A raíz de un diálogo epistolar, recibí esta definición con respecto a mis pobres barruntos, parece que resulta un “pensamiento asfixiante”. Las notas que así lo hacen son la permanente impresión de estar al borde del apocalipsis, el de no admitir ni escuchar a los que piensan con diferencias y el uso de frases insultantes. En todas concedo y trato de explicarme, quizá de disculparme y por sobre todo de aclararme.
Siendo que por herencia ha sido mi gusto el análisis histórico, he tratado de dar en lo que escribo una idea del momento en que vivimos y por lo que veo, no he sido desacertado en el logro del objetivo. Vivimos un momento asfixiante, de tono apocalíptico, en el que contrariamente a la osadía de Ulises, hay que cerrar los oídos a los cantos de sirenas y por último, vivimos un tiempo más que insultante, claramente blasfemo y obsceno al que hay que responder con cierta energía.
Una de las grandes trampas de la época que nos toca, es que todo esto se da en medio de un anestesiamiento no sólo de las conciencias, sino especialmente de la sensibilidad. Lo decía no hace mucho con aquella alusión a la profecía de Hesíodo, en la que llegada la era del hierro, la Vergüenza y la Indignación (Aidos y Némesis) abandonarían a los hombres. Y eso ha ocurrido de forma evidente. Por todas partes somos bombardeados de monstruosidades, obscenidades, mentiras, fraudes, sobornos, lascividades y blasfemias, sin que se nos mueva un pelo. Ni nos avergoncemos ni nos indignemos. Caminamos en medio de ellas sin apercibirnos de su maldad.
La tarea primordial del católico hodierno es reparar esa sensibilidad adormecida por el bombardeo constante de lo monstruoso, y para ello debemos hacer un esfuerzo extraordinario contra una naturaleza caída que tiende a solazarse en todas estas inmundicias, inmundicias que ya pasando el límite del placer y de la belleza – aún despojada del bien- que aportó la sensualidad renacentista, hoy se han convertido en una especie de masoquismo que se solaza en la perversión, en el desequilibrio, en la desarmonía, en la contra natura, es decir, en la monstruosidad.
Esto es algo que los buenos pensadores han visto en uno y en otro costado de la “incultura” que nos rodea. Si vemos la pintura, nos encontramos mirando con Picasso una cara horrible y deforme, sin armonía ni equilibrio – ya no la belleza de un desnudo renacentista- o si vamos a la arquitectura, los edificios que desafían las leyes físicas nos producen un ambiente de rebelión y zozobra; o en el sexo, ya no son las páginas de un D.H.Lawrence con su amor dulce y oculto, o las aventuras románticas y caballerescas de un D’Anunzio, hoy son las perversiones sádicas de las “cincuenta sombras” o los dolores masoquistas de las relaciones homosexuales. (En la última novela de Pérez Reverte, la heroína es lesbiana y asesina, y no entro en más detalles). El relato de los viajeros y vacacionantes están repletos de imágenes perversas, nos cuentan cuantos putos vieron en España, las obras de teatro blasfemas, las profanaciones de templos, el abandono de la adoración en la misma Roma, el exhibicionismo en las playas (ya no de la belleza, sino de la fealdad), y vuelven orondos de haber visto “el mundo”, un poco asqueados, pero contentos de haber logrado ese barniz de mierda que hace al cosmopolita.
¿Para qué hablar de literatura? y llego a los ensayos. Los textos políticos, sociológicos, teológicos, de difusión y todos ellos, desde Freud a esta parte, pueden tratar seria y civilizadamente el hecho de que quieras copular con tu madre o ser violada por tu padre y de ello meditamos. Analizamos nuestro costado homosexual, nuestras pulsiones placenteras y las degeneradas, escuchamos la impiedad y el ateísmo como teorías pensables. Conversamos con los negadores de la virginidad de la Virgen María mientras tomamos el té, o una cervecita mientras en el diario leemos que Cristo no es Dios y suena Sabina en la radio diciendo que está dispuesto a negar el Santísimo Sacramento porque ella se acueste con él. Escogemos el lado bueno del Monseñor que niega el Parto Virginal, o la buena parte del que oscurece la Verdad de la Eucaristía.
Y por último en la política. Todo el resumen de las cretinadas más arriba descriptas son el eje de la libertad que prometen. Nos aseguran de mantener vigente el derecho a ser unos cerdos y es más, nos garantizan la permanencia del barro que hocicaremos, y muy sueltitos de cuerpo hacemos el balance de las promesas y elegimos el que más nos descansa el vientre. ¡Hasta hacemos campaña! (En este campo, vemos la suerte del Némesis Caponnetto, hombre que por su especialidad ha cultivado la sensibilidad ante el fenómeno de la democracia y a los demás les resulta una especie de locura. ¡Cuando todavía le falta ver gran parte del monstruo! – pero no se preocupen, es capaz de escribir seis volúmenes más).
El entredicho que provoca el presente resulta ser por un articulito que se proponía a la reflexión de las familias y yo me mesaba los cabellos ¡es una putada! Pero se me contestaba con la sobria serenidad de que “es sólo un escrito, para analizar, con apertura y coraje, con serenidad…”. Y uno no sabe cómo decirle que están insultando a su madre, que se están cagando en su religión, que debe lavarse los ojos si lo leyó. Pero claro… resulta una exageración, porque se ha perdido la sensibilidad frente al insulto, frente a la blasfemia, la traición y la cobardía; y así como para el experto en pintura ver un cuadro de Picasso es literalmente un insulto que por estar al día tiene que soportar (sin exageración alguna, ya que el mismo Picasso lo decía expresamente); como se ríe Tinelli de meterte un culo en la cara y encima cobrarte y tienes que verlo para ser con los otros; como se ríe el candidato de que te miente en la jeta, de que sabes que es mentira y de que estás entrando en un juego perverso, pero tienes que estar porque es tu “polis”; como se ríe la gorda deforme que toma sol en la playa porque sabe que luchas entre vomitar y fornicarla. Pero tienes que estar porque si no hay no hay más mar para ti; así siente quién tiene que leer estas babosas deformaciones de la cobarde retirada de nuestra fe. Hay que resistirse a verlas, a todas.
Puedo ser mucho más asfixiante que esto. Y será porque Aidos me abofetea que me convierto en Némesis. Y ya muchos me lo han dicho.
Cuando mi hermano recorría en su obra las teorías del modernismo vaticano, cada tanto pedía perdón por explicarlas, avisaba que iba a repetir una blasfemia y lo hacía con culpa y con un evidente asco. No se trata de un diálogo sereno. Se trata de “sentir” en su enormidad la apostasía. Cuando Calmel analizaba las teorías políticas seminaturalistas (semipelagianas) que expresaban los pensadores que hoy tenemos por ortodoxos, las calificaba no de naturalistas, sino de “contranaturales” y ya profetizaba que producirían esta ola de homosexualidad.
De esta asfixia que los tiempos deben ser para todo católico que se precia de serlo, hay dos formas de salir (y una última reservada para unos pocos): la ingenuidad y el apartamiento. O una ingenuidad infantil que nos haga ciegos ante el mal que nos rodea y que justifique todos los tratos equívocos a los que estamos expuestos, pero para la cual se necesita una inocencia verdadera y genuina, el “ser como niños” evangélico, y no resulta justificable la sola imbecilidad autoinducida. O para aquellos que hemos perdido esa inocencia y carecemos de gran virtud, el apartarse del monstruo, el sentir la vergüenza y la indignación de este tiempo. La tercera, quizá la única real, es la santidad, ¡pero me queda tan lejos!
Ahora bien, ¿esto significa ser un amargado permanente? Para nada, desde el poder subir al Altar de Dios, “del Dios que alegra mi corazón”, hasta la vida retirada del eremita urbano, junto a su familia buena, sus libros buenos, sus imágenes bellas, los paisajes que hablan de Dios (sin gordas en tarlipes), la vida está llena de consuelos y alegrías. No de contento. ¿Y qué hacemos por los otros? Pues mostrar la salida, buscar el Reino de Dios y esperar las añadiduras; laburando en lo que nos toca, llenando la buena mesa.
Y ¿qué hago con todas estas fuerzas que siento, con este anhelo de empresas, o con este bello cuerpo –dirán otros- o con este don de escribir (si no hay editoriales), o con este don de construir si no hay obras, o con el don de palabra si no hay auditorios? Puedo contestar de dos maneras, la abrupta (te lo pierdes por el…) o la buena, pues lo llevas al Altar, y los ofreces junto a ese Cuerpo y esa Sangre humanamente desperdiciada del más Justo, del más Donado, del más capacitado para la acción y el comando, del más perito para las artes, del más elocuente, del más sabio y del más Santo. (¡Cómo podría haber cantado! Y nunca cantó). Y una vez llevados, espera que los Ángeles lo suban con el incienso hasta el Trono Divino y allí se verá que hacen con todo eso que “crees” que tienes.
¡De vuelta con el pietismo!... No y no. ¡Te vuelve! Te lo dice un viejo que se encontró con resultados que nunca hubiera esperado y que le llenan la vida al punto de avergonzarse de tener tanto. Temeroso de perderlo como Job.
Yo mismo me arrepiento muchas veces de esta vocación de Némesis, sobre todo por no ser santo y que no se me note el amor sino el espanto, pero espero llegar un día ¡hay temeridad! A poder decir como Aquel apartado por el mundo y luego de que las masas y los compatriotas se hubieron retirado y lo hayan traicionado: “Señor, no he perdido a ninguno (de estos poquitos) que me diste”, y espero que todo lo escrito se pierda en un apagón cibernético y se vaya al cuerno.