El primer dictador moderno que conoce la Europa del siglo XX fue Vladimir Illich Ulianov, alias “Lenin”, líder indiscutible de la revolución rusa de 1917, la primera revolución comunista de la historia, luego emulado por otros muchos, y cuyo papel histórico, inicialmente agigantado por sus logros políticos, ha terminado oscurecido por las revelaciones sobre los 100 millones de muertos que el comunismo ha causado en todo el mundo. Pero aquí no hablaremos de la historia de Lenin, sino de su relación con las mujeres, con la mujer, con su mujer: Nadeshda Krupskaya.
“Si he de ser su esposa, así sea”
¿Quién era Lenin en su relación con la mujer? En muchos aspectos, un desconocido. Sin embargo, Lenin tenía una idea muy clara, y también muy moderna, del papel de la mujer. “El éxito de la revolución –dejó escrito– depende del grado de participación de las mujeres.” Y nunca dejó de aplicar esa idea. Una idea muy vinculada al feminismo que empieza a asomar en la cultura europea –pero una cultura europea burguesa– en el último tercio del siglo XIX, y que él debe a un escritor ruso, Chernichewsky, según el cual “la historia de la humanidad iría diez veces más rápida si la inteligencia de la mujer no estuviese apartada y aniquilada, sino que pudiera actuar”. Conviene aclarar que estas ideas no son propiamente revolucionarias, sino que provienen del clima de reforma moral –un clima bastante puritano– impuesto por la Inglaterra victoriana. El hecho, en cualquier caso, es que Lenin reflejará esa posición de respeto a la mujer en su relación con su madre –completamente incrustada en las vicisitudes políticas de la familia–, con sus hermanas, con su esposa, con sus amantes…, incluso con su suegra.
La primera mujer en la vida de Lenin, además de su madre y de sus hermanas, fue la que sería su esposa: Nadia Krupskaya, mujer culta, activa, que venía de la pequeña nobleza rusa y que vivió atormentada por su esterilidad. En su relación llega a haber mucha ternura, pero es difícil hablar de amor tal y como lo entendemos a partir de la literatura romántica. Tanto Lenin como la Krupskaya eran revolucionarios. Tanto Lenin como la Krupskaya venían de familias acomodadas. Ambos comparten el exilio en Siberia y el destierro en Europa. Y ambos preparan juntos la revolución en Rusia. Nadeshda Konstantinova Krupskaya escribió un libro, Mi vida con Lenin, que, al margen de evidentes silencios y de ciertas mentiras piadosas, es un elocuente testimonio de cómo eran este dictador y su mujer. Allí cuenta cómo ella, militante de una célula revolucionaria en San Petersburgo, conoció a Lenin en 1893, cuando éste llegó precedido de importante fama entre los círculos que conspiraban contra el poder de los zares. Ella se enamoró; él, no exactamente, aunque la convirtió en su confidente y en su camarada. Por fin, cuando Lenin es desterrado a Siberia, le propone matrimonio. La respuesta de Nadeshda no es exactamente revolucionaria: “Si he de ser su esposa, así sea”. Esa sumisión, que no procede tanto del amor como de la disciplina política hacia el líder, es una constante en las memorias de la Krupskaya. Y fue una constante en su vida. Incluso cuando, con disciplina, Nadeshda hubo de aceptar los amores de Lenin con tal o cual amante. Y sobre todo con una de ellas: Inessa Armand.
“Eres un déspota”
Inessa Armand fue, para Lenin, el amor. Seguramente, el único digno de tal nombre que había tenido en su vida. Antes, por supuesto, tuvo otras relaciones. Es el caso de Elizabeth K., e insisto en subrayar la inicial K porque la historia ha querido que el enigma permanezca sobre la verdadera identidad de esta mujer. Elizabeth K. era una burguesa rusa. Rusa, pero mujer de mundo. Conoció a Lenin en un café. Lo suyo fue lo que se llama un “flechazo”. Sin embargo, se trató de un “flechazo” siempre frustrado, porque las relaciones entre ambos, guiadas por una atracción física inmediata, se distanciaban en cuanto intercambiaban ideas, gustos, aficiones, sentimientos de la vida. Elizabeth K. era una mujer, y sentía por Lenin una atracción de mujer: Lenin, sin embargo, era incapaz de corresponder a esa atracción con algo más que con una vaga seducción física. Sencillamente, Lenin no estaba hecho para nada parecido a lo que nosotros entendemos por romanticismo. Hay una anécdota en su vida que expresa muy bien esta incapacidad natural de Lenin para lo romántico. Es la que gira en torno a la obsesión que durante una época tuvo el dictador por cierto pasaje de la Sonata Apassionata de Beethoven. Durante años, Lenin pedía una y otra vez escuchar esa pieza; todos sus próximos se preguntaban, desconcertados, qué fibra despertaría en el alma de Lenin aquella música. Quizá presumían un abismo de pasiones incógnitas. Pero no: tras muchos años de escuchar furiosamente la Apassionata, Lenin terminó revelando a sus amigos que ya había descubierto la razón de su obsesión musical: sencillamente, le recordaba mucho al himno del Bund judío socialista.
Pero este Lenin amable con las mujeres, respetuoso, alejado del convencional machismo que podía imaginarse en un ruso de finales del siglo XIX, no era por ello menos dictador. Conviene tener presente que no estamos hablando de personas comunes, sino de hombre políticos, y no de unos políticos cualesquiera, sino de sujetos literalmente devorados por la pasión del mando y del poder. Lenin era tan dictador con botas como con zapatillas. Y ese rasgo de su carácter lo vamos a encontrar también en su relación con las mujeres. Porque no todas las mujeres de la vida de Lenin fueron tan devotas como su esposa Nadia, como su madre María Alexandrovna, como su hermana Ana, que le acompañaron en su fiebre revolucionaria y la vivieron con él. Otras mujeres se cruzaron en su camino y han dejado de Lenin una imagen de déspota típico y hasta tópico. Es el caso de Vera Zasulich, una revolucionaria de primera hora, mujer singular, muy valiente y algo demente, que un buen día, en los tiempos del exilio en Londres, le espetó: “Eres un déspota”. Lenin no la perdonó jamás. De hecho, la excluyó de su círculo revolucionario.
Quizá por aquella experiencia, Lenin juzgó siempre a sus compañeras como seres poco de fiar: demasiado incontrolables y temperamentales. Cabe suponer que aquella convicción resultó reforzada por un hecho que ocurriría mucho más tarde, en 1918, ya en el poder: tras un mitin en Moscú, una persona se le acerca y dispara contra él a quemarropa. Era una mujer: Dora Kaplan, también llamada Fania Kaplan, social-revolucionaria, y que consideraba a Lenin un traidor. No hubo piedad para la Kaplan: cuatro días después fue ejecutada por orden directa de Lenin.
Sonata Apassionata
Esto no significa que Lenin fuera un sucio patán obsceno ni nada parecido. Ya hemos dicho que tenía una idea elevada de las mujeres y que, en su trato con ellas, siempre era respetuoso y amable. También, por supuesto, con quien pudo haber sido el amor de su vida: Inessa Armand. Carmen Llorca, que escribió un estupendo libro sobre las mujeres de los dictadores, nos ha revelado casi todo lo que sabemos sobre este singular idilio. Inessa había nacido en París. Era cinco años más joven que Lenin. Se trasladó a Rusia con su tía, que era profesora de francés y de música en Moscú. Maestra desde los 17 años, a los 18 se casó con un rico industrial de tejidos. El matrimonio duró diez años; después, Inessa se marchó con el hermano de su marido y se estableció en Suiza.
Fue allí, en Suiza, donde descubrió los escritos de Lenin. Pero ya antes se había formado una aguda conciencia revolucionaria; no la conciencia de una revolucionaria rusa, sino la de una burguesa occidental que en Rusia descubre hasta qué punto la mujer se ve sometida a una situación de esclavitud. Cuando muere su cuñado, víctima de la tuberculosis, Inessa se traslada a París. Allí se presenta a Lenin y a su esposa, la Krupskaya. Lenin se siente atraído de inmediato por ella y empieza a encargarle misiones, particularmente en la escuela bolchevique para obreros. La atracción crece por días. Tanto que la Krupskaya, que no era en absoluto ciega a estas cosas, le pide a Lenin varias veces la separación. Y Lenin siempre le contesta lo mismo: “Tú te quedas conmigo”. Ella acepta por disciplina revolucionaria.
Inessa Armand era una mujer extraordinaria: combativa, enérgica, con un gran encanto personal, una verdadera líder. No sólo Lenin quedó subyugado por ella; también lo quedó la propia Krupskaya, e incluso la madre de ésta y todos sus amigos. Por supuesto, Inessa tocaba también al piano la Sonata Apassionata de Beethoven. Y más: cuando había concierto, cogía a Lenin y a Nadia Kruspkaya y se los llevaba del brazo. A los dos. Al mismo tiempo, la presión conjunta de Nadeshda y de Inessa convenció a Lenin de que la emancipación de la mujer debía formar parte del ideario de la revolución bolchevique. Una emancipación cuya primera conquista fue el divorcio libre. Pero Inessa quería más: quería el amor libre. Y por ahí Lenin no pasó.
Inessa vivirá el triunfo de 1917. Será la primera presidenta del Consejo Económico de la Provincia de Moscú y formará dentro del Comité Central de Partido una comisión especial para el trabajo de las mujeres. Cayó muy enferma en 1920. Lenin se volcará con ella: le procurará los mejores médicos, los mejores sanatorios… Todo fue inútil. Lenin y su esposa, la Krupskaya, encabezaron el cortejo fúnebre. Según los testigos del hecho, el rostro de Lenin era la expresión misma del tormento. Para muchos, es en ese instante cuando se acelera la decadencia física del dictador. Curiosamente, es también cuando comienzan las primeras decisiones brutales de la política bolchevique: el exterminio de los kulaks (los campesinos libres), el fusilamiento masivo de mencheviques, el nacimiento de lo que muchos años más tarde llamará Soljenitsin “Archipiélago Gulag”, los terribles campos de concentración…
Muy pocos años después, ya nadie en Rusia sabía quién había sido Inessa Armand. Apenas los amigos de Lenin y, por supuesto, Nadeshda Krupskaya.
Nadeshda Krupskaya nunca llegó a subyugar el corazón de Lenin, pero tuvo poder. Y no sólo un poder de corte, como el de otras mujeres de dictadores –pensemos en Carmen Polo de Franco–, sino un poder político institucional: su intervención resultó decisiva para que Lenin no abandonara en julio de 1917, y después fue secretaria del Comité Central del Partido Comunista y ministra de Educación de la Federación Rusa. Y puede imaginarse también el efecto que ese poder tuvo en los círculos más cercanos a la cúspide del sistema comunista: quien hablaba no era sólo la camarada Krupskaya, sino que era también la mujer de Lenin. Un título que abría todas las puertas. Al menos, hasta que llegó Stalin.
Stalin, sí. El nuevo dictador puso fin al poder de todos quienes habían estado cerca de Lenin. La Krupskaya, que ya hacía tiempo que había dejado de ser la devota esposa para convertirse en una pieza fundamental en el mapa del poder soviético, jugó fuerte y trató de combatir las aspiraciones de Stalin a la sucesión. No pudo ganar. Murió en 1939, a los 70 años, desposeída del menor relieve político. Tan olvidada, al cabo, como Inessa Armand.
Al final -Lenin, obviamente- reventó de un ACV...