Sabrán disculpar los pacientes y, en este caso, sorprendidos lectores de la página, la insólita divisa empleada para titular el que pretende ser homenaje al viejo amigo. Es no otra cosa que un recurso con el que quiero significar, por contraste, la magna dimensión de quien nos ha precedido en el encuentro de aquellas realidades supremas por las que vivió y para las que siempre se preparó, ejerciendo funciones a las que honró con su conducta, muy distinta de la de tantos ídolos de materias inmundas –y no digo de barro, por ser ésta la materia empleada por el buen Dios al crear a nuestro remoto ancestro-, que un día concitan la exaltación de muchedumbres informes domadas por los medios perversos y que, a poco de andar, muestran ruindades capaces de condenarlos por su vida y de negarles ejemplaridad en la muerte.
Mas, el fiscal Norberto Quantin, en su muerte nos deja su mejor legado: su larga vida de servicio a Dios y a la Patria, que es ejemplo paradigmático al que sería menester ordenar nuestras acciones. Y, en ese sentido, es necesario precisar el encabezamiento, puesto que yo no soy Quantin por carecer de su estatura moral, erigida sobre la magnitud de sus abundantes obras, pero nada impide, más que mi pequeñez, el que quiera ser Quantin y todo tendría que llevarme –si buscara sinceramente mi salvación- a que debiera ser Quantin. Es más, si una multitud de argentinos de buena voluntad tomase esa decisión, días mejores viviría esta tierra.
Lo conocí hace cuarentiun años, reconociendo prontamente en él las cualidades propias del nacionalista argentino: la profesión del catolicismo en la integridad de la doctrina y un acendrado hispanismo, expresado en la nostalgia de la España tradicional –la de la madera y no la de la fórmica, al decir de Anzoátegui- que, en su caso, se particularizaba como última manifestación en la personificación joseantoniana. Fue en el Centro de Estudios Hispanoamericanos, a cuyos cursos yo circunstancialmente asistía y él lo hacía para acompañar a Margarita, una de las principales animadoras del instituto.
Pocos años después –en el 1977- volví a encontrarlo, entonces secundando a Mons. Lefebvre en su labor fundacional en la Argentina. Eso no fue más que el corolario de una tarea emprendida tiempo antes, comisionado por sus amigos de Patria Grande para buscar en el viejo continente movimientos religiosos de los que acá se tenía noticia, que podían servir de guía en el intento de restauración católica necesario al efecto de no sucumbir ante el vendaval post-conciliar. El Palmar de Troya quedó al instante desechado por razones obvias, puesto que la sensatez, la claridad de juicio que por buen ejercicio del oficio tenía, así se lo indicaron; por el contrario, en el seminario de Ecône halló el refugio para que acudieran quienes quisiesen superar el estadio de católicos desconcertados, perplejos.
Vale destacar que el grupo aludido, además de aportar la calidad moral de sus miembros, elemento decisivo para el establecimiento de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X en la Argentina, brindó también el soporte material necesario para el inicio de la actividad de dicha congregación, puesto que en su sede, hasta la adquisición del inmueble de la calle Venezuela efectuada bastante tiempo después, pudo llevar a cabo su actividad pastoral.
De ahí en más se produjo la constante expansión entre nosotros y en el resto de América de la FSSPX, dando así verosimilitud a la tantas veces mentada visión de don Orione, anunciando que de aquí saldría una pléyade de sacerdotes para evangelizar nuestro continente. Y en este punto me permito disentir con quienes veían el cumplimiento de la profecía con la actividad de algunos –muy pocos- seminarios, que si bien preparaban con el mayor esmero que les era posible a los futuros sacerdotes, el empeño quedó tempranamente trunco por abandonar tales propósitos quienes sucedieron a los obispos inspirados; por lo demás, los retoños, aun con la mejor disposición, carecían de la libertad de predicar la Verdad católica sin el bastardeamiento conciliar y de conservar el tesoro litúrgico de la Iglesia latina. El paso del tiempo –unas décadas tan sólo- demostró que la santa rebeldía del prelado fogueado en toda una vida sacerdotal dedicada a las misiones, tenía por objeto salvaguardar la doctrina católica en su totalidad y que, de no hacerlo, a la pérdida de la teología y la liturgia, como lógica consecuencia, sobrevendría la de la misma moral, que tal se presenta ante nuestros ojos.
Pero tan firme y decidida actitud en materia religiosa, nunca dio lugar a que se erigiera en juez de conciencias o asumiera posiciones exaltadas o exageradas. Guardó moderación en la calificación de las conductas y presumía la buena fe de quienes no compartían la totalidad de sus convicciones. Siguió a Mons. Lefebvre y guardó hasta lo último lealtad a la obra legada por el santo arzobispo, sumándose así a la nómina de distinguidos laicos allegados a la FSSPX, integrada entre otros por el maestro Soaje, don Rubén Calderón y don Alberto Falcionelli.
Otro aspecto que ofrece la fructuosa vida del difunto amigo, es el de su larga dedicación a la función pública, principalmente judicial. Señalaré unas pocas cosas, pero suficientes para advertir su hombría cabal.
Recuerdo que en el 1975, apareció publicada en el diario por lo singular de la misma, la noticia de que había dispuesto como juez de Instrucción, el procesamiento del chofer de un vehículo perteneciente a una organización sindical por haber atropellado a un viandante, aduciendo aquél, como causa exculpatoria, la de tener activada en dicha oportunidad la sirena, circunstancia que debía advertir de su paso a quienes transitaban por el lugar. “Adminículo molesto” lo calificó, entendiendo que sólo se admitía su empleo por servidores públicos: ambulancias, policías, bomberos. Demostró a través de esa resolución verdadero coraje, por cuanto en aquella época los conmilitones del reo gozaban de poder de vida y muerte respecto de quienes los enfrentasen, y también su servicio a la Justicia, porque, indudablemente, esas patotas, aun con sus desmesuras, debían suscitarle una discreta simpatía, por combatir a los grupos subversivos.
Ya como fiscal, le tocó ejercer la función correspondiente dirigiéndola en perjuicio de cierto “bambino”, más avieso que travieso, que estaba esquivándole el bulto a las mínimas consecuencias procesales merecidas por su crimen. Fue el 25 de marzo del 1991, que enterado de la muerte reciente de Mons. Lefebvre y convencido de que en su nueva morada gozaría de un mayor poder de mediación, le solicitó el hasta entonces difícil encarcelamiento del delincuente debido a la popularidad de la que gozaba, merced que le fue prontamente concedida. El dato, que por cierto no pertenece al conocimiento público y me fue dado por una insospechada fuente clerical, habla a las claras de la profunda fe de Norberto y de su afán por que los delitos tengan también castigo en esta tierra, que para eso existen los poderes humanos.
Desplegó también su talento en funciones ejecutivas cuando se desempeñó como secretario de Seguridad, demostrando que con decisión e inteligencia situaciones que nos afligen pueden prontamente solucionarse. Así, durante su gestión, el robo de automotores, con la secuela trágica que muchas veces arrastra, disminuyó a niveles de escasa entidad, debiéndose ello a la simple medida de dirigir la investigación a la actividad de los desarmaderos. Dió también mentís a quienes sostienen, como regla general, el apartamiento de cualquier función pública, cuando en muchos casos, hombres probos –y probados- deben asumir la carga pertinente para satisfacer apremiantes necesidades sociales.
Ultimando la nota, quiero resaltar una diferencia rotunda que lo distinguió de la generalidad de los personajes que en la actualidad están revestidos de notoriedad aunque no de notabilidad. Esto señalado por el testimonio de algunos allegados que, por razones elementales, lo auxiliaban en sus menesteres, pero que se cuidó bien de evitar la publicidad: sus cuentas jamás engrosaron y no por llevar una vida rumbosa, que sumamente austero era en sus costumbres, sino por el ejercicio permanente e infatigable de la caridad.
Hemos quedado privados del calor de su amistad terrena, pero su imagen queda entre nosotros por la presencia de la magnífica Margarita, que amorosamente lo acompañó a lo largo de tantos años de ejemplar matrimonio y abnegadamente lo atendió en estos últimos tiempos de la dura enfermedad. Y juntos prodigaron a nuestros hijos y a los de tantos amigos un cariñoso y paternal afecto.
Esta tarde, las recientemente bautizadas campanas de la iglesia de su querido seminario de La Reja, ensayaron por primera vez el toque de difuntos. Así anunciaron a los amigos que lo esperaban yacentes en el camposanto de la proximidad –los padres Russo y Sánchez Abelenda, el hermano Michel, Andrés de Asboth-, que su cuerpo cercano al de ellos fue a quedar a la espera de la resurrección.
Y su alma, ahora, que llegó su hora de formar junto a las de los compañeros, pasó a hacer guardia sobre los luceros. Por ello, confiadamente suplicamos: Norberto Julio Quantin, ora pro nobis.