Augusto, señor del mundo, había ordenado un censo general y preparó así, sin saberlo, el cumplimiento de las profecías; María y José debieron trasladarse a Belén.
Carentes de un techo hospitalario, se retiraron a una gruta que albergaba a un buey. ¡Allí fue donde nació el verdadero Señor del mundo!.
Envuelto en pobres pañales y acostado en un pesebre de piedra sobre un poco de paja, no fue calentado sino por el amor materno y paterno y por el aliento del buey de los pastores y el asno de los pobres viajeros.
A estos homenajes se asoció toda la creación espiritual y material: los ángeles del cielo anunciaron al Salvador, primero al pueblo de Dios y a los humildes en la persona de los pastores, que acudieron a la gruta; después, una estrella misteriosa llevó a ella a los magos, primicias de la gentilidad y de los grandes.
Toda la tierra estaba entonces convidada a entrar en el divino redil.
¡Gloria a Dios y paz a los hombres!.
Es el deseo de Argentinidad para todos.
María dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la hostería. (San Lucas 2,7).