Según lo señalara en el artículo publicado exactamente un año atrás (Legales) -a su lectura remito a quienes quieran sufrir mi basta prosa, mas sólo para conocer los fundamentos del presente y poder quitar a éste una extensión desmedida-, las autoridades eclesiásticas reconocieron paulatinamente, desde principios de este siglo, legitimidad al apostolado de los miembros de la congregación aludida, proceso que culminó en las postrimerías del 2015 con la concesión temporal de la jurisdicción ordinaria, derogando implícitamente las sanciones que aún los afectaban, excepción hecha de los obispos que, con el levantamiento de las excomuniones, quedaron en esa oportunidad eximidos de toda pena; la decisión dada a conocer el pasado 21 de noviembre otorga a la adoptada el año pasado carácter definitivo y retrotrae a ese momento la regularización proclamada.
No es, ciertamente, que los sacerdotes de la FSSPX estuviesen impedidos de ejercer en derecho su ministerio sino que, actuando de tal manera, la autoridad romana los despojó de toda tacha, reparando una injusticia de cuatro décadas de duración y que, por lo demás, permite exponerlos a la multitud de los fieles en su condición eminente de verdaderos sacerdotes de Cristo.
Dicha solución puede ser, momentáneamente y hasta que los tiempos mejoren -o al menos aclaren-, la más conveniente para la hermandad, pues a través de un acto inconsulto, sin demanda alguna, la majestad concluyó el desgraciado proceso que puso en entredicho a la obra de mayor excelencia suscitada en la Iglesia del post-concilio.
Esta forma de manejar la cuestión ha sido entendida, previéndola en un caso y explicándola en el otro, como el procedimiento usado por la Santa Sede para resolver el problema: Mons. Alfonso de Galarreta, a principios de este año, insinuaba que el reconocimiento que el papa haría de la Fraternidad sería unilateral, "más bien por vía de los hechos que por una vía de derecho o legal, canónico" (conferencia en Bailly, pronunciada el 17 de enero pasado) y el profesor Roberto de Mattei, recientemente, sostuvo que al haber corregido el sumo pontífice "el principal factor de irregularidad en la fraternidad que fundó Mons. Lefebvre (la validez de las confesiones) ... no se entiende qué necesidad pueda haber de un acuerdo ... dado que la postura de los mencionados sacerdotes está de hecho regularizada y que los problemas que aún están sobre el tapete, como salta a la vista, son de escaso interés para" el santo padre (PCI, que 28/11/16).
Coincidentemente con dicha interpretación, Mons. Fellay, en una entrevista publicada en el mes de marzo pasado, entendió que la concesión de la jurisdicción ordinaria implica, por ese mero hecho, la supresión de toda censura. Es más: en Nueva Zelandia, en el mes de agosto, presentó como elemento que abona la regularidad que Roma reconoce ahora a los sacerdotes de la FSSPX, el documento en su poder habilitándola para ordenar sin requerir la autorización del ordinario del lugar, circunstancia ésta que tiene dos consecuencias: la primera, que el permiso otorga a los ordenados la facultad de ejercer la plenitud del ministerio y la segunda, que le reconoce dimensión universal, negada en sus orígenes. Citó, por otra parte, la intervención de Roma en el trámite por el cual el Estado argentino registró al instituto como congregación católica.
Precisada mi tesis, dicho esto con osada presunción, me permito esbozar una conclusión conexa a lo expuesto. Ella es, que en esta época de marcados claroscuros -y en la que prevalecen, ciertamente, los obscuros-, la rehabilitación de los fieles sacerdotes lefebvristas tiene un valor simbólico. ¿Por qué? La afirmación demanda un párrafo aparte, o quizás dos. Apelo una vez más a la paciencia de los lectores.
No podemos pasar por alto que el hecho exaltado ha sido dispuesto por medio de un documento que guarda las líneas principales de este pontificado, calificándolo con benevolencia de confuso, pues, más allá de sus dichos, lo que por sus enunciaciones permite decir a los medios de prensa, produce como resultado la destrucción pública de la moral católica, que era lo poco que nos quedaba después de la liquidación de la teología y la liturgia operada desde el último concilio.
Sin embargo, quizás sin plena conciencia de las derivaciones a las que dé lugar su decisión, ha puesto oficialmente en juego a la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, con una trayectoria que la ubica como motor de cualquier reacción genuina que pueda darse y, en tal carácter, en condiciones de auxiliar a los cardenales y obispos hoy resistentes -si aciertan a emprender dicha tarea-, quienes parecieran comprender las razones del santo prelado francés cuando, a través de su último servicio a la Iglesia y la sola compañía episcopal de Mons. Antonio de Castro Mayer, plantó los cimientos de la necesaria y anhelada restauración.
Como reza la antigua canción carlista: Ánimo pues...