San Agustín, enconsonancia con la visión bíblica, ha contemplado al hombre como una totalidaden tensión perfectiva que se manifiesta en sus múltiples dimensiones:intelectiva, racional, volitiva, emotiva o sentimental y corporal. Es la nociónbásica del “totus homo”: todo el hombre y todo en el hombre.
Con todo, esatotalidad no es pura dispersión sino que, antes al contrario, ella brota de unacompleta síntesis holística que trasunta la más acabada unidad psicosomáticapneumática, esto es, “pneuma” (espíritu), “psique” (alma) y “soma” (cuerpo) obien, como a veces decimos, la unión sustancial que desemboca en unaantropología realista fundada en el ser y que conlleva a la figuración del hombreconcreto tal como ha sido pensado por el Creador, pero operante en eltiempo histórico donde se ha consumado la dimensión trágica de su caídaoriginal.
Este hombre real eintegral no es otro que la persona humana tal como fuera definida por Boecio(s. VI d.C.) “sustancia individual de naturaleza racional” y dotada de librealbedrío, esto es, la convicción íntima y profunda de su libertad subjetiva quele permite escoger el bien que le perfecciona, mas también inclinarse al malque lo desintegra.
Desde el instantemismo de su concepción la persona humana se desarrolla en etapas que se iránplasmando y acoplando en dirección a un objetivo final no siempre alcanzado: laplenitud de la madurez. A partir de su nacimiento dichos ciclos graduales, máso menos intensos y significativos según los casos, son: la infancia, laadolescencia, la juventud, la madurez, la senectud (todos ellos magistralmentedescritos por Romano Guardini en “Las etapas de la vida”).
A medida que crecey se inserta en el tiempo emerge con mayor luminosidad el “misterio delhombre”, conforme la insuperable indagación del filósofo bávaro Theodor Haecker(“¿Qué es el hombre?”), eco de aquel Pascal que sintetizaba el “yo” humano enel acto interactivo de sus potencias: ver (inteligencia), querer (voluntad) ysentir (sentimientos).
En este planoaparece el “yo” como centro unitario de imputación y, por ello, síntesis de lapersonalidad.
El “hombre comomisterio” (cf. “El Cóndor” 15/08/2008) está, a su vez, colocado y forma tambiénparte de un orden mistérico (Emilio Komar), aquél determinado por la jerarquíaintegradora del ser.
El hombre, por lotanto, es persona por su participación ordenada y medida en la dimensióntrascendente de la divinidad (“el Absolutamente Otro”), que lo coloca porantonomasia en la esfera racional de las estructuras creadas y lo convoca o llama(la vocación) a un destino de infinita felicidad, absolutamente gratuito y que,por ende, se ofrece como un don, sin correlación en mérito alguno de carácterantecedente.
Para proyectarse aese fin el hombre crece (o debiera crecer) ininterrumpidamente: es el procesode maduración humana, que guarda una completa analogía con el que se cumple enla misma naturaleza biológica. Mas en él la maduración (cuando se opera) seopera de un modo singular por la acción simultánea y convergente de susfacultades superiores, particularmente, la intelectiva que da forma y nervioespecial a su mundo volitivo, afectivo y corporal.
El hombre no es un“animal racional” (Aristóteles) en el sentido de que es un “animal” + “algoracional”, sino que su racionalidad informa y planifica su totalidadpsicosomática por medio del espíritu.
Empero, este hombre(como se dijo) se ordena a una dirección que tiene por meta la adquisición devalores específicamente humanos. Tal el propósito genuino de toda verdaderaeducación que, como lo señala la etimología de la palabra, se propone “educir”o sacar (poner en acto) la “forma” humana (potencialmente presente en cadaser).
Dicha accióneducativa se da en grados sucesivos e integrativos que brotan del conocimientoy accionan sobre la voluntad, condicionados ambos por los afectos ysentimientos.
La madurez humanaes hija de la educación, pero entendida ésta no como mera instrucción ilustrada(“sarmientismo”), sino como introyección de los valores del orden objetivo dela realidad, según la actividad orientada de las potencias del alma humana.
Sin dicha actividadvalorativa no habrá jamás “madurez” auténtica y el legislador cuando legislesobre ella tendrá que recurrir a puras ficciones (legales) sin correlato con elser concreto del “carne y hueso” que, sin formación espiritual, ha quedadoajeno a sus abstrusos (y falsos) galimatías procesales.
Y el alma humanaestá vitalmente presente en el art. 34 inc. 1º del código penal de la Nación a través de sus dos verbostípicos que trasuntan sus dos facultades específicas: “comprender” (lacriminalidad), esto es, el entendimiento y “dirigir” (sus acciones), esto es,la voluntad.
Es, precisamente,en este contexto donde debe colocarse la culpabilidad (elemento subjetivo deldelito) como aspecto integrador de la acción típica. Esa culpabilidad que (enfrase brillante y verdaderamente científica de G. Maggiore) no es otra cosa que“la subjetivación de la antijuridicidad” ya que sin ella todo el ordennormativo (teórico) se queda en el mundo de las abstracciones ideales.
La ausencia odisminución del conocimiento (“defectus cogitationis”) conlleva a la ausencia odisminución de la culpabilidad y, asimismo, la falta o atenuación de la librevoluntad (“defectus libertatis”) provoca la alteración de la imputabilidad,entendida ésta como “la capacidad subjetiva para delinquir” (R.F.) quedesemboca en una imputación determinada.
La imputabilidad esel juicio universal y la imputación la atribución personal que exige ypresupone “la desobediencia consciente a la ley dada” (Francesco Carrara) y,por lo tanto, la madurez (en la esfera intelectual) y la libertad y concienciamoral (en la esfera volitiva).
Para que existaimputación y consiguiente culpabilidad (personal) es imprescindible en elsujeto maduro la intención (voluntas), según la clásica definición canónicadel dolo: “deliberata voluntas violandi legem”: intención deliberada detransgredir la ley) o el aforismo del Digesto: “in maleficiis, voluntasespectatur, non exitus” (se mira la intención no el resultado) quecoloca a la “voluntas” como eje regulador del reproche penal. (“No delinque elque quiere sino el que puede”, como antaño decían los jueces sabios yprudentes).
En punto a lamadurez de la intención se han establecido diversos sistemas de apreciación quepodrían reducirse a dos variables: el de las presunciones “iuris tantum” pormedio del cual ha de valorarse en cada caso la existencia de la imputación y,diríamos, el que se funda en una presunción “iure et de iure” (de plenoderecho) que, tal como lo establece el modelo argentino y europeo continental,fija una determinada edad como límite mínimo de “comprensión” del acto y“dirección” del mismo a un predeterminado y querido fin consciente, según lomás arriba indicado.
Nace así ladenominada inimputabilidad por la menor edad o incapacidad relativa de hecho,ya que se trata de suyo de la única incapacidad ordenada a la plena capacidadcivil, destacándose la interrelacionada analogía que vincula el nivel civil conel penal, como aristas de un único universo jurídico de raíz ontológica ymoral.
A esta limitaciónetaria se le suma (aunque no es del caso avanzar ahora) el principio derestricción entendido tanto como límite prudencial a las conductas típicas (ycomo tal es posible rastrearlo en la SumaTeológica de Tomás de Aquino (II-II q. 94), o bien comohermenéutica restringida de la ley penal y procesal-penal, conforme las pautasdel derecho canónico de cuño romanístico (canon 18 del código de derechocanónico: “las leyes que establecen alguna pena o coartan el libre ejercicio delos derechos… se deben interpretar estrictamente” y también canon 19 CIC de1917) y del cual es eco el precepto del art. 3º del código procesal en materiapenal de la provincia de Buenos Aires (ley 11.922): “toda disposición legal quecoarte la libertad personal, restrinja los derechos de la personas, limite elejercicio de un derecho… deberá ser interpretada restrictivamente”.
Cuando se habla,pues, de la presunta inmadurez de la menor edad ha de aludirse al hombre(niño-adolescente-joven) concreto que se determina en los parámetros históricosy que ha sido, en mayor o menor medida y con fruto más o menos eficaz, forjadopor la educación de la conciencia, en tanto ésta es reflejo de la captaciónintelectual de los valores y de su vivencia práctica en el ámbito de la vidapersonal, doméstica y social (política).
Déjese, por ende,de lado toda abstracción utópica e ideológica propia de los constructivismosdialécticos a la moda que principian por idealizar un modelo de género yfinalizan por degradar la condición naturalmente educativa del incapaz.
El “superiorinterés del niño” (Convención internacional de los derechos del niño,incorporada a la Constitución Nacionalen su artículo 75 inc. 22) no puede ser otro que su vocación intencional a laplena madurez de la que por el momento carece y, por ello, aún siendo titularde múltiples derechos está sujeto, para su ejercicio, a la acción de ayos y tutores,según gráfica y metafóricamente lo describe el mismo san Pablo en Gálatas 4,1-7.
La ley nacional26.661 y la provincial 13.634 al dar por superada la “protección asistencial”en materia de la menor edad han derogado el “patronato estatal” (inaugurado porla ley Agote 10.903) pero, y no inadvertidamente, han socavado el principiotuitivo que debe gobernar las diversas etapas evolutivas de la niñez yadolescencia ya que para ello existen el instituto natural de la patriapotestad y la representación promiscua del ministerio pupilar introducido,entre nosotros, por la experta sabiduría jurídica de Vélez Sársfield (art. 59del código civil).
Precisamente,porque la menor edad está en proceso de madurez se limita severamente laactividad criminalizadora de la ley y aún la que se mantiene se supedita afunciones orientadoras de naturaleza pedagógica. Tal la télesis de la ley nacional22.278 (t.o. ley 22.803) que regula el enjuiciamiento de los jóvenes de 16 a 18 años y la plenainimputabilidad de los menores de 16 años, en ambos casos con sometimiento alcorrespondiente tratamiento tutelar que, en la práctica viene a demostrar, porun lado, la fragilidad consustancial de la natura humana y, por el otro, elhabitual fracaso o la clamorosa ausencia de los proyectos educativos,embarcados más en los delirios de la fantasía (estilo Rousseau o Gramsci segúnlos gustos) que en el anclaje cabal en lo real.
La ley penal haagravado recientemente (ley 25.767/03) la conducta del autor cuando delinquecon incapaces (art. 41 quáter CPN). Manifestamos, desde un principio, que dichacalificante no podía ser endilgada a los menores coautores so pena de violentarla unidad del sistema jurídico que fija la única mayoría de edad en los 21 años(art. 126 código civil). Respaldaba esta tesis el derecho comparado, tal comoel art. 65, I del código penal brasileño al referirse al “menor penalmenterelativo” (18-21 años), aspecto parcialmente recogido por la legislaciónargentina antes citada (22.278) al disponer (al menos en teoría) la existenciade establecimientos especiales para dicha categoría de menores.
La CasaciónProvincial ha sostenido también que laagravante del artículo en cuestión restringe su aplicación a las personas queal momento del hecho alcanzaron la mayoría de edad conforme al ya nombrado art.126 C.C.(causa 29.013, sala II).
La imputabilidadpenal está indisolublemente ligada a la madurez humana en tanto el hombre es,ciertamente, un “portador de valores eternos” (Ortega y Gasset) pero sujeto auna sutil perversión originaria (u originada) que lo inclina al mal y que sólopuede ser superada, orientada o simplemente sujetada por la formaciónintegradora en el bien, la verdad y la belleza, los permanentes y sólidostrascendentales del ser. Y ello, aún así, con el socorro de lo Alto.
Escribe el Dr. RicardoFraga, Juez en lo Penal de laProvincia de Buenos Aires.
Nota deArgentinidad: La Fotocorresponde a un Instituto-cárcel de la citada Provincia. Este excelente artículo fue tomado de Panorama Católico internacional.