Maurice Clavel o el reencuentro con Dios

Enviado por Esteban Falcionelli en Sáb, 15/11/2008 - 9:13am


Alumno de la Escuela Normal Superior egresó en 1492 con una licencia en Filosofía. El ejército alemán retrocedía en las tierras rusas y se sentía vacilar su efímero imperio en todos los países conquistados. Los Aliados desembarcaron en África del Norte y Francia sintió que el viejo Mariscal dejaba de ser el escudo protector que hasta ese momento la había sostenido dentro de una cierta unidad en el desastre. Claudel que había escrito una oda al viejo defensor de Verdun se preparaba para escribir otra en honor de De Gaulle.

Nutrido espiritualmente en el idealismo alemán, Clavel se sumó a la resistencia y fue jefe de un grupo de “partisanos” que actuó en la liberación de Chartres en 1944. Allí conoció al general De Gaulle y pudo volver nuevamente a París en el furgón de cola de las tropas aliadas, pero muy bien dispuesto a hacer sentir su presencia en al República de las Letras.

Su primera novela apareció en 1957: “Une fille pour l’été” y quince años más tarde obtuvo el premio “Medicis” por “Le Tiers des étoiles”. Pero un profesor de filosofía no se contenta con un puesto de honor en la literatura pura y Clavel afiló sus uñas en el ensayo polémico que lleva por título “Qui est aliéné?” y que pretende ser una critica metafísica de la sociedad occidental. Por supuesto en 1968 estuvo con todas sus fuerzas en la algarada juvenil que conmovió la olímpica inmutabilidad del General De Gaulle y dejó el testimonio de su revolucionaria presencia en dos libros que sucedieron a la ruidosa aventura: “Le Perte et le fracas” y “A Armes égales”. Con las crónicas de sus combates por la Resistencia y la Revolución culmina su carrera contestaria y un cáncer inoportuno lo obliga a considerar con menos furor su propio destino. Fue su camino de Damasco que le abrió la posibilidad de una dimensión en la que nunca había pensado y para la que no lo había preparado su formación exclusivamente kantiana.

De esta inesperada aventura surgen dos ensayos: “Deux siécles chez Lucifer” que es un definitivo arreglo de cuentas con la filosofía moderna y “Dieu est Dieu, nom de Dieu” que nos coloca en la abrupta pendiente de una polémica bernanosiana contra las actitudes tomadas por la Iglesia de Francia en los años que sucedieron a Vaticano II.

Les Deux Siécles chez Lucifer” se inicia, polémicamente, con una pregunta que todos los buenos radicales imbuidos de filosofía debieran hacerse: ¿Por qué estos tiempos de horror, de guerras y de carnicerías científicas, de campos de concentración y procesos de exterminio están regidos por ideologías que no hacen más que hablar de libertad, de humanidad, de derechos del hombre y de sistemas de emancipación universal?.

En primer lugar llama la atención que aquellos que se ocupan del hombre y de todo cuanto le atañe lo hacen, cada uno, desde una perspectiva inédita que supone el desarrollo de una idea original acerca de éso que es el hombre. Sin retroceder demasiado en el campo del pensamiento, todo ha podido comenzar con Kant en cuya “Critica de la Razón Pura encontramos la negación más completa y mejor formulada de nuestra posibilidad de alcanzar el conocimiento de Dios por la vía normal de la razón.

Ya no se trata de que hayamos fracasado en nuestros esfuerzos filosóficos por conocer el absoluto es que, definitivamente, no lo podemos conocer. Más que demostrar las contradicciones que envuelve ésta o aquella metafísica se decide, con todo el aparato conceptual correspondiente, que la metafísica es algo imposible.

Es irrefutable, después de Kant ya no se puede pensar como antes y de esta posición ante Dios discurre inevitablemente una idea del hombre que asume la responsabilidad del vacío provocado por la imposibilidad de salir de la inmanencia. Se asegura al hombre -“fin en sí”- la competencia para probar que ese Dios “demostrado indemostrable” es exigido para responder a la solicitud racional de la ética y con ella de toda religión posible.

Así de sencillo: la conducta del hombre ya no responde al llamado de una vocación divina y debe dar cuenta de sus pasos ante el tribunal exclusivo de su conciencia solitaria. Dios todavía está presente, pero como un fenómeno subsidiario de la conciencia y al que la conciencia, puede, en cuanto nos descuidemos, declarar su cesantía, su muerte o su sobrevivencia simbólica en una pura noción sin contenido.

Los maestros del pensamiento contemporáneo, alemanes y por supuesto de buen origen protestante, declaran imperfectos los resultados de la Revolución Francesa pero al mismo tiempo la suponen un inevitable paso adelante hacia los mañanas que cantan, sea porque prevén una revolución más completa y acabada (Marx) o porque sueñan que el verdadero sol de la revolución será esa ciencia que la disciplina y que ellos ofrecen al asombro del mundo. Son los maestros de los maestros como Napoleón el rey de los reyes. Así lo ve Hegel en las afueras de Jena, cuando descubre que concebir es dominar. Y no solamente dominar la filosofía sino todos los grados del saber: la creencia de los creyentes y la sabiduría de los sabios son los escalones inferiores que conducen a la omnisciencia del sistema.

¿Cosa de locos? Tal vez. Pero esta locura nos ha hecho- concluye Clavel. Kant, Fichte, Hegel, Marx y Nietzche han hecho el mundo en el que estamos y hacia el que vamos. Tuvieron vocación de pastores pero los rebaños parroquiales aburrían y abrieron la perspectiva de formar las minorías pensantes de todo el mundo.

Cita a Glucksmann: “A partir de 1800, los maestros del pensamiento se pasan la antorcha: para Fichte el último filósofo es Kant, luego de él, conmigo, comienza la ciencia. Para Hegel, Fichte sigue siendo un filósofo, el último. Para Marx el último es Hegel. Pero en el día de los muertos de los filósofos se cantan las vísperas de la Natividad.

Paramos aquí para no seguir, porque a los filósofos les suceden los “chantres” los que a su vez afirman haber dado la auténtica interpretación del maestro y niegan paladinamente las interpretaciones anteriores. Una filosofía que se rehúsa a llamarse tal, una metafísica para proclamar el fin de la metafísica, una antropología que extiende el certificado de defunción del hombre y una teología de la muerte de Dios. Nietzche viene al final de todos y siente que camina en los albores del superhombre, trascendiéndose a si mismo en el futuro hacia una humanidad superior cuyo eterno retorno la garantiza un paraíso ilusorio en el que siempre recuperará su juventud, su madurez y su locura.

Como Dios no existe, lo que es tiene que proceder del caos, del inconsciente o de los abismos donde vislumbramos la inercia de la nada. En la sociedad pasa lo mismo: Hegel vio el advenimiento del estado filósofo, pero colocó en sus márgenes una “plebe” que distinguió del pueblo por la miseria y el espíritu de rebeldía que alimentaba. Marx se apoya en esa plebe para reclamar la formación de una clase en la sociedad burguesa que sea la negación de esa misma sociedad y la puerta de abertura para la conquista de la nueva humanidad. Los maestros del pensamiento se superan unos a otros y sacan un “resto santo” de las especulaciones del anterior para extraer de él las fuerzas abisales que precisan para dar el salto cualitativo, el cambio inaugural de la nueva época… “los problemas cambian de términos, la solución tiene un aspecto único: ¡Dominar, dominar es la ley y los profetas!”.

Ahora otra pregunta que Clavel considera también crucial: ¿La crítica kantiana de toda metafísica futura es irrefutable e insuperable? Si pensamos en cronólatras convictos, así es, porque viene en el tiempo luego de la gran borrachera metafísica que protagonizó la Edad Media. Todo lo nuevo, conforme a una ley ineluctable del tiempo sucesivo, reemplaza lo viejo y espera a su vez envejecer para ser reemplazado por otra cosa. Puede suceder que todo este modo de pensar tenga por origen un error esencial y en ese caso habría que rechazar la equivocación o la mentira que se instala en el comienzo de la época moderna.

Es cierto, las ciencias particulares estudian sus objetos de acuerdo con un método que privilegia la observación, pero si afirman que no existe nada fuera del campo propio de su observación, dicen algo que por definición supera su terreno controlable. La enunciación de la ley científica es algo que pone la inteligencia y no se encuentra en la percepción sensible, siempre ligada a lo singular concreto. De aquí surgen dos tentaciones inevitables: negar la ciencia o reducirla a una serie de asociaciones perceptivas de lazos siempre precarios y provisorios -Hume- o negar lo sensible convirtiéndolo en apariencia confusa y conceder el título de realidad a un mundo conformado de acuerdo con las exigencias de nuestra razón. En este segundo caso el mundo es una proyección de nuestra razón y cuesta lo suyo entender porque razón solemos equivocarnos en la apreciación de lo real. La lógica formal no se puede convertir en una ontología por mucho que forcemos el dinamismo de sus signos, o son signos de algo o se desvanecen en un abrazo ciego sobre la nada. Queremos decir que si las formas “a priori” pertenecen al sujeto, son como los accidentes de una substancia que los sostiene en su realidad y por lo tanto son algo así como los fenómenos que nos revelan la existencia de un noumeno o “cosa en si” de la cual sabemos, por lo menos, que conoce y es autora de los juicios científicos.

Pero no nos apresuremos y Clavel nos llama la atención en ese estilo, entre jadeante y luminoso, que constituye su particular manera de escribir: "Kant las llama formas a priori de la intuición. Sea. Pero formas formatrices, in-formatrices y no estáticas, visibles solamente en filigrana en éso que ellas forman, como los lineamientos interiores de un cuadro que inspiran sus líneas efectivas, pero que nadie, ni siquiera el autor, ha visto separadas de sí mismo: valen en la obra. De donde las vacilaciones perfectamente legítimas de Kant que dice, ya formas de la intuición, ya intuición formal".

Admitamos que el espacio y el tiempo sean las formas “a priori” de la intuición sensible y que a través de ellas se presentan ante nosotros los fenómenos. La pregunta que asoma a nuestra inteligencia es por saber que son esos fenómenos: ¿Son producidos por el espacio y el tiempo o contenidos en ellos? Absurdo -nos dirá Clavel- porque el espacio y el tiempo no son creadores ni continentes, son simples formas, pero por ellas recibimos algo exterior a nosotros y exterior a ellas mismas y que, una vez que haya pasado por ellas, se convertirá en fenómeno, objeto sensible, mundo.

¿Qué es eso exterior a nosotros? Aparentemente sólo podemos decir que es algo, una cosa y Kant la llamará la “cosa en sí” y también, si se nos ocurre podemos llamarla ente. Clavel dice el Ser y a lo mejor es así siempre y cuando distingamos entre el Ser y el ente, cosa que en francés resulta un poco difícil porque el termino ente, no se da en esa lengua con la precisión que se da en la nuestra.

Si la cosa en sí es el ente, existe, ¿pero qué es lo que el hombre conoce del ente? La respuesta es: el mundo y nada más que el mundo y para decirlo en forma kantiana, eso que nuestra condición hace del ser: el mundo.

Tenemos que comprender, y en este sentido Clavel es terminante, que la crítica de la Razón Pura no es, ni puede ser, una contemplación del Ser o una teoría del conocimiento, ni siquiera una crítica del conocimiento, a lo mas una crítica de los elementos, aparentemente humanos, que concurren -o no- a un conocimiento posible.

La apariencia se presenta en nuestra conciencia: aparece. Verdadero o falso tenemos conciencia de éso que aparece… pero… ¿qué es nuestra conciencia? En rigor de verdad, no lo sabemos. El más absoluto de los misterios reina en estos aledaños.

Bien -nos invita Clavel- examinemos la posibilidad de un fenómeno sensible determinado ¿Cómo este fenómeno se nos presenta; cómo se sostiene delante de nosotros según el tiempo y el espacio? Muy simple -nos dirá- ni se presenta ni se sostiene. Se disuelve, se descompone y se convierte en éso que nunca puede ser la materia: el absoluto.

Encuentra nuestro autor que con Kant pasa algo semejante. Afirma que aquello que se manifiesta es el fenómeno y aunque no niega la existencia de una “cosa en sí” la declara desconocida, es decir: nada. Si la realidad objetiva es la manifestación de algo desconocido ¿Qué es la realidad subjetiva? ¿La manifestación de una cosa en sí? ¿Conocida? ¿Desconocida?.

Tomemos la precaución de arrimarnos con cierto cuidado a este misterio. En primer lugar el sujeto juzga y los juicios que emite aparecen como expresiones fenoménicas, por lo menos como proposiciones fonéticas que tratan de decirnos algo. Kant afirma que tales expresiones transmiten juicios y aquí aparece nuestra primera perplejidad. ¿Qué son los juicios? ¿Fenómenos fonéticos o algo implícito en esos fenómenos y por lo tanto “cosas en sí”? Si son algo que se encuentra en el fondo de la expresión lingüística tenemos el conocimiento de algo que opera como un noumeno y nos encontramos con que el sistema de Kant cae en una contradicción flagrante. Admitamos que sean signos puramente verbales, en este sentido muy preciso: el hombre es una nada que habla acerca de esa otra nada que es el universo mundo. La palabra emerge del caos para decir no sabemos qué, a alguien que tampoco sabemos quién es. La metafísica ha desaparecido y en su lugar se instala la nada. La razón, en cuanto a nosotros tomistas, de este juego disolutivo consiste en querer substituir la realidad por la lógica formal y luego reemplazarla por la gramática. Nos acercamos a Foucault cuando asegura que el hombre es el que da sentido a todas las cosas aunque él mismo no tiene ningún sentido.

El libro del que hemos esbozado este corto comentario, habla de dos siglos en la casa de Lucifer y es una larga carta que Maurice Clavel escribió a André Glucksman en el que le propone la hipótesis de que acaso el diablo esté en el corazón del pensamiento moderno, justamente en el pensamiento que parece esforzarse en negar la existencia de Satanás pero, como dice la contratapa del libro: para algo el Diablo es diablo ¡Qué diablo!.

Rubén Calderón Bouchet