probable enemigo y mantuvo sobre él una estrecha vigilancia, pues su hermana le era muy adicta.
Maximino Daya vio con temor la alianza de Constantino y Licinio. Con el propósito de evitar que ella se consolidara, entabló negociaciones con Majencio prometiéndole su reconocimiento, en caso de fracasar la agresión de Constantino. Pero antes de que pudiera prestar efectiva ayuda a Majencio, Constantino atacó Roma.
La decisión fue súbita y temeraria; el resultado, mucho mejor de lo que arte militar podía prever. De esta situación nació la idea de un milagro.
A este respecto dice el historiador alemán Joseph Vogt: “Militarmente las probabilidades de Constantino no eran favorables. La situación en la frontera renana era tan comprometida que sólo pudo llevar a Italia la cuarta parte de sus efectivos totales, o sea unos cuarenta mil hombres” [5].
A este ejército, cuyo entrenamiento y espíritu militar eran muy buenos, Majencio opuso más de cien mil hombres y las murallas, nada despreciables, que rodeaban la ciudad de Roma. No nos detendremos en la descripción de la batalla que se libró en las puertas de la ciudad y que dio origen a la idea del milagro. Conviene, empero, examinar la situación religiosa de Constantino antes de emprender su acción contra Majencio, pues de su estado espiritual en ese momento dependió su posterior conducta respecto a la religión cristiana.
Era costumbre que en vísperas de combate los jefes militares presidieran sendas ceremonias religiosas invocando en su favor la ayuda de todos los poderes celestiales e infernales capaces de ser conmovidos. “En Roma, Majencio, que tenía un ejército más numeroso, había pedido el socorro de todos los poderes del mundo pagano, y sus prácticas mágicas trastornaban las imaginaciones. Quedaba para Constantino tentar su suerte haciendo un llamado al nuevo Dios, al Dios de los cristianos. Su conversión es el acto de un supersticioso” [6].
Lot aclara el sentido de lo que entiende por superstición cuando se refiere a esta apuesta de Constantino. No se trata para nada de una renovación interior, es una simple adhesión externa que la victoria confirmará.
El historiador de Constantino, Eusebio de Cesarea, habla decididamente de una premonición que el emperador habría tenido en sueños, y en la que Cristo le ofreció el lábaro con el que había de triunfar de sus enemigos. Es un hecho que Constantino hizo construir un estandarte con las iniciales griegas de Cristo, la Xi y la Ro: Xristo, puestas en forma de cruz griega atravesadas por una espada. Los soldados llevaron sobre el pecho un monograma con este signo. Battiffol sostiene que el signo era ambivalente y podía ser un compromiso con los cristianos como una declaración de fe mitraísta, religión que, como sabemos, era la de la mayoría del Ejército romano.
De cualquier modo, Constantino aceptó el símbolo como cristiano, y el estúpido accidente sufrido por Majencio en el Puente Milvio puso en sus manos una victoria inesperada. Su gratitud al Dios por el que había apostado se hizo ver con prontitud y la Iglesia recibió de él un apoyo decidido, que, aunque no siempre discreto, la ayudó extraordinariamente en su desarrollo.
3. El supuesto Edicto de Milán
Dueño de Roma, Constantino volvió a encontrarse con Licinio en la ciudad de Milán. De las deliberaciones sostenidas por ambos augustos salió un acta cuyo texto se conserva en la “Historia Eclesiástica” de Eusebio de Cesarea y en el libro de Lactancio “De mortibus persecutoribus”. El texto, de acuerdo con la reproducción de Eusebio, es el siguiente:
“Desde hace mucho tiempo se considera que la libertad religiosa no puede ser rehusada y que se debe dejar librada a la razón y a la voluntad de cada uno la facultad de tratar las cosas divinas según sus preferencias, por eso hemos dispuesto que todos, y los cristianos comprendidos, puedan permanecer fieles a sus ideas y a sus prácticas. Pero como muchas prescripciones en contrario se agregaron al rescripto que concedía tal libertad, ha sucedido que muchas personas no han podido gozar de ellas”.
Se hace referencia a acontecimientos que no interesa recoger aquí, y el documento prosigue:
“... Es decir que resolvimos conceder, tanto a los cristianos como a los demás hombres, libertad para practicar la religión de su preferencia, para que toda divinidad celeste que exista pueda sernos útiles a nosotros y a todas las personas que viven bajo nuestra autoridad”.
Lloyd Holsapple dice que este edicto significaba algo más que un simple rescripto de tolerancia respecto de una religión, era proclamar el derecho de la “conciencia individual a dar expresión a su creencia religiosa sin temor de intervención o represión por parte del Estado” [7].
El documento, tal como ha llegado hasta nosotros, alienta esta interpretación, pero, a mi parecer, es ir mucho más allá de lo que Constantino pretendía en su declaración y hacer del emperador una suerte de liberal inglés. Constantino redactó el acta con ese contenido textual porque era la única manera de hacerla aceptable ante los ojos de sus colegas.
4. Consecuencias del Edicto
Los cristianos vivían dentro del Imperio como una comunidad interdicta. No se les reconocía, en tanto cristianos, ningún derecho. Llamarse a sí mismos cristianos traía sobre ellos todo el rigor de la justicia. El rescripto de Milán les abre de repente las puertas de la sociedad política y les permite entrar en un pie de igualdad con todos los otros ciudadanos del Imperio. “Desde ese momento –escribe Jacquin– podían aceptar cargos y funciones públicas, porque les era permitido sustraerse a las funciones religiosas que comportaban. El edicto les facilitaba el apostolado y aseguraba la tranquilidad a los espíritus temerosos, a quienes la amenaza de una persecución siempre posible retenía en las prácticas rituales de un paganismo anacrónico. Las conversiones se multiplicaron y, aunque ya no fueran todas sinceras, algunos entraban en la Iglesia porque creían hallar en ella junto con la verdad, la fortuna” [8].
Para los espíritus angélicos, obsesionados por la idea de la pureza de la fe, la supuesta conversión de Constantino inicia en la historia de la Iglesia una era de retroceso espiritual cuyo rostro estigmatizan con la designación de Iglesia triunfalista. Con prescindencia de la actitud personal de Constantino frente a las verdades cristianas, y tomando en consideración la positiva influencia que la Iglesia ejerció a través de la organización política de la sociedad en los usos, costumbres, orden moral y político, sin desconocer el decisivo valor de la educación intelectual y la formación del carácter, creo que ese principismo, cuando no oculta mal un sofismo anticristiano, adolece de una cierta ineptitud para pensar la religión cristiana en relación con todas las exigencias de nuestra naturaleza.
Constantino comenzó por devolver a la Iglesia los bienes que le habían sido confiscados y la ayudó a restablecerse con espléndida generosidad. El carácter de su conversión puede parecernos poco espiritual; con todo, de acuerdo con las opiniones más autorizadas, su transformación moral sucedió, aunque lentamente, a su adhesión exterior al culto cristiano. Era un hombre de su tiempo y un emperador. Sin pedirle los signos de una auténtica contricción, no podemos negarle sinceridad y creer –como lo hacía Jacobo Burckhardt– que su actitud con la Iglesia estaba inspirada en motivos puramente políticos. Esto es imaginarlo bajo el aspecto de un renacentista escéptico. Ferdinand Lot discute esta opinión y dice que “representarse a Constantino como a un escéptico desengañado es más que arbitrario. No había librepensadores en ese tiempo”.
La misma idea sostiene Gonzague de Reynold cuando examina la tesis de Henri Grégoire que reeditaba, en 1930, el pensamiento de Burckhardt. Decía Grégoire que “los emperadores se sirven de la religión como un arma, ya ofensiva, ya defensiva, y sus cambios de actitud en esta materia están siempre en relación con las circunstancias políticas. Lo que los determina cuando se creen fuertes, no es tanto la preocupación de respetar la fe de sus súbditos inmediatos, como el deseo de atraer a ellos la masa de militares y civiles en las partes del Imperio sobre las cuales esperan extender sus dominios” [9].
Grégoire se refiere a Constantino; probablemente tuviera presente la imagen de Napoleón Primero y sus relaciones con la Iglesia. Favorecer el cristianismo en la época de Constantino el Grande no era, políticamente hablando, una idea muy brillante. Lot cree que era peligrosa, pues el Ejército, única fuerza real con la que podía contar el gobierno, era pagano y, en su casi totalidad, dado al culto de sol, y así lo seguiría siendo durante mucho tiempo.
Piganiol en su trabajo sobre Constantino abunda en consideraciones de esta índole cuando afirma que Constantino, sin ser un místico, tampoco era un farsante que había jugado la comedia de la conversión con un fin pragmático: “era un hombre sincero que buscaba la verdad en el umbral de un siglo oscuro en que la razón titubeaba. Un hombre que trataba de orientarse” [10].
Los que ponen en duda la autenticidad de la conversión de Constantino desempeñan, en el juego de las interpretaciones históricas, un difícil papel de jueces supremos. Es harto problemático el conocimiento de las motivaciones más profundas de un hombre, y resulta somera la argumentación de que la religión cristiana podía servir a sus designios de unidad política para extraer de ella la conclusión de que Constantino se había servido de la Iglesia como de un instrumento para acrecentar su poder.
Si variamos la perspectiva de observación y nos colocamos en el punto de vista de los cristianos contemporáneos a Constantino, la aceptación por parte del emperador de Roma de la fe cristiana era lisa y llanamente declararse por la verdadera religión y admitir, hasta donde el conocimiento que tenía del nuevo credo se lo permitía, todas las consecuencias de esta adhesión. No se necesita ser un profundo conocedor del alma humana para comprender que un compromiso de esta naturaleza supone, por parte de quien lo asume, una disposición en consonancia con las exigencias de la espiritualidad cristiana.
¿Que era un hombre violento? ¿Que hizo matar a su hijo mayor por causa de una intriga política montada por su segunda esposa y que cuando se enteró de la maquinación urdida no halló mejor expediente que el uxoricidio? Todo esto es verdad y hay que admitir que su oficio era duro. El que tiene bajo su responsabilidad el equilibrio social y político de un organismo tan vasto como el Imperio Romano no puede ser medido con la misma vara con que se juzgan las virtudes privadas y familiares. Fue, como hace notar Conzague de Reynold, el emperador cristiano de un Imperio pagano. Esta situación dicta gran parte de su política.
En lo que respecta a la Iglesia, trató de evitar los cismas y las divisiones. Este deseo de unidad lo obligó a intervenir en los problemas suscitados por Donato de Casa Nigra y Arrio. La convocatoria del Concilio Ecuménico de Nicea, que había de restablecer el símbolo de la verdadera fe, lo tiene por principal autor y gestor.
El Estado pagano extraía su unidad de la religión de la ciudad. Los emperadores advirtieron la estrechez de este principio de unión espiritual y trataron, con suerte varia, de hacer un sincretismo religioso que uniera todos los pueblos del Imperio. Constantino, fiel a esta experiencia, comprendió que una Iglesia dividida no podía cumplir con este objetivo. Su preocupación por la unidad dicta su política eclesiástica pero no explica su conversión.
Los que piensan que la religión y la política son actividades distintas y paralelas y que Nuestro Señor Jesucristo estableció una división tajante de poderes cuando dijo que había que dar al César lo que era del César y a Dios lo que era de Dios, piensan con cierta ingenuidad. Distinción no es igual que separación; y cuando en la acción humana se distingue lo que pertenece a Dios de aquello que depende del hombre, no se separan ambas actividades, se las distingue para unirlas, en una unidad que nace de la relación jerárquica que existe entre una y otra operación. La enseñanza de la Iglesia ha sido, en este sentido, siempre muy categórica y precisa: la labor del César está subordinada al magisterio de la Iglesia de Cristo. Es la Iglesia quien establece con rigor lo que pertenece a Dios y lo que es propio del Emperador.
Constantino fue reconocido, primero por el papa Milcíades y luego por San Silvestre, como protector de los cristianos. Él mismo, después del Concilio de Nicea, se intituló servidor de Dios y obispo de fuera. Esta última designación, para señalar su oficio imperial con respecto a la Iglesia, la expresó en un banquete delante de todas las autoridades eclesiásticas, y al parecer lo hizo con el propósito de reducir a sus justas proporciones los ditirambos imprudentemente proferidos por algunos clérigos.
“Vosotros –habría dicho– habéis sido establecidos servidores de Dios en el interior de la Iglesia. Yo la sirvo desde afuera”.
“Se ha visto en esta declaración –comenta De Reynold– la expresión de la teocracia, tan espesos son los prejuicios que sobre esta época tienen los historiadores modernos. Hay ironía en la frase de Constantino, pero también aparece en ella la fe de que en su carácter de servidor de Dios podrá alcanzar la salvación eterna. Habiéndole dicho un obispo cortesano que era feliz de ser emperador en este mundo y de reinar en el otro con el Hijo de Dios, Constantino respondió que rogara a Dios le hiciera la gracia de admitirlo en éste y en el otro mundo en el número de sus servidores”.
Si la frase atribuida a Constantino es verdadera y como tal se inserta, efectivamente, en el contexto de una conversación según el testimonio acredita, hay que admitir que el emperador había realizado grandes progresos en el camino de su conversión espiritual. Su idea de la faena imperial ya no responde a la modalidad pagana. Se advierte que Constantino se asigna, en el orden temporal, una misión análoga a la del episcopado en las cosas espirituales, El Imperio forma parte de la tarea salvadora y ejerce su acción para conducir a los hombres a la verdadera fe, con firmeza, dulzura y caridad como corresponde a todo apostolado.
Para cumplir las exigencias de esa misión, Constantino vigila la unidad de la Iglesia con tanto cuidado como la del mismo Imperio. La unidad política de sus súbditos depende de la unidad en la fe. Si los cristianos combatían entre ellos, infligían al Emperador un desmentido completo a su política de unión. Su autoridad hubiera sido puesta en tela de juicio y los cristianos habrían quedado abandonados al caos y la desesperación. Si las cosas hubieran sucedido de esta manera -opina De Reynold- es probable que hubiesen suscitado una reacción pagana más violenta y efectiva que la de Juliano el Apóstata.
Conviene tener en cuenta esta posibilidad cuando se trata de comprender las reiteradas intervenciones de Constantino en los asuntos de la Iglesia. Recordemos que los cristianos, en el momento que la Iglesia salía de la última persecución y probaba el vértigo del aire libre, se dividieron. El emperador prestó su brazo secular para sostenerla en esa tribulación y lo logró. Esto es lo que muchos no pueden perdonar.
Sin la intervención de Constantino –escribe Piganiol–, la multiplicidad de las sectas hubiera arruinado esa bella unidad católica forjada por las persecuciones. El mantenimiento de la unidad es obra mancomún de papas y emperadores, pero Constantino fue el primero en indicar la vía.
Como la discusión en torno a la acción eclesiástica de Constantino es vieja, larga y enconosa, conviene decir dos palabras más con el propósito de arrojar alguna claridad. Es verdad que el papel de brazo secular al servicio de la unidad de la Iglesia lo realizó por cuenta propia y no siempre con la discreción necesaria. En el Concilio de Nicea condujo las negociaciones con los arrianos bajo un clima de compulsión que los obispos cismáticos no se atrevieron a resistir y se vieron obligados a firmar un Credo en el cual no creían. Esto es culpa de ellos. Eusebio de Nicomedia, uno de los más importantes sostenedores de Arrio, había nacido para ser obispo oficialista, y todo lo que dijera la autoridad constituida tenía su inmediato beneplácito. Esto no significaba que, llegada la ocasión propicia, hiciera valer sus reservas mentales. Algo de esto le sucedió con Constantino: primero firmó el acta de acuerdo con las exigencias de la más estricta ortodoxia, pero luego, cuando ganó la confianza del emperador, se retractó, y no sólo consiguió que éste lo admitiera entre sus más allegados, sino que llegó a ser su consejero eclesiástico y su hombre de confianza. Esta situación modifica el giro de la política religiosa del emperador que desde ese momento actuará bajo el signo de la orientación arriana.
[2] Pierre Batiffol, La Paix Constantinienne et le Catholicisme, París, Lecoffre, 1921, pág. 47.
[3] Ibídem, págs. 53-4.
[4] Eusebio, Historia Eclesiástica, Capítulo VIII.
[5] José Vogt, Constantino el Grande y su tiempo, Buenos Aires, Peuser, 1956, pág. 167.
[6] Ferdinand Lot, La Fin du Monde Antique et le Début du Moyen Âge, París, A. Michel, 1951, pág. 36.
[7] Lloyd Holsapple, Constantino el Grande, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1947, pág. 169.
[8] Jacquin, Histoire de l`Église, París, Desclée, 1936, T. I, pág. 285.
[9] Gonzague de Reynold, Le Toit Chrétien, Paris, Plon, 1957, págs. 351-352.
[10] Citado por Gonzague de Reynold, Le Toit Chrétien, Paris, Plon, 1957, pág. 353.