Vive en el espíritu del pueblo, al que apasiona con su alma gaucha, su obra por los pobres, su defensa de nuestra independencia, la honradez ejemplar de su gobierno y el saber que es una de las más fuertes expresiones de la argentinidad.
Vive en los viejos papeles, que cobran vida y pasión en las manos de los modernos historiadores y que convierten en defensores de Rosas a cuantos en ellos sumergen honradamente en busca de la verdad, extraños a esa miseria de la historia dirigida, desdeñosos de los ficticios honores oficiales.
Y vive, sobre todo, en el rosismo, que no es el culto de la violencia, como afirman sus enemigos o como, acaso, lo desean algunos rosistas equivocados. Cuando alguien hoy vitorea a Rosas, no piensa en el que ordenó los fusilamientos de San Nicolás, sino en el hombre que durante tantos años defendió, con talento, energía, tenacidad y patriotismo, la Soberanía y la Independencia de la Patria contra las dos más grandes potencias del mundo.
El rosismo, ferviente movimiento espiritual, es la aspiración a la verdad en nuestra Historia y en nuestra vida política, la protesta contra de la entrega de la Patria al extranjero, el odio a lo convencional, a la mentira que todo lo envenena.
El nombre de don Juan Manuel de Rosas ha llegado a ser hoy, lo que fue en 1840: la encarnación y el símbolo de la Conciencia Nacional, de la Argentina independiente y autárquica, de la Argentina que está dispuesta a desangrarse antes que ser estado vasallo de ninguna gran potencia.
Frente a los imperialismos que nos amenazan, sea en lo político o en lo económico, el nombre Rosas debe unir a los argentinos. Estudiemos su obra y juzguémosla sin prejuicios.
Y amémosla, no en lo que tuvo de injusta, excesiva y violenta, sino en lo que tuvo de típicamente argentina y de patriótica.