La partidocrática complicidad

Enviado por Esteban Falcionelli en Dom, 10/08/2008 - 8:10pm



Cuando en 1973 la partidocracia íntegra reunida en el Congreso Nacional como mandataria de la soberanía del Pueblo, tuvo a bien disponer que su primer acto legislativo consistiera en amnistiar a los delincuentes subversivos que venían de incendiar al país, no sólo realimentó al terrorismo del modo más eficaz. Hizo algo más y, si cabe, más grave y repugnante: le dio status político al marxismo armado, le concedió o, mejor dicho, le ensanchó un espacio en el interior del cuerpo social de la Nación del que antes carecía. Es decir, le proporcionó al terrorismo el instrumento, el método y el elemento que le son indispensables para su triunfo, según la enseñanza de Mao.




A partir de la sanción de aquella ley de amnistía, por la cual esos homicidas sin inhibiciones retornaron al seno de un país al que habrían de ensangrentar como en una guerra civil, la Revolución dispuso de un principio de legitimidad. Esto es esencial, fundamental, inapreciable para la subversión, tanto política como dialéctica, sociológica y éticamente. Todo su esfuerzo inicial se dirige y se concentra en erigir un rudimento y una parodia de legitimidad, al lado y paralela a la establecida. Se trata, claro, de la legitimidad revolucionaria desde la cual reclamará el apoyo y la colaboración del ciudadano común que no entiende qué está pasando ni de qué se trata, pero que vislumbra que junto al Estado en el que nació y al que conoce, se está desarrollando otro que también le ofrece o le puede ofrecer lo que busca en su vida dentro de un poder: la seguridad y, quizá, la paz. En todo caso, a partir de esa vuelta de tuerca el enfrentamiento armado se le aparece como una lucha entre dos poderes más o menos igualmente legítimos.




De esta manera, al contar la guerrilla montonera -con una usina de alimentación en Cuba y con su epicentro en Moscú- con un verdadero “bill” de indemnidad consiguió, como en un monstruoso golpe de yudo, todo el poder ejemplificador y paradigmático que otorga la autoridad. En otras palabras, los legisladores de 1973 -que, nombre más, nombre menos, son los mismos que luego del 30 de octubre de 1983 se abalanzaron sobre sus bancas- incorporaron al terrorismo a la convivencia nacional. Entonces se produjo la alteración más profunda y repentina de los valores tradicionales de la Argentina; entonces se supo que se podía matar y vejar para hacer política, y que la vesania era una forma admitida de ella.




Pero los diputados y los senadores de todos los sectores dieron todavía un paso más, que habría de completar y de culminar al anterior porque disolvieron el tribunal creado para juzgar a los terroristas; esto es, destruyeron simultáneamente el margen y el marco de legitimidad en el que la violencia marxista estaba siendo combatida. El Estado, al tiempo que declinaba su autoridad y que accedía a compartir su legitimidad, disolvía la propia, se cerraba todas las vías de solución y arrastraba al problema de la subversión a un callejón sin salida. Todo el desafío recaía a partir de entonces sobre las Fuerzas Armadas porque el Estado de Derecho se había rendido y abandonado sus obligaciones. Todo se tornaba irracional.




En 1983 la historia se volvió trágicamente recurrente. Los que perdonaron contra derecho y equidad una década atrás, se encargaron también de demoler, golpe a golpe, el aparato montado precipitadamente para defenderse de los bárbaros y ocupar el vacío dejado por la autoridad que se había subsumido en sí misma y disuelto por propia decisión. No sólo no se mostraron arrepentidos de sus equivocaciones ni de sus concesiones ni alarmados entre las consecuencias de unas y otras, sino que parecieron dispuestos a reincidir en los yerros y en las traiciones. Pecaron contra el espíritu al cerrar los ojos a su luz, puesto que no se podía esperar un resultado distinto al que se había producido diez años antes, con el incremento demencial de la ola de terror hasta llegar al desgobierno. Una vez más, pues, la partidocracia argentina optó por la complicidad con la Revolución nihilista, con cuya presencia y ante cuya vista la vida política se hace imposible y la ciudad irrespirable.




Por supuesto, cualquiera sea el resultado de sus esfuerzos para destruir la represión (a la que odian no por sus abusos sino sus usos), su culpa permanece y es inmemorial. Ayer liberaron las energías de la locura, del odio, del mal y de la irracionalidad; hoy anulan, amenazan y neutralizan las fuerzas que -con sus excesos y sus yerros y a pesar de ellos- lucharon y lucharán para que la Patria no se hunda en la anarquía contemporánea. Una anarquía de la que los guerrilleros son sus soldados y esos políticos sus abogados.




Nota: No, este Editorial no fue escrito hace quince minutos. Pertenece a “Cabildo”, pero de la segunda época, del año… 1983.