La estafa del americanismo

Enviado por Esteban Falcionelli en Jue, 25/09/2008 - 6:00pm




En algún diario de Enero me encontré con la noticia de que Benedicto XVI, preparando la conmemoración del día de los Medios de Comunicación, les marcaba a estos algunos aspectos negativos que debían corregir en el futuro; sin embargo los felicitaba por el papel preponderante que habían tenido en la instauración y sostenimiento de la democracia en el mundo. Salute.




Para mi gusto encontraba muy tímida la celebración, ya que la democracia que ponderaba tan conceptuosamente el Papa sólo existe en los medios y por los medios, es decir que estos son algo más que sus “colaboradores” efectivos; son -en lenguaje moderno- el soporte técnico de una creación virtual y publicitaria. En suma, ellos SON la democracia (síntesis político-mediático, dirá Tomislav Sunic), y como ella misma, siempre se encuentran dentro de un proceso de conformación hacia el futuro que hace perdonables algunos aspectos faltantes, que por supuesto el Papa señala esperando con optimismo dentro de su línea historicista progresista. Resultaría a todas luces pedante señalarle al Santo Padre que el aspecto faltante más llamativo es que la democracia no existe. Como siempre el problema es la realidad. Pero ese asunto ha dejado de tener relevancia desde que tampoco existe un lenguaje capaz de reflejarla.




Al mismo tiempo me encontraba con el artículo del Padre Iscara, que desmenuzaba el proceso de introducción del Americanismo dentro del Concilio Vaticano II, y que señalaba esa contundencia pragmática que posee el argumento del éxito material. Aquellos norteamericanos que arremetían ingenuamente contra la tradición con la tranquilidad de representar un modelo que había “efectivamente” aportado al hombre, junto con la libertad, el progreso material.




Seamos sinceros… si realmente alguien descubre la forma de dejar de sufrir nuestra condición material -o gran parte de ella-, y aún más, logra delimitar el sufrimiento espiritual por fuera de la línea psicosomática -que atiende cada vez con mayor éxito el psiquiatra y el prozac- demostrando por fin que el rango cuantitativo estadístico de lo espiritual como fenómeno existencial es ínfimo: merece sin más detentar el poder del mundo. Y lo que digo lo digo sin ironía.




Que tire la primera piedra aquel que no desee con fervor esto para si mismo, para sus hijos y para toda su descendencia. Quién no siente la enorme felicidad de poder viajar -libre de síntomas patológicos y casi joven- en un confortable avión por sobre una veintena de países civilizados y pacíficos para ver antes del crepúsculo las bellezas de Europa? Si realmente el Demonio en persona viniera a ofrecernos esto, habría que serenamente sentarse a escucharlo con los oídos bien abiertos. Es una oferta irrechazable, y no me vengan con la tilinguería del filisteísmo cuando el tipo te saca de un cáncer o te arregla la columna vertebral. Sólo un loco puede decir que no y sólo un dios sádico puede obligarnos a decir que no. Bienestar, paz, farmacopea, lujo, vacaciones… ¿abandonados en el altar de una discusión bizantina sobre el 1 % de nuestra problemática existencial?.




En el caso del Vaticano II, un montón de buenos tipos, propia tropa, del bando más conservador, insospechables del punto de vista doctrinario y rectísimos en sus intensiones, venían a dar testimonio a sus pares del éxito del sistema. No era cuento, eso se traducía en dólares que regaban la obra de la Iglesia y anunciaban enormes frutos (más allá de que no faltaba mucho para que se los birlen con el Banco Ambrosiano). La misma Europa que renacía de sus cenizas comenzaba a experimentar el bienestar capitalista. No era cuestión de doctrinas. Era la multiplicación de los panes y los peces. Era la misericordia divina que por fin se apiadaba del hombre. En medio de esa legítima bonanza, la Iglesia debía disputar su cuestión religiosa, que si era verdad -o por lo menos un buen producto- no debía temer la competencia. Lo que resultaba inaceptable era romper con palabras destempladas (“hate speech”) la cristalina paz que desde el País Americano se derrama hacia el Mundo protegida por la Primera Enmienda.




Qué derribó el muro? Que terminó con el monstruo comunista? El modo de vida americano, sin duda. Fue un proceso de conversión al americanismo. ¿o no?. Bush y la Hilary se encuentran rodeados de viejos trosztkistas y tiistas. La Europa del este reconoce en el americanismo -corrigiendo cierto “capitalismo salvaje”- las mejores puestas del comunismo.




En fin, lo que quiero decirles lisa y llanamente, despojados de toda la retórica sufriente e hipócrita de las minorías mimosamente toleradas y aceptando cada uno de nosotros con sinceridad el apego indeclinable que tenemos hacia los adelantos materiales y el confort que hace a nuestras vidas modernas; que si el americanismo ha producido un sistema que asegura el bienestar material para la humanidad, pues resulta irresistible y sin ninguna duda debe ser adoptado por todas las naciones. Sólo dentro de su sistema puede jugar la religión, ya sea con el objeto de aportar espiritualidad al producto o de que la veamos desde una perspectiva encaminada a preparar una vida posterior sin meterse mucho en la presente. Sin lugar a dudas no es la ética ni la política cristiana “el manual de manejo” de este ser en su condición terrena, sino la democracia norteamericana. No podemos espiritualizar a tal punto la finalidad de la política como para desechar la solución material evidente. Primo mangiare era un asunto tenido en cuenta aún por los Diez Mandamientos, pero finalmente resultaron más prácticas la enmiendas constitucionales norteamericanas y el sistema capitalista.




De la única manera que podemos enfrentar esta fuerza irresistible de los hechos… es demostrando que no son hechos. Que toda esa contundencia material que se nos pone frente a nuestras narices… es mentira. Es un montaje. Es un fraude que transcurre ese momento glorioso en que comienzas a morder la carnada, en que gozas de la ventaja que te permite por un rato el estafador como aliciente. Ese momento sublime que disfruta plenamente el ingenuo, pero también aún el astuto - que a pesar de saber el engaño confía en un providencial golpe de timón -y más aún, el desesperado y el pesimista, que sabe agridulcemente que está gozando de su último deseo. Ese momento que estamos disfrutando todos -cada uno a nuestra manera- pero del que algunos dicen que anuncia la más funesta de las tormentas. Sin embargo y releyendo estas últimas palabras ominosas, caigo en cuenta que el engaño es reversible, tiene un plan B.




Simone Weil decía que el espíritu tiene necesidad de nutrirse de “verdad” como el cuerpo de pan, sino muere. Muy lindo… pero no muere -sino sería fácil- se retuerce, se niega a si mismo y en sí mismo y se convierte en un tumor que se nutre de mentira, que necesita de la mentira para vivir eternamente en un infierno. El chiste del grafitti “queremos promesas no realidades” es cierto; nuestra secreta esperanza es durar menos que nuestras mentiras; lo que deseamos son “grandes” mentiras. Y el deseo de querer mentiras y no realidades surge del miedo -del miedo a la realidad- realidad que bajo un mínimo análisis provoca el anuncio de esas “tormentas funestas” que vemos venir los lúcidos y que asolarán la tierra. Son la contrapartida necesaria de no haber logrado la quimera que propone la utopía. En esta coyuntura de hierro se debate el hombre de hoy.




La mentira y el miedo. Ya sea porque veas en la tecnología desarrollada por este pueblo laborioso un presente de maravillas y un futuro promisorio, o ya sea que junto a Greenpeace veas venir el colapso evidente que provoca el hiperconsumo enloquecido y sientas el terror del cambio climático. La solución en ambos casos sólo se te ocurre -y se te propone- tecnológica. Y esa tecnología la tienen ellos (es el argumento de todas las películas de catástrofes). Resulta curioso al leer la biografía de un terrorista chileno venido a escritor -un tal Sepúlveda- condenado a 15 años con Pinochet y salvado por Amnesty Internacional; como retiro de los secuestros y asesinatos se convirtió en activista de Greenpeace; una manera de continuar en el oficio -con menor riesgo- cuando se ha llegado a una edad provecta.




Hablando entre nosotros… no hace falta recordar que la línea de conducta a seguir viene dada por la práctica de la vieja doctrina de la virtudes cardinales sumada a la piedad religiosa del cristianismo y sus virtudes teologales; todo dentro de un marco de realismo donde no cabe temer tanto ni esperar tanto como para que se nos haga insoportable la Verdad (insoportable es el verdadero término que describe el sentimiento que le causa Cristo al mundo cristiano actual).


Pero volvamos al tema que nos ocupa. Como es posible que todo este bienestar que experimentamos sea una mentira? Lo tocamos y lo sentimos. No es acaso lo mío un exceso retórico y espiritualista -maniqueo quizás- de negar lo obvio?. Lo cierto es que estamos materialmente mucho mejor y desde el santo hasta el monstruo agradecemos los adelantos de la medicina, un buen aire acondicionado, los viajes en Jet, el Internet y el bidet de chorro.




Quien dijera que todo esto está mal, o es loco o es hipócrita, ya que lo dice desde la comodidad de su uso. Sin embargo, no se nos termina de ir una oscura sensación de que algo está mal en todo esto. De que tener todo esto conlleva una carga de perversión y de que toda la literatura de autoestima -yo me lo merezco- no alcanza a borrarla.




Volvamos a lo nuestro. La única manera de no darles la razón es acusarlos de estafa. Lo cierto es que Cristo no rechazó la tentación del demonio porque la oferta fuera mala, sino porque era mentira. No era una venta, era un fraude. El demonio podía hacer la oferta y hasta podía darnos la impresión de que la cumplía, pero no podía cumplir. En una novela de Romain Gary (El devorador de estrellas), el muñeco de un ventrílocuo -Ole Jensen- se burla de una serie de personajes que persiguen el éxito y para ello se disponen a un trato con Satanás: “…La verdad sobre Fausto, mi querido señor, no es precisamente que le haya vendido el alma al diablo. Esto sólo es una mentira tranquilizadora. La verdad sobre el buen Fausto y sobre todos los que nos afanamos tanto, es que no existe un diablo que nos compre el alma … Todos son farsantes. Nada más que impostores, defraudadores, vulgares simuladores. Siempre prometen, pero no pueden cumplir. No tienen verdadero talento. Esa es mi tragedia como artista, mi buen señor. Eso está destrozando mi pequeño corazón”.




Este bienestar material es igualmente falso, está montado sobre una economía desquiciada de derroche y sensualismo que ha llevado al mundo material al borde del colapso y el default, sostenido a fuerza de guerras y de un estado permanente de mutuo pillaje entre los continentes, los países y las personas; fundando las fortunas de unos sobre las quiebras de los otros en una especie de círculo vicioso que se restringe en forma acelerada por ser cada vez más extremos los extremos. De mantener este fraude se trataba la segunda guerra. Se combatía contra los que querían trabajar en serio y preferían el hierro a las finanzas (con sus consiguientes problemas, dirán algunos, pero reservo el beneficio de la duda).




Nuestro bienestar es un momento, un “taiming”, mientras los palos del malabarista están en el aire. Mientras la plata del préstamo se está gastando. Y el calentamiento global, el descalabro ecológico y el horror económico de un mundo que ha despilfarrado en una noche todo su capital, es cierto, no vayan a creer ni por un momento que es mentira. Lo que no debe es darnos miedo. Esta locura de la rentabilidad está acelerando el fin de una manera geométrica, lo cual no es nada nuevo.




En lo personal y para nuestras casas, se dice que nuestros hijos padecen de un mal llamado “mucho demasiado pronto”, ¡qué mal!; igualmente hay un mundo que padece de “mucho demasiado rápido” ¡qué mal!; … sin embargo y aunque la palabra mucho y demasiado tienen una connotación ética negativa, no por eso dejan de ser tranquilizadoras. Los problemas de tener demasiado producen sesudas reflexiones entre eructos, pero no hacen crujir la panza. Lo que no debemos olvidar es el hecho “posmoderno” de que también es para “demasiados pocos”, y aquí la palabra poco nos comienza a inquietar. El decursus honorum que nos presenta el siglo para participar de esta exclusiva fiesta ya pasa del tono de los codazos y piquetes de ojo decimonónicos a fin de conseguir lugar; se trata de convertirnos en dementes ladrones y homicidas seriales. Es para muy pocos, muy capaces y muy malos. Y lo peor es que aún con ellos, el demonio fallará el trato. Lo mismo los espera -como a los otros- el fracaso, el resentimiento y el odio. Al final… en eso de irse al infierno, siempre han tenido razón los perezosos.




Evocando las guerras del siglo veinte, Bernanós se preguntaba porqué las máquinas inventadas por el hombre se transforman, en uno u otro momento, en máquinas de matar. “Será que la máquina no es otra cosa que la proyección técnica de la intensión del hombre que la construye y que esa intensión es simplemente homicida?”. La pregunta que debemos hacernos es si estaremos -nosotros o nuestros hijos- entre esos pocos. Si seremos lo suficientemente capacitados y lo suficientemente malos para lograrlo o pasaremos a engrosar la filas de los desocupados, de los hombres de más, pensados como un costo social del sistema. La amenaza es terrorífica y su sola mención nos para los pelos de punta. ¡irremediablemente pobres!.




No vayan a creer ni por un momento que la capacitación exigida es la del trabajo honrado con el cual uno no será jamás rico -para nada- se trata del trabajo “creativo”, es decir de una serie de operaciones mentales abstractas realizadas en una oficina, preferiblemente con la ayuda de computadoras y no en la burda producción de bienes.




Actividad basada en buscar la forma de que el circulante se encamine al propio bolsillo mediante la explotación de la simpleza, necesidad o estulticia del prójimo, sin dejar de lado el cada vez más frecuente uso directo de la violencia en sus formas más solapadas y refinadas. (El fenómeno de lo enorme violencia oculta en los tratos cotidianos y negociales es pintado por el cineasta Quentin Tarantino en varias de sus películas, en las que de la manera más disparatada los asuntos cotidianos se discuten con ríos de sangre en luchas de kung fu y metrallas de pistoleros).




Las clases pensantes, preparadas para esta guerra de astucia, son separadas del aspecto físico de la vida que escapa al control de la estrategia y hace riesgosas las ganancias. El control es la obsesión. El aislamiento contra el riesgo y la contingencia -aún de la misma adversidad natural de la vida mediante la evitación de las tendencias vitales del matrimonio y la procreación- no sólo los ha separado del mundo común sino de la misma realidad. El mundo del trabajo es un mundo divorciado de la realidad y montado sobre la farsa y la trampa. El vértigo emotivo sólo se practica como deporte y se disfruta en la medida que sea ficticio y con una ambulancia a mano. (A modo de curiosidad y a fin de demostrar que nada grande surge de este espíritu fraudulento, simulador y cobarde, es bueno recordar aquellas epopeyas históricas enormemente productivas y realizadas desde la sola bravura, el coraje y el riesgo hasta límites vertiginosos, como fue la misma conquista de América). La tan mentada inseguridad de la época es un cuco para pobres. Está bastante bien controlada si tienes con qué y por último, recuerda como le iba al hombre en otras épocas. Sin duda la mitad de mis hijos ya estarían muertos o deformes si no existiera la medicina de hoy, y sólo con muy mala suerte serán victimas de la violencia.




El único temor real es vernos a nosotros o a nuestros hijos lanzados al basurero del desempleo y la casita de la ayuda social, y este sí resulta probable toda vez que educados para el timo, si llegamos a andar perezosos, faltos de malicia y de talento, habrás llegado a la edad madura -cuando ya no paga tu padre- sin saber hacer nada de verdad. Sin tener oficio. Ezra Paound decía … “aprenden las trampas del oficio pero no el oficio”.




Volviendo al principio, esta mentira evidente -llevada a escala- necesita al socio mediático que propala a través de una palabra falsa, vacía de toda sustancia y reducida a su capacidad casi pavloviana de suscitar reflejos, el testimonio permanente de la existencia de lo que no existe. Pongamos como ejemplo aquella frase del Papa que citamos al principio. “Felicito a los medios por el aporte realizado a favor de la instauración y sostenimiento de la democracia en el mundo”. Si el Papa habla de ella es porque existe, qué mejor testigo.




Y si habla de los medios en sentido positivo, pues lo mismo… No es una simple mentira; es una funesta complicidad momentánea en una enorme mentira en la que se pierde uno de los bienes más preciados del hombre y en especial de la Iglesia; la palabra como acto testimonial de la verdad, como acto de fe. "Es así como la palabra falsa suscita un mundo paralelo; el poder onomatúrgico - propio de la palabra- viene aquí a servir para crear una vasta ilusión retórica que las gentes toman de aquello que dicen y entienden, aún cuando la realidad que viven (que sufren) contradice cada palabra que ellos entienden o pronuncian". (Es el “discurso”, como se ha dado en llamar después de Foucault).




Palabra de falsedad que se nos cuela cada día aún en los ámbitos más inesperados y a través de modas en principio insospechables, como -entre otros y al sólo efecto de ejemplo- ese fatigante discurso vitalista cristingo de “la vida”, “la actividad pro vida”, “las fuerzas de la vida”, “el derecho a la vida”, “la cultura de la vida contra la cultura de la muerte”, etc.. De qué corno están hablando con este culto a la vida? Yo entiendo cuando Cristo dice “yo soy la Vida” y se señala así mismo. Pero estas frases que citamos… son entendidas por la gente en sentido Crístico? O en el fondo todos sabemos que la gente entiende el asunto como una exaltación de la vida no en su dimensión teologal, sino más bien en su condición biológica, terrenal y contingente, es decir en lo que tiene ella de más material. No se nos oculta que los cristianos, con mejores o peores intenciones, jugamos con el malentendido para llevar agua al molino del antiaborto u otras luchas loables. Pero no es acaso más importante el preservar el valor de la palabra que la vida misma? Por otra parte, no es la muerte parte de nuestra cultura… y de los asuntos humanos uno de los más importantes a considerar? No es este discurso diluyente del aspecto positivo que implica la palabra muerte y con él, diluyente de esa realidad que se trata de escamotear por medio de eufemismos “que hacen -al rugir de Bernanos- de la agonía una simple indisposicisión”?.




El modo de vida americano, lejos de ser una muestra del bienestar material, es una canallada. Cada lujo que se goza tiene como contrapartida -no muy lejos de nuestro patio- una infinidad de miseria. Cuando los vemos salvar un niño de cáncer cerebral, vemos morir millones de diarrea. Estamos fundiendo a nuestros nietos para pasear a la rubia tarada en coche.




El Padre Iscara nos señalaba la evidente contradicción filosófica y teológica que este modo de vida americano le presenta al cristiano en sus valores pluralistas; esa enorme contradicción que los Obispos y Cardenales norteamericanos dejaban de percibir… pero yo voy más abajo. El mundo aristocrático del pensamiento tradicional y aún el mundo fascista, percibía esa contradicción en el nivel moral, en el cultural y en el visceral. Nosotros hemos dejado de percibirla. Los ingenuos, los astutos y los pesimistas. Y esto es grave. Es el destierro de toda nobleza… que mucho ya no importa. Lo que debe asustar es el pensar que esta astuta pirueta de payaso cruel que nos mantiene del lado “correcto” puede truncarse en fracaso. Cuando no hayamos dado a la mentira fabricada el aliento suficiente para saltar nuestra tumba y caerle a nuestros nietos… cuando por desgracia nos alcance… pues nos queda el último recurso, hacer el recuento de los aportes provisionales y hacernos socialistas. Después de todo, hay destinos turísticos de temporada baja. El infierno es uno de ellos.




Dardo Juan Calderon