Si peligroso es toparse con personajes de esta calaña en la vida diaria, ni qué decir tiene cuán dañino es para la suerte de una comunidad, que tales individuos tengan poder sobre ella.
En esta instancia se encuentra nuestra pobre Argentina desde el 25 de mayo de 2003 -ya casi cuatro años de ludibrio colectivo- cuando el resentimiento de Eduardo Duhalde (no me refiero al barbado asesino, sino al tipejo de Lomas de Zamora) logró que en la quiniela electoral, resultase ganador un sujeto como K, que, junto con su compinche de cama adentro, hizo de la usura su innoble medio de vida. No hay memoria de otro caso semejante en la historia de nuestro país: nadie de esa catadura se aposentó en Balcarce 50, más allá de los defectos que pudiesen tener y de los errores que pudieron cometer.
Para el mundo civilizado practicar la usura es un deshonor y un baldón, razón por la cual quienes lo hacen, prefieren andar de noche para no ser vistos y evitar la justa represalia. Más aún: hay aprobación tácita de la comunidad cuando algún deudor oprimido, le mete cuatro tiros a uno de esos expoliadores, dejándolo desangrar sobre sus cochinos papeles. (Me cuento entre ellos, naturalmente).
Porque el usurero es fundamentalmente, un amoral convicto y confeso que ha decidido, conforme a los dictados de su depravada conciencia, rechazar a Dios para prosternarse ante Mammón. Sabemos bien el lugar que los Evangelios reserva a los agarrados y codiciosos, a los saqueadores y rapiñadores. Son los mercaderes del templo que Cristo echó a latigazo limpio. Son los pecadores cuyos pecados “claman al cielo” porque “parecen provocar la ira de Dios y la exigencia de un castigo especial para escarmiento de los demás” *. Al atentar desalmadamente contra el orden social son más peligrosos que el delincuente común y su pena debe ser durísima, haciéndoles devolver, primeramente, lo que es de otros.
No es forzar los términos sostener que K, además, es un asocial, en el sentido que le asigna Schoek: “individuo que no quiere o no puede someterse a las normas que la mayoría reconoce como esenciales para la sociedad en que viven” **. Es público y notorio su desprecio por la ley, su vulgaridad y falta de educación, su condición de iletrado absoluto, su miedoso aislamiento. Solamente la psiquiatría pude explicar su patología de simulador, su disfraz de adalid de los “derechos humanos” y el rencor sedicioso que lo llevó a la anulación de leyes que habían permitido conseguir un grado suficiente de pacificación nacional.
Es inútil que la oposición -si merece llamarse así, algo que tengo en duda- pretenda plantarse, con argumentos formales y legalistas, frente a quien declaró -en el paroxismo de la insensatez- la guerra contra los argentinos decentes.
Este sujeto nos llevó a una guerra que no quisimos. Probablemente habrá cárcel y persecución para quienes respondan -con inteligente y prudente civismo- a las afrentas que la Patria recibe cotidianamente. Con esas solas fuerzas, el ominoso pasaje del Primer Usurero de la Nación será pronto un recuerdo. Y recordemos, para los tiempos de prueba que se vienen, la vieja consigna del Gran Capitán Ignacio: actuar como si todo dependiese de nosotros, pero sabiendo que todo está en las manos de Dios. A la obra, pues.
* Antonio Royo Marín, O. P., Teología moral para seglares, B.A.C., Madrid, 1957, Tomo I, pág. 215. ** Helmut Schoek, Diccionario de sociología, Herder, Barcelona, 1981, pág.38.