De herejías y boberías

Enviado por Esteban Falcionelli en Jue, 31/01/2008 - 7:12pm

Escribe Rubén Calderón Bouchet

Estamos muy lejos de Francia, pero de vez en cuando llega hasta nosotros alguna nota de sus curas más a la page, y que es usada de inmediato por alguno de nuestros frailecitos de barba que predica en mangas de camisa a un centenar de muchachos y muchachas que se sacuden al son de una guitarra.

Hace un tiempo, uno de ellos, muy avispado y al tanto de lo que se cocina en París, culpaba a ciertos católicos de estar todavía bajo la influencia del tomismo, que ha esterilizado la búsqueda filosófica y teológica y ha tratado de encerrar a la Iglesia en una Bastilla sin ventanas a la historia.

Los dogmas –aseguraba- han sido creados en un momento de la historia de la Iglesia para responder a ciertas necesidades impuestas por el tiempo y el lugar. Así la confesión apareció en los comienzos de la cristiandad, pero el psicoanálisis la ha hecho innecesaria y obsoleta. También la inmortalidad del alma que no está mencionada para nada en el Credo pudo, en un momento determinado de la historia, tener una cierta importancia, pero como carece de toda base científica resulta absolutamente incongruente predicarla en los nuevos catecismos como si fuera una verdad de fe. A estas manifestaciones claras de su heterodoxia progresista sucedió una ardiente apología del creyente laico al que otorgó, como en su fecha Lutero, todos los carismas del sacerdocio, del profeta y hasta del rey.
Los jóvenes asistentes lo obligaron a una corta pausa, pues sintieron la necesidad de agitarse, conmovidos por el otorgamiento de todos aquellos dones que evitaría, de ser llevados a la práctica, la molesta disciplina de los seminarios y el uso innoble de alguna sotana apolillada.
Concluyó su discurso con una nutrida apología de la libertad religiosa y como había entre los asistentes un par de figuras que parecían reprobar sus conceptos, se dirigió a los tradicionalistas asegurándoles que ellos no tenían el total monopolio de la estupidez y que, al fin de cuentas, si no exageraban sus principios podían salvarse como cualquier otro creyente de cualquiera otra religión.
Este generoso deseo, lejos de aquietar los ánimos de los intransigentes, provocó una serie de preguntas y observaciones que auspiciaron un diálogo algo subido de tono y que no siempre el orador, a pesar de su serena ecuanimidad, pudo mantener en los límites del respeto. Uno de los observantes adujo que si el alma no fuera inmortal a qué diablos menciona el Credo la “vida perdurable”. En cuanto a la confesión, le recordó las palabras de Cristo: “Los pecados les serán perdonados a todos aquellos a quienes perdonéis”.
Lo que siguió ya no es narrable porque todos se habían salido un poco de las casillas y los seguidores del buen religioso estimaron que debían sacar a los intrusos a patadas y pusieron manos y pies a la obra, de manera que muchas objeciones quedaron latentes en el ánimo de los viejos católicos.
Como viejo y muy sordo que soy, no asisto a las conferencias, pero uno de los expulsados de la reunión que había ligado algunas patadas y todavía masticaba su rencor me informó con todos los detalles lo que había dicho el curita y como se trataba de un muchacho echado a perder por las lecturas de Castellani y de Meinvielle y acaso algún libro mío leído sin la luz del Concilio, me dijo que el buen religioso criticó a los Papas que no habían sabido acoger las ideas liberales, ni comprender los progresos implícitos en la Revolución Francesa.
Por esa razón no entendieron la democracia ni el carácter evangélico que emanaba de ella. Por supuesto, entre esos Papas abominables se encontraba, en lugar de privilegio, la figura de San Pío X, cuya santidad proclamada por el Magisterio, no impresionaba demasiado a nuestro religioso, que debía considerarla un error atribuible a la época.