El 4 frimario -día del níspero para la nueva Francia y último domingo de adviento de 1804 para la vieja Roma- "las dos mitades de Dios" -diría Castelot- se encontraron en los bosques de Fontainebleau para preparar la coronación de Bonaparte. Napoleón y Pío VII comenzarían el siglo en el que el Estado Moderno y la Iglesia de Cristo jugarían una pulseada de ciento cincuenta años y cuyo estatus precario sería el Concilio Vaticano II. El problema que sobrevolaba aquel encuentro era el de cómo evitar o entornar el tema de la Libertad de Cultos.
En aquella oportunidad el tema era inaceptable para el anciano Papa e inevitable para el joven Emperador. Por fin, la fórmula se encontró (vía Tayllerand, ex obispo) en las medias palabras, los medios silencios, las medias presencias y la fuerza del hecho cumplido (le fait accomplie). Tolerar no es aprobar -argumentaba la astucia del obispo revolucionario- y el juramento civil que contendría expresamente el hacer respetar la libertad de cultos, se haría mientras el Santo Padre se retiraba hacia la sacristía, de manera que estuviera y que no estuviera. Y el Papa, que venía por un acuerdo que mejorara la situación del clero francés después de que Bonaparte ya traicionara el Concordato de 1801 -y tal cual lo profetizaba el día- sólo llevó nísperos y muy pronto vería de cerca los cañones de la armada, Roma sería ciudad Francesa… y él prisionero. La única estocada que creyó pasar fue el hacerlo casar por la Santa Iglesia con Josefina, pero tomadas las debidas medidas para una futura invocación de nulidad, esta se logró a través de la Nunciatura de París mientras Pío VII descansaba en su celda. Esto constituyó una constante en los acuerdos "realistas" entre la Iglesia y el estado burgués.
El siglo XIX enfrentará a la Iglesia con el problema de su relación con el Estado moderno, liberal, laico y fundado sobre la nueva religión de los derechos humanos. El nuevo Estado prometía un entendimiento posible una vez pasada la locura revolucionaria, pero no dejaba de recordar con velada amenaza el baño de sangre que hiciera famoso a Monsieur Guillotín y la posibilidad de ver aparecer de nuevo la boca de los fusiles racionalistas por el Vaticano. De la historia oficial pareciera que las matanzas no se volvieron a repetir y nunca más los fusiles empañaron el poder de Roma; pero lo cierto es que lo que no se volvió a repetir es el reconocimiento de propios que la Iglesia hizo de otros muertos de la política -por ejemplo los católicos polacos alzados contra el Zar ortodoxo (con condena expresa de Gregorio XVI ), los Cristeros mejicanos (abandonados a su suerte por Pío XI ) y otros olvidados del santoral por "razones de Iglesia"- y lo que tampoco se volvió a repetir fue el "poder de Roma", que se fue diluyendo con la sisa de los muchos acuerdos y alianzas y que ha terminado siendo un mal entendido histórico por el que hubo que pedir perdón. Pero no adelantemos.
El período que va desde el final del Antiguo Régimen hasta el establecimiento universal de la Democracia, evidenciará la ruptura entre la sociedad y la religión. La respuesta de los hombres de Iglesia se abrirá en dos corrientes fundamentales, los católicos liberales, que no entendían (y no entienden) o no querían entender (y siguen sin quererlo) que el asunto llevaba una firme voluntad de evacuación de la Iglesia fuera del espacio público y por el contrario, veían en el cambio una gran "oportunidad" de integrar las estructuras institucionales que organicen el gran divorcio entre religión y sociedad a fin de lograr "una Iglesia Libre en una Sociedad Libre"; y por otra parte los intransigentes, que aunque claramente hostiles a los principios revolucionarios y aún desarrollando una crítica aguda del proceso de secularización, intentaban por la vía diplomática "bautizar" o "convertir" por entrismo al estado burgués y reclamar del mismo -fundado sobre principios opuestos- que se comporte como un estado de tipo sacral. Ambigüedad que se hacía por momentos patética en -por ejemplo- casi contemporáneamente al dictado del Syllabus (suma de la doctrina antimoderna) el reconocimiento de Luis Felipe como "Rey Muy Cristiano" o la inclusión en el Canon de la Misa al "imperatorem nostrum Napoleonem" (Napoleón III), todos regímenes fundados sobre los principios liberales y que, aún aprovechando en forma maquiavélica el favor de la Iglesia, reportaron ingentes ruinas a los intereses Vaticanos. Los casos se reiteran casi al infinito. León XIII condenará con la mayor ortodoxia el liberalismo en encíclicas irreprochables, pero invitará a los Franceses a "enrolarse" con la República que lo encarna. Pío XI condenará a la Acción Francesa, única opción frente a la República -además de abandonar a los Cristeros- dejando el camino libre al liberalismo francés y al Estado anticatólico mejicano, todo sin que ni una "iota" empañe la ortodoxia de su doctrina social, contradiga al "syllabus" o a la obra de su antecesor Pío X.
Pío X será la excepción de la regla del bando "integrista". Romperá lo que ya formaba una tradición diplomática y se mostrará en lo político acorde con sus principios antiliberales y antimodernos y pondrá a Francia en caja. Pero su pontificado será al decir de un contemporáneo, una "fortaleza sitiada". Fortaleza que abriera irresponsablemente su sucesor bajo expresiones como "el contexto de violencia anticlerical ha desaparecido" y que mal que mal emparchara Pío XII.
Juan XXIII será el Concilio y en el Concilio se combinarán dos fuerzas. Una mayoritaria en todos los planos, el bando "conservador", pero cuya fuerza es de polo negativo, representada por el "derrotismo" de quienes han tomado conciencia que el nuevo Napoleón ya no los necesita para nada, y tanto para las consagraciones como para los divorcios se arreglan con campañas publicitarias y urnas. Este bando "conservador" que por la "fuerza de los hechos" fue llevando a una contradicción entre doctrina y diplomacia durante más de un siglo, y que venía solucionándola a base de "ambigüedad diplomática" (recuerden Pío VII rajando por bambalinas) hoy se daba cuenta de que no bastaba con cuidarse en "lo que se hace", sino que también… con "lo que se dice", ya que si bien Rooselvet se presentaba como un hombre bonachón del que no se podía esperar una bravata napoleónica, a estos viejos no se les ocultaba lo del Enola Gay, Yalta, el socio Comunista y los más de cien mil católicos de su bando que fueron ejecutados en Francia a la salida de la Guerra sin que nadie diga ni chito y mientras Maritain y su Humanismo Integral hacían roncha por el Vaticano y todos silbaban la "vie en rose".
La otra fuerza, minoritaria pero de polo positivo, era el cristianismo liberal, que más arriba apenas nombramos y que cobró palos durante todo el siglo, pero que frente a esta nueva necesidad de "ambigüedad doctrinaria", ante esta necesidad de "cuidarse hasta con lo que se dice", era el único que podía aportar el lenguaje necesario, lo suficientemente confuso para salvar la situación y que aún a pesar del asco que daban (y que siguieron dando los que no supieron virar un poco a la derecha como hizo “cierto cardenal”) terminó siendo el bando que impuso la redacción de los documentos frente a un montón de "perros mudos". La libertad de cultos adquiría rango, no ya de dogma -concepto que no se podía ni expresar- sino de "propósito pastoral". Ya nunca más se escucharán aquellas frases terribles pronunciadas "ex-cáthedra" y para "toda la eternidad" sobre la libertad de cultos a lo largo del siglo XIX (…UN ERROR MONSTRUOSO… UN DELIRIO… UN HORROROSO SISTEMA ... UNA LIBERTAD DE PERDICIÓN… UN ERROR MAS FUNESTO E IMPOSIBLE PARA LA IGLESIA CATÓLICA Y LA SALVACIÓN DE LAS ALMAS… (cuanta cura, PIO IX)… UNA HEREJIA DESASTROSA Y POR SIEMPRE DEPLORABLE … ( PIO VII) ... CORROMPE LAS COSTUMBRES Y LA MENTE, PROPAGA LA PESTE DEL INDIFERENTISMO… (Syllabus PIO IX) …UN CRIMEN SOCIAL… ES EL ATEISMO QUE OCULTA SU NOMBRE… (Inmortale Dei. LEON XIII) y una conveniente perorata desprovista de sentido preciso, pero adornada por la poética filosofía moderna, se propagó al vertiginoso ritmo de las imprentas universitarias. El estilo de Yves Congar se perfilaba: "no se trata de un fe sin dogmas, sino de una expresión no dogmática de la fe". Era una fórmula genial, positiva como dijimos -en sentido técnico- y que permitía "elaborar una nueva forma de expresión de la fe por debajo de la antigua norma", y donde sin que haga falta buscar la coherencia rigurosa, el nuevo término de "ortopraxis pastoral" ha sido concebido para no entrar en comparación con el viejo de "ortodoxia dogmática". Unos por fin metían sus ideas dentro del cofre cerrado de la Teología Católica que se abría por efecto del derrotismo (conformismo, dirán otros) y otros se servían de la incoherencia para tratar con el Tío Sam y el Oso Ruso, sin pensar qué se estaba tirando por la borda.
El siglo XIX necesitaba diplomáticos laxos a fin de no correr la misma suerte de Bonifacio VIII en Agnani y poco tenía que agregar en teología. En el nuevo siglo los funcionarios del vaticano y sus anecdotarios diplomáticos dejaron de verse, las nunciaturas fueron más para esconderse que para brillar, y el papel protagónico fue para los Teólogos, a los que esta nueva situación les habría un inmenso campo de trabajo y posibilidades de fama. Tanto antes la diplomacia, como después la aventura teológica, podía costarte la cabeza -al estilo eclesiástico- con algunas amonestaciones o suspensiones y un buen pasar. Las excomuniones ya habían pasado de moda desde Napoleón y se reservaban sólo para los fieles.
Monseñor Garrone, declarado enemigo del sector tradicionalista y verdugo de Mons. Ottaviani, tuvo un sincericidio humorístico cuando fue preguntado por un periodista sobre si la nueva liturgia de la Misa implicaba la victoria de un partido. El entrevistado, con sorna y más referido a todo el concilio en general, dijo: "Más que la victoria de un partido, esto ha sido la derrota del otro". El asunto le costó recular, pero la sentencia fue válida.
¿Qué precio ha pagado la Iglesia Católica al adecuarse al lenguaje del poder imperante? -que no otra cosa es la supuesta adecuación pastoral al mundo moderno- ¿El Vaticano II implica el progreso o la declinación de la Iglesia? Son sólo preguntas que se hacen en profundas catacumbas y cuyos testimonios y ensayos de respuestas quedan vedados al gran público. Probablemente, como aquella historia de los enrolamientos (ralliements) de la Iglesia decimonónica a la República Francesa, como aquellos polacos masacrados por el Zar Ortodoxo, como aquellos mexicanos asesinados en el silencio y abandono de los propios, como aquellos católicos sumariamente ejecutados a la salida de la Segunda guerra, (habría que agregar unos diez mil cubanos católicos resistentes) serán un asunto conocido apenas a través del genial estilo literario de un Bernanos, de un Graham Greene o de un Céline, ya que todo intento académico ha sido erradicado de las universidades y Editoriales Católicas.